Trotamundos Político
Por Fabrizio Lorusso / @FabrizioLorusso
Más que con los atentados, las explosiones y los ataques contra la población y los edificios, que son indiscriminadas y sorpresivas, imposibles de prever y evitar para cualquier persona, el título de esta columna, “cuidado con el narcoterrorismo”, hace referencia al uso mismo del término, que ha sido y sigue siendo resbaloso y tendencioso en México.
Si por un lado ni siquiera hay un consenso internacional unívoco sobre el concepto de “terrorismo”, por el otro el prefijo “narco” ha sido omnipresente como perejil o limón a la hora de sazonar notas rojas, discursos políticos, títulos de series y libros, informes académicos y anatemas varios en contra de algún presunto enemigo público.
Narco y terrorismo riman con golpismo
La unión de los dos términos, entonces, no puede que ser todavía más vaga, ambigua, amplia y fumosa, prestándose fácilmente a usos instrumentales y políticos. Detrás de la creación repentina por medios corporativos y sectores políticos, nacionales e internacionales, de supuestas “emergencias”, categorizadas como narcoviolencia, narcoterrorismo, narcotráfico de mega cárteles o dizque amenazas “castro-chavistas”, tienden a esconderse segundos y terceros fines, intentos de desestabilización, ensayos de lawfare o de golpes en los países objeto de esta especial “atención”.
Justamente, el presidente nacional del PAN, Marko Cortés, ha reiterado en varias ocasiones en las últimas semanas, como disco rayado, su propuesta de tipificar el narcoterrorismo, aunque, cabe decirlo, tanto el delito de narcotráfico como el de terrorismo (y el de delincuencia organizada) ya están en el código penal, así que crear un coctel de los dos o de los tres suena tan estridente como inútil.
En México, el Artículo 139 del Código Penal Federal establece que comete el delito de terrorismo quien, entre otros medios, utiliza explosiones, incendios o sustancias químicas intencionalmente para realizar “actos en contra de bienes o servicios, ya sea públicos o privados, o bien, en contra de la integridad física, emocional, o la vida de personas”. Estos actos, además, deben producir “alarma, temor o terror en la población o en un grupo o sector de ella”, así como “atentar contra la seguridad nacional o presionar a la autoridad o a un particular, u obligar a éste para que tome una determinación”. También se aplica en caso de que se estén preparando o acordando actos de este tipo, y se prevé un aumento de las penas en caso de que se usen “aeronaves pilotadas a distancia” o cuando “el delito sea cometido en contra de un bien inmueble de acceso público; se genere un daño o perjuicio a la economía nacional, o en la comisión del delito se detenga en calidad de rehén a una persona.
Quizás sea posible prever penas más duras, aunque siempre mejor sería reducir la impunidad de los delitos y no aumentar sanciones, en caso de que actos de terrorismo sean llevados a cabo por miembros de la delincuencia organizada, dedicados al tráfico de estupefacientes, pero en sí el planteamiento narcoterrorista de Cortés y la misma etiqueta se antojan bastante insulsos.
El supuesto aporte de esta idea, en palabras del político reportadas por Milenio, sería “cambiar la estrategia de seguridad, y tipificar al crimen organizado como ‘narcoterrorismo’, para la intervención de instancias internacionales, ante la explosión de dos coches bomba en municipios de Guanajuato y el enfrentamiento que dejó 19 muertos en Tecpan de Galeana, Guerrero”. Así lo expresó el pasado 25 de octubre en una reunión con los comités migrantes de la Universidad de Arligton Texas, en el Centro de Estudios México-Americanos.
Esto se suma a las situaciones de violencia en Chiapas y Sinaloa, que también han sido enmarcadas en un discurso incendiario por parte de la oposición sobre la presunta pérdida de control del país por parte de la presidenta Claudia Sheinbaum, es decir, conflictos más o menos de larga data y alcance son reducidos a sus recientes exacerbaciones o tachados de terroristas con el fin de golpetear políticamente a la mandataria y de suscitar reacciones del otro lado del Río Bravo, en el contexto de la campaña electoral y las elecciones estadounidenses.
De X a Marko
Allí personajes como Elon Musk, magnate dueño de la red X, el exembajador de EUA en México, Christopher Landau, y el actual, Ken Salazar, han mostrado señales preocupantes de incontinencia verbal.
El primero publica gráficas provocativas sobre “encuentros” en la frontera México-Estados Unidos con presuntos terroristas-migrantes, sin explicar que estos también se verifican en la frontera canadiense. El segundo le hace eco, amenazando que “si hay un ataque terrorista en EUA cometido por alguien que cruzó la frontera desde MX, esa frontera NUNCA regresará a la normalidad”, para luego hacer campañas contra Kamala Harris con base en el miedo a la “invasión” de los migrantes. Un clásico del populismo de derecha.
Y, por fin, el tercero señala que “debería celebrarse la detención de Ismael ‘El Mayo’ Zambada, aunque ésta haya provocado en Sinaloa prácticamente una guerra a pocos días de la instalación del nuevo gobierno y durante la discusión de reformas tanto polémicas como trascendentes para el país.
