Nada es lo que parece
Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
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Siempre me ha fascinado la seductora creencia -seguida por medio mundo- de que estas fechas son idóneas para poner en perspectiva lo acontecido durante los 360 y pico días anteriores. Más allá de nuestras diferencias y conflictos, en esta época nos equipara la tendencia a hacer balances, a aprovechar la coyuntura para (prometernos que vamos a) cerrar ciclos, y para plantearnos nuevos propósitos para el porvenir que, ahora sí, vamos a cumplir.
Como si un cambio arbitrario en el calendario interrumpiera el continuum temporal al que estamos sometidos y, de la noche a la mañana -literalmente-, fuese inaugurada una realidad distinta, nueva; como si los que nos vamos a dormir el 31 de diciembre pudiéramos despertar el 01 de enero siendo radicalmente diferentes, siendo otros (por supuesto, no me refiero aquí al logos heraclitéano que sugiere que estamos en un cambio constante y que por ende nunca somos los mismos). Y está bien que sea así. Pensar de ese modo nos ilusiona y en cierto modo nos sosiega las ansiedades.
Nada tengo en contra de eso. En todo caso, mi problema está en lo caprichoso de la fecha. ¿Acaso no tiene la misma validez llevar a cabo este tipo de balances y promesas, por decir algo, el 13 de febrero o el 25 de abril? Aunque, como quiera que sea, hoy frente al final de un año que ha sido bien-sabe-qué-modo, que comenzó mal, se puso peor y terminó siendo fatídico, para el olvido, la idea de pensar el futuro nos resulta sumamente relevante.
¿Por qué? Porque no sé tú, pero yo, conforme me he hecho más viejo y menos sabio he caído en la cuenta de que los seres humanos somos poco más que bípedos deseantes arrojados irremediablemente a la muerte. En este sentido, entre el nacimiento y la tumba solemos aferrarnos con todo lo que tenemos a la posibilidad de que las cosas cambien mágicamente (i. e. vía deus ex machina); de que algo, en algún momento, nos salga bien, porque… ¿qué nos queda si perdemos la esperanza?
Debo confesarte que caí en la tentación y comencé a escribir estas líneas, precisamente, con la idea de ofrecer un balance de mi experiencia acerca del 2020. Iba a platicar -con lujo de detalles- de lo bueno, lo malo y lo nefasto de estos meses. Pero al ver lo que llevaba redactado decidí borrarlo todo y posponer esa reflexión para algún momento del año entrante.
Lo escrito era demasiado oscuro; y estaba plagado de tonos vinculados con la tristeza, la desigualdad, la violencia, el aislamiento, el privilegio, lo fatídico, y así muchos otros. De balance había poco. Nada positivo. Y hoy no me quiero deprimir (tanto). Mejor te pregunto ¿con qué adjetivo definirías a este año que termina? ¿Qué propósitos has hecho para lo que viene? Hagamos un arqueo conjunto. Tú allá y yo aquí. ¿Te parece?
En fin, estamos a un tris del 31 de diciembre, y hay que decirle adiós al 2020. Ojalá ya no traiga más sorpresas. Me consta que para muchos, este fue un annus horribilis (para mí el 2019 fue uno de los peores de mi vida. Pero sobre eso ya te contaré en otro momento).
En el reloj ya se echó a andar la cuenta regresiva para recibir al 2021. Y con ello se abren nuevas esperanzas y deseos. Sin embargo, la parte sombría de mi cerebro no me va a dejar en paz si no te digo esto: si algo aprendimos del año que se extingue es que toda seguridad ontológica -la idea de que el mundo es como esperamos que sea- se ha erosionado.
Habitamos de lleno en la incertidumbre. En otras palabras, básicamente no tenemos idea de qué nos depara el futuro. Quisiera decirte que todo va a estar bien, que te prepares para lo mejor y que le “eches ganitas”. Pero la vocecita escéptica y ácida en mi cabeza no cede. Más bien, y para parafrasear al viejo y conocido Žižek: es cierto que al final del túnel oscuro en que se convirtió este 2020 se percibe la luz esperanzadora del 2021. Solo que hay que estar muy alerta. ¿Por qué? Porque esa luz bien puede ser el faro de un tren cargado de explosivos que, raudo e inevitable, viene con fuerza brutal a nuestro encuentro.
¡Aguas!