Por su luz y por sus flores

La Hilandera

Por Rosario Ramírez / @La_Hilandera

El periodo de confinamiento, para algunos, ha implicado el distanciamiento físico con la familia y con muchos de los espacios que nos hacen ser quienes somos. En mi caso, como foránea en una ciudad que desde hace cuatro años me arropa de manera permanente, me resulta imposible no sentir nostalgia por quienes se han ido y por los espacios a los que hasta ahora no he podido volver. Uno de esos lugares es la casa de mis padres y particularmente la casa de mi abuela. 

Ricarda se fue unos meses antes de que se supiera del Covid y sus efectos sociales y de salud, y eso nos permitió despedirla como ella quería, como en su rancho y acompañada de la gente que la quiere. Hace unos días habría sido su cumpleaños 92, y esta vez les comparto una parte chiquita de un espacio que era muy suyo y que a la vez compartió con muchas personas que la rodeaban. Como saben (y si no, pues les cuento), parte de mi trabajo es el análisis de prácticas religiosas, y sin duda estas historias han influido mucho en mi elección temática. Este texto es particularmente importante para mi porque Ricarda lo escuchó, le gustó y disfrutó tanto como yo de los recuerdos que le dieron forma. Nada más lindo que nuestra gente querida se vea reflejada en nuestras letras. Les invito a conocer la casa y los altares de mi abuela: 

La casa de Doña Ricarda podría definirse como un espacio abierto. No hubo día en que la Doña no tuviera visita: hijas/os, nietas/os, vecinas/os, hasta vendedores que con el tiempo se hicieron amigos de algún miembro de la familia. En su casa siempre había comida para quien llegara -aquello de “cuántos somos para ver cuánta agua le echo a los frijoles” era una realidad-, y previo a las intolerancias a la lactosa y esas cosas que vienen con la edad siempre hubo un café con leche y pan con mantequilla listo para el almuerzo. Hasta su último día, su casa fue un espacio con mucho movimiento. El asunto es que en la casa de la Doña se podían descubrir varios altares, casi cada habitación contaba con su respectivo espacio destinado para algún santo o una virgen. Quizá esto pudiera ser una marca típica de cualquier casa -católica y mexicana-, pero lo que quisiera evocar aquí son las historias que Doña Ricarda, su familia y los vecinos construyeron en torno a estos espacios de materialidad sagrada. 

Retomo dos historias que me parecen fascinantes, la primera es la de la virgen del sagrado corazón que tiene su espacio en el patio de la casa. En los ochentas y noventas, esa imagen “habitaba” en el cuarto del fondo. Es una imagen que “te miraba”. A las nietas mayores nos daba miedo entrar a la habitación y verla, resultaba un lienzo aterrador porque era testigo silencioso de las travesuras y, además, nos impactaba ver los estigmas y la sangre que emanaba de sus manos. Nos daba miedo. 

Con el tiempo Doña Ricarda sacó a la virgen de esa habitación y decidió ponerla en el altar de la entrada de la casa. Ese altar era como una puerta alterna a la puerta del zaguán, quien entraba o salía invariablemente se persignaba ahí. Incluso más de uno de los miembros de una familia vecina llegó a pedir permiso para hacer una oración antes de algún viaje, algún examen o alguna cosa importante. Ya lo decía, la casa de la Doña era un espacio abierto donde además de verla a ella, se iban a pedir cosas a Dios. 

“Me gusta que estén ahí afuera (sus imágenes, vírgenes, cristos), que cuiden la casa y nos cuiden a todos. El cristo en la puerta está ahí porque es Dios y nos tiene que proteger de las malas vibras que trae la gente”.

La virgen parecía haber encontrado un nuevo lugar, a las nietas y luego a los nietos dejó de darles miedo, pero después algo llamó la atención de la familia, vecinos y amigos: la imagen cambió, los estigmas se borraron, ya no había más sangre e incluso la imagen parecía distinta. Cuentan que un día platicaron esto a un sacerdote y lo que él dijo es que quizá alguien había hecho una petición y que la virgen había realizado un milagro, que eso la había hecho cambiar. Esto resignificó a la imagen, su percepción e incluso el sentimiento y pertenencia dentro del espacio familiar, porque a alguien le había concedido un milagro. Doña Ricarda contaba que “tenía una gota de sangre en las manos y en el corazón, se le fueron borrando, dicen que fue por un milagro, si eso se cree, pues órale, debe ser”.

La otra historia es la de las imágenes -la virgen de la luz, San Judas Tadeo y figuras de yeso del Niño Jesús, entre otras- que han dado forma a los altares al interior de la casa. Cada uno de estos objetos sagrados “llegaron a la casa” en algún momento: la virgen de la luz como parte de sus visitas itinerantes, San Judas porque uno de los hijos lo dejó un día, y los Niños porque en cada navidad la familia entera se une para pedir posada y arrullar a los niños de la familia y de todo aquel amigo o vecino que quiera “encargar” a su niño para ser apadrinado el 2 de febrero. A decir de Doña Ricarda, ninguno de estos objetos fue comprado o propiamente un regalo “se los dejaron encargados y ya no quisieron irse”. Pero ¿cómo es eso? Bueno, pues resulta que cuando los dueños tienen el plan o anuncian que irán a recoger a su santo, a su virgen o a su niño, algo les pasa, tienen un accidente o por una u otra razón no llegaban. Así, los altares de Doña Ricarda crecieron con la contribución casi involuntaria de familiares, amigos, vecinos, y aparentemente también con la voluntad divina. 

“No se van porque tal vez aquí les gusta, porque estamos unida la familia y porque nunca les falta su veladora. Como sea, no les falta su luz y, cuando se puede, pues sus flores. Por eso yo creo que les gusta aquí y aquí están”.

Estas historias se cuentan en la familia y entre quienes entonces frecuentaban la casa y sus altares. Doña Ricarda ya no está, pero sus altares siguen. En mi casa hoy, a varios kilómetros de la suya, ella es la estrella de mi altar secular, porque no imagino mejor intercesora que ella. La casa de Doña Ricarda siempre fue un lugar abierto y un lugar al que quiero volver volver, es el lugar donde crecí. El corazón de mi abuela también fue un espacio abierto y yo también decidí quedarme ahí por su luz y por sus flores.

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Rosario Ramírez Morales Antropóloga conversa. Leo, aprendo y escribo sobre prácticas espirituales y religiosas, feminismo y corporalidad.

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