Columna MAROMA
Por Sergio Antonio Farias Muñoz / integrante de Maroma: Observatorio de Niñez y Juventud
Como si fuese un cambio de página, un nuevo ciclo o algo relacionado con estas cosas que se ponen, escriben y leen cuando hay una conmemoración por hechos o motivos, en estos últimos días, en los mediados de marzo, se cumple algo así como la fecha en la que la pandemia comienzó, y es que entre sus tantas resonancias causa un efecto similar al dicho: “en un abrir y cerrar de ojos”.
Frase que decimos para referirnos a la velocidad en la que cambian las cosas y que desde mi óptica, esa expresión la replantaría dentro del contexto pandémico, pues la frase a mi parecer, nos remite este acto tenue en el cual los sistemas que oprimen recalcaron su opresión.
De alguna manera este abrir y cerrar de ojos se convirtió en el espacio en el que se nos fue situando en alguna atemporalidad no atemporal, lapso en el que se fueron cocinando las formas más sutiles y nuevas (o no tanto), en las que la decadencia vendría (aunque ya se veía venir) a acechar al parejo.
Ha pasado un año en donde todo mundo con las cabezas vueltas locas intentan de volverse acomodar a lo que antes era la “normalidad”, y si bien es cierto ya era algo que se intentaba desde los mediados del año pasado, y que apenas ahora se comienza a ver una posibilidad aún a pesar de las dificultades propias de la pandemia como las que devienen de la misma.
Desempleos, falta de asistencia social, violación de derechos, remarcación de las desigualdades, entre otras tantas irregularidades ya existentes pero intensificadas en la pandemia, hacen recordar las grandes fallas del estado y su nulo amparo, así como la colusión con otras formas y sistemas que en el intento de beneficiar a la población, vinieron quebrantar el entramado social.
De modo que, en este vaivén que se juega entre regresar de nuevo a los espacios que antes se habitaban—como lo es el trabajo y la vida social—y continuar en los cuidados por la prevalencia del virus, se comienza a moldear una nueva forma de interactuar, aun con los fuertes estragos que trajo este último año.
Es entonces que se vuelve al trabajo, se vuelve a las actividades sociales, a lo que se supondría una vida “normal”. Y se convive con las nuevas decadencias, haciendo lo imposible aunque parezca exagerado, para sobrevivir a los infortunios, sin embargo, hace falta enunciar a esos otros que también les resonaron las situaciones, a quienes se les ignora por una supuesta baja capacidad de agencia, a estos otros sujetos que en pareciera ante ojos adultos, no tener efectos secundarios tras el año acontecido.
Como cualquier otro individuo, las niñeces tuvieron fuertes golpes que hay que visibilizar, pues también hubo un fuerte desamparo a sus necesidades, una privación de las relaciones sociales como la escuela o actividades extraescolares que hasta la fecha se sostienen, o como otras tantas ligadas a los padres, madres o tutores que al ser el sustento de hogares, quedaron a la deriva junto con sus familias, y por supuesto, las niñeces y juventudes marginadas o en procesos de calle.
Y así se pueden enlistar la diversidad de afectaciones que deben funcionar como un replanteamiento de nuestra visión hacia la niñez. De tal modo, mirando hacia otras directrices que no conserven la imperante mirada adultocentrista, se pueda repensar este papel que toman las niñeces como sujetos que se ven cruzados por los estragos de un fenómeno que a nivel global que causó roturas en todos los espacios, y que al ser personas, también tienen las necesidades de recobrar espacios que antes habitaban y de buscar las formas de reinventar la vida. Que en este aniversario de las nuevas decadencias, se dé un espacio de resignificación de los sucesos para las niñeces.