Todo es lo que parece
Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
Hace unos días el INEGI publicó los resultados más recientes de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana. Entre otras cosas, en dicha encuesta puede observarse que en promedio siete de cada diez personas mayores de 18 años que habitan en la Zona Metropolitana de Guadalajara tienen una percepción negativa con respecto a la seguridad pública.
Específicamente, los porcentajes se desglosan de esta manera: Guadalajara, 83.3 %; Tonalá, 78.9 %, Tlaquepaque, 70.9 %; Tlajomulco, 70.3 %; y Zapopan 58.4 %. En este sentido, en los municipios mencionados tanto los cajeros automáticos como los bancos son los sitios considerados como los más inseguros. Digamos que este dato no es tan sorpresivo. A más de alguno o alguna nos ha tocado un susto en estos lugares. Lo alarmante es que según INEGI prácticamente la tercera parte de la población encuestada no se siente segura ni en su propia casa.
Un escenario como éste ha traído consigo una serie de consecuencias funestas para la producción de la vida social. Así, por ejemplo, 7 de cada diez de las personas encuestadas que habitan en Guadalajara han dejado de caminar por las noches en su barrio. Un porcentaje similar ahora evita visitar a sus parientes y/o amigos debido a la inseguridad que percibe. ¿Dejar que los niños y las niñas salgan a jugar a la calle? Ni pensarlo. Por lo menos esto es así para el 56.6 % de la población tapatía. El resto de los municipios de la ZMG presenta valores relativamente similares. No es descabellado afirmar que la articulación del tejido social está dislocada.
Sin embargo, algunos funcionarios necios como ellos solos- se han empeñado en presentar estos datos como “avances en materia de seguridad”. Vaya cosa. Como decía aquel ex-presidente argentino: “Vamos bien pero estamos mal”. ¿Será cinismo o ingenuidad el de nuestras autoridades? ¿Se habrán puesto a pensar en cómo estos números se traducen en las vidas de las y los habitantes de la entidad?
Yo sí. Particularmente me preocupa lo que acontece en relación con la población joven del estado. Esto es así porque cuando uno investiga el tema de lo juvenil hay preguntas que son ineludibles. Para mí, una de las más importantes ha sido aquella que interroga acerca del significado de ser joven.
Las entrevistas, los grupos de discusión y las charlas que he sostenido con este sector de la población durante prácticamente las últimas dos décadas me han permitido constatar que la narrativa que alimenta la subjetividad juvenil se ha transformando de manera sustancial.
Y el diagnóstico es de pronóstico reservado: en muy pocos años esta narrativa ha transitado, primero, de la ludicidad y la esperanza (entre 2000 y 2006) a la incertidumbre y el desasosiego (entre 2006 y 2012), hasta llegar a nuestros días en donde lo que prevalece en torno al ser joven es el miedo (de 2012 en adelante). Aunque esta periodización le moleste a algunos, los datos desglosados arriba -junto con aquellos asociados con el tema de la violencia- hacen eco de dicha narrativa. El asunto no es menor puesto que evidencia tanto el resquebrajamiento del lazo social como del entramado institucional que lo sostiene. Gobiernos van y gobiernos vienen. Pero muchas veces las cosas cambian para seguir igual.
Pensemos que a principios del siglo XX y hasta bien entrado el 2006 era frecuente que quienes trabajamos con las y los jóvenes nos encontráramos narrativas juveniles asociadas con el disfrute. En buena medida, ser joven era también estar “chido”. Con sus asegunes, la juventud era vista por amplios sectores de jóvenes como una etapa de disfrute pero también de aprendizaje. Como un proceso de adquisición de experiencias para la vida futura.
Por supuesto, no hay que ser ingenuos ni caer en la tentación de romantizar un pasado que en realidad no ha sido favorable para este sector de la población. Por el contrario, mi intención aquí es evidenciar cómo en menos de dos décadas se ha profundizado y agravado la crisis social que nos -y les- atraviesa; y cómo poco a poco, ante la ausencia de futuro, se ha precarizado incluso el valor de la propia vida. Quien más ejerce y padece la violencia en nuestro país son las y los jóvenes. Y por lo que dicen las cifras, estamos muy cerca de un punto de no retorno. Por si esto fuera poco, en estos momentos ser joven es un riesgo fundamental puesto que implica salir de casa sin tener la certeza de que se va a regresar con vida. Vaya, no se sabe si se va a regresar. Punto.
Quienes realmente saben de este tema hablan de un exterminio sistemático de la población joven en el país. “Tenemos miedo, profe”, es la frase más recurrente con la que me encuentro últimamente en las charlas con mis alumnas y alumnos.
Ése es el presente que le ha tocado vivir a quienes solemos considerar como nuestro futuro; como nuestra gran -y quizá última- esperanza. Tienen miedo. Y a quienes creemos a toda costa en la juventud esto nos duele. Les hemos quedado a deber tanto a las generaciones que vienen. ¿Será que quienes están en el gobierno no pueden o no quieren? ¿Será que a la sociedad el tema le es indiferente? Si esto es así, lo que sigue es preguntarnos ¿qué vamos a hacer y cómo? ¿Vamos a permanecer entre la incertidumbre y el miedo?