Columna MAROMA
Por Lourdes Limón, integrante de Maroma: Observatorio de Niñez y Juventud.
La realidad de muchas infancias y juventudes de nuestra ciudad durante casi ya este año de pandemia no es el privilegio de QUÉDATE EN CASA o de poder estudiar frente a una pantalla.
Basta con salir y mirar que en varios cruceros de nuestra ciudad la presencia de niños, niñas y jóvenes se ha incrementado; necesitan salir a pedir dinero o limpiar vidrios para poder comer, pero también porque sus padres no tienen donde dejarlos, entonces, los llevan consigo a las calles o, en el peor de los casos, para ayudar a sus familias a pagar el tratamiento de COVID a los abuelos, tíos, padres, hermanos, etcétera.
No son niños de la calle, no son callejeros, no son vagos: son infancias y juventudes abandonadas por un sistema que lo que menos le preocupa es el BIENESTAR (como tanto lo pregonó la administración pasada) o el RECREA (como lo cacaraquea nuestro gober dictador, Enrique Alfaro).
Caminando por las calles me encontré a Dana de 5 años, cargaba como podía a su hermanita Ana de 2 años; delante de ellas, estaban Lorena de 7, Mani de 9 y, finalmente, Lupe de 12.
Lo que para mí era una caminata recreativa por las calles de la ciudad (que además empiezan a llenarse de hermosos árboles repletos de flores), para ellas es uno de los tantos trayectos que recorren todos los días en busca de comida y dinero.
Ana había tirado su zapato y lloraba incontenible porque Dana no se daba cuenta, me acerqué con el zapato y les pregunté:
-¿Qué hacen en la calle dos niñas tan pequeñas?-
– Estamos trabajando porque mi papá se quedó sin trabajo y mi mamá no le ajusta”- contestaron mientras Dana le ponía el zapato a su hermana menor.
En ese momento, se acercaron las otra niñas, pensando que mi charla sería para juzgar a su padres, Lupe de 12 años me dijo:
No nos maltratan, sólo que ahora no vamos a la escuela y hay que ayudar.
Me quedé con ellas sentada en la baqueta; el poco tiempo de charla bastó para que me contaran que viven hacinadas con otra familia porque no tienen dinero para rentar, a veces ni agua potable; por lo tanto, sus medidas de higiene tampoco son las mejores porque el agua en el barrio no ajusta para tanta familia; así como para lavar ropa y trastes.
Para estas cinco niñas, ni quédate en casa, ni escuela a distancia; más bien les espera una educación callejera en donde han aprendido a permanecer juntas para que no les roben lo poco que les dan. Donde se cuidan de la policía, quien se las lleva detenidas por “estar solas y ser menores en las calles”, menciona Dana; luego “nos llevan a comer”, agrega Lorena, otras veces sólo nos pasean, comentaron.
También entienden que deben cuidar a Ana, son sus mamás; como ellas lo dicen, porque a la madre biológica ni el dinero, ni las fuerzas le alcanzan.
En esta ambivalencia de realidades donde, por un lado, yo caminaba para desenfadarse del encierro y curarme de las vicisitudes que éste me ha provocado; otros se van de viajes internacionales en plena pandemia; algunos más están a un lado de esta calle tomando un café extraído con los métodos más novedosos; muchos más están sobreviviendo a las pérdidas de sus seres queridos o las secuelas del contagio; sin embargo, estas niñas transitan no sólo la calle, sino la indiferencia, la invisibilidad… en una infancia que, evidenciada por la pandemia, no le pertenece a nadie más que a la calle.
La educación de la calle les enseña a sobrevivir y a vivir porque entre calle y calle, pedir y pedir, cargan juguetes para que cuando exista oportunidad en alguna banqueta o jardín puedan a jugar y, así recordar que les queda algo de niñas y que en el juego se juegan la vida.