Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
Tengo a la mano el libro La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona, escrito por Alfons Cervera y publicado en 2018 por la editorial Piel de Zapa. Con una narrativa envolvente, de ritmo sigiloso, intimista y pausado, el escritor español relata, casi a modo de crónica —con un pie en la literatura y con el otro en la historia— lo acontecido en la noche del 3 de julio de 1965, en la que el cuarteto de Liverpool ofreció un concierto en la Plaza de toros Monumental de la Ciudad Condal.
Desde luego, la reseña del recital resulta un tema periférico en la obra, apenas un pretexto para ofrecer una mirada descarnada a uno de los rasgos más espantosos del franquismo liberticida: la impunidad con la que el régimen desaparecía y torturaba a personas inocentes con el pretexto de cualquier sospecha. Todo ello no es sino otro de los rostros del ogro misantrópico del que ya he hablado aquí en otras ocasiones.
En este sentido, Cervera toma el setlist de aquel evento y lo presenta como una especie de música de fondo para el recuento de lo ocurrido en los sótanos de la comisaría ubicada en el número 43 de la Vía Layetana barcelonesa: el trágico encuentro entre uno de los agentes más sanguinarios del franquismo y dos jóvenes —Miguel y su hermano— quienes estuvieron, como reza el cliché, en el momento y el lugar equivocados. Aquel día ellos viajaron de Los Yesares a Barcelona para asistir al concierto de la famosa banda inglesa; pero se encontraron de frente con el infierno de aquella oscuridad inenarrable del golpe artero y con saña. El tono epistolar del relato permite atisbar lo insufrible de la tragedia por la que debieron haber pasado Miguel y su hermano en ese encierro. El dolor como una matriz para la reivindicación de la memoria.
¿Por qué traigo a esta columna la novela de este español nacido a mediados del siglo XX en Valencia? Para responder a esta pregunta intuyo dos razones principales. La primera tiene que ver con que —aún cuando la realidad que aborda el texto ocurre a décadas y a un continente de distancia—, el autor postula el duelo como dispositivo político que permite incidir tanto en la arquitectura de lo público como en la reconfiguración de nuestras forma de estar y de ser en el mundo. El dolor como un aparato crítico.
Sin duda, una narrativa de este tipo hace un poderoso eco entre nosotras y nosotros, quienes habitamos un país que se ha convertido, prácticamente, en una fosa clandestina; vivimos en un sitio en el que la impunidad ha adquirido ya carta de residencia y en el que las consecuencias de disponer de la vida del Otro son prácticamente nulas. La segunda razón por la que la obra en cuestión me interpela consiste en que ésta alude a la importancia de incentivar la memoria en tanto mecanismo que permite lidiar con el horror de la ausencia abrupta, del abismo en el que se nos sumerge cuando nos desaparecen a uno o a una de las nuestras.
Así, lo acontecido en aquel julio de 1965 nos recuerda que el silencio y el olvido frente a las desapariciones es, definitivamente, la peor de las opciones. El dolor nos rasga y nos coloca dentro de una nada que parece no tener fin. Pero también nos incita a organizarnos y buscar a las y los que nos fueron arrebatados. Por todas partes y cueste lo que cueste. Hasta encontrarles. Aunque en ello se vaya la vida.
El eco de lo anterior adquiere una reverberación mayor si recordamos que Jalisco ha ocupado en los últimos años los nada honrosos primeros lugares en materia de desapariciones a escala nacional. Por si fuera poco, de acuerdo con lo planteado en estos días por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), puede decirse que prácticamente la totalidad de los municipios del Área Metropolitana de Guadalajara (AMG) se encuentran entre los más peligrosos del país. Éste es un dato que no puede mencionarse a la ligera: alude a la profunda incapacidad de las autoridades gubernamentales y la ruptura del lazo social. Más aún, no es extraño que prácticamente el 80 % de la población jalisciense se sienta insegura en las calles que transita (o insegura incluso en su propia casa). Ésa es nuestra realidad, la que todos nos días nos estalla en la cara.
En este sentido, la dolorosa desaparición de Ana Karen Quiñones Agraz, estudiante de la licenciatura en Sociología, de la Universidad de Guadalajara, se erige como el ejemplo más reciente de la precarización de las vidas juveniles; de la impunidad con la que cualquiera nos puede arrebatar a nuestros seres queridos; del abismo de desolación y desesperanza que se abre frente a nosotros y nosotras, y particularmente del dolor y de la incertidumbre en la que se encuentra sumergida su familia. ¿Y el Estado? ¿Dónde está? ¿Y las garantías que supuestamente nos otorga el entramado institucional que nos hemos dado precisamente para sentirnos seguras y seguros?
La postura —cínica, hay que decirlo— ofrecida por la Fiscalía del Estado de Jalisco nos permite atisbar una respuesta a estas interrogantes: “Se observa un vehículo azul estacionado y observamos a la jovencita que sube en la parte de atrás, un vehículo de traslado de plataforma digital, de las cuales hacen uso de taxi” —dice el encargado de la Fiscalía. Ay, Gerardo Octavio, tan cerca de Poncio Pilatos. Válgame. En fin, como ya se hace una terrible costumbre para esta columna: escribimos desde el dolor, la indignación, la rabia y la tristeza. Y desde luego, alzamos la voz y nos sumamos a la exigencia colectiva hecha a las autoridades correspondientes: ¡localicen con vida a Karen! ¡Localícenla ya! ¡No se laven las manos! Y si no pueden, que se vayan.