Por otro lado, no aparece ahora tan casual que, desde la Universidad de Harvard, uno de los think tanks más influyentes del mundo, el ministro, hoy dimisionario, de la Suprema Corte de Justicia de la Nación mexicana, Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, hace pocos días asistió a la Universidad de Harvard para hablar en contra de la iniciativa, provocando gritos y risas en su audiencia “estupefacta”.
En la nota del evento texano de Marko Cortés, en la página del PAN, se detalla que el dirigente “urgió a que se tipifique el narcotráfico como terrorismo para que instancias internacionales puedan colaborar con las locales y se combata la inseguridad” y “advirtió que en México estamos viviendo una autocracia con todo lo que se ha aprobado en el Congreso como quitar el derecho a ampararse, lo cual representa un regresión a los derechos humanos”.
O sea, en suma, se llama a instancias foráneas, léase estadounidenses, a involucrarse e intervenir para dizque “ayudar a México” a combatir una amenaza, ya definida como “terrorista” y “narca” a la vez. Un paquete de dos por uno, potenciando la narrativa intervencionista o la del narco-Estado. En mi opinión, esto, futbolísticamente hablando, es como marcar un magistral autogol en el primer minuto del partido sexenal. O bien, tiene intenciones políticas muy poco nobles y egoístas.
Al respecto, agregaría que es necesario y claro hace mucho tiempo que la cooperación internacional, en paridad de condiciones entre las partes, guie la lucha contra el crimen organizado a nivel global, y por eso México ya ratificó la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional, también conocida como la Convención de Palermo, el 11 de abril de 2003.
Dos días después de la visita a Texas, el 27 de octubre, nuevamente Cortés usó el lema-argumento del “narcoterrorismo” para reforzar sus quejas y críticas sobre la situación política interna: “México se encuentra en un estado de alerta, con la violencia desbordada, con sucesos de narcoterrorismo en buena parte del país, pero que se atreven a negar, una presidenta que continúa lo mal hecho del gobierno de López Obrador y con imposiciones autoritarias a través del Congreso de la Unión, donde están coartando los derechos humanos”. De hecho, la nota en la web del PAN así titula: “El mundo debe saber de la violencia, el narcoterrorismo y la destrucción de la democracia que está ocurriendo en México: Marko Cortés”.
Es decir, se establece una conexión inmediata entre la violencia, fenómeno de larga data y complejo en el país, con los hechos recientes clasificados de “narcoterrorismo” y una presunta destrucción de la democracia, posiblemente relacionada con las reformas constitucionales en marcha. Esto con el fin de promover este discurso en el exterior e, internamente, compactar a las huestes y enarbolar una propuesta legislativa de mano dura que poco agrega a lo existente.
Imperialismo por invitación y “narcocentrismo”
Me recuerda una postura que vimos en algunas materias de historia del posgrado en estudios latinoamericanos, cuando tratábamos el caso de las élites políticas y empresariales de varios países del subcontinente, que, en la primera mitad del siglo XX, y hasta un poco más adelante, ya pedían expresamente la intervención o la invasión de Estados Unidos para resolver sus problemas internos y sacar a sus adversarios del poder. Se llama “imperialismo por invitación”, equivalente al autogol de que hablaba antes.
Además, no se considera el hecho de que una parte esencial de la generación de la violencia, ligada a negocios legales e ilegales en el país, se deriva de intereses y acciones de empresas transnacionales y extractivas, de grupos paramilitares disfrazados de “cárteles de la droga”, así como de dinámicas relacionadas con los tráficos de armas, drogas y personas y las formas de combatirlos, en (y desde) Estados Unidos, no sólo en México. Entonces, el riesgo es llamar a todo esto simplemente “narcoterrorismo”, ocultando la verdadera naturaleza de la violencia que generan tantos actores económicos y armados, internacionales o no.
Pasando a otra cancha, la narrativa “narcocéntrica” en América Latina ha caracterizado esta larga, turbulenta y precaria época que vivimos, la de la llamada “guerra a las drogas” (o bien, “al narco”, sea lo que fuera), y ha levantado cortinas de humo sobre la violencia que vemos alrededor nuestro.
En Europa, el equivalente de la narcoguerra americana, sobre todo tras el atentado a las Torres Gemelas del 11-S del 2001, ha sido sin duda la “guerra al terror” o al “terrorismo”, ya sea de matriz islamista, o bien, de origen étnico o separatista. Esto porque en el Viejo Continente no ha pegado mucho el cuento de los cárteles y de la droga como explicadores de todo crimen y violencia.
Aun así, allá hay mafias, “cárteles” (mejor dicho: grupos criminales organizados), y ríos de substancias, armas y dineros, legales e ilegales. Pero la otredad y el peligro, activadores del miedo social, dentro de los discursos mediático y político y en la propia praxis de las fuerzas del orden, son “el terrorismo”, o bien, “los migrantes”, como potenciales “portadores” de la amenaza terrorista y desestabilizadores de la economía o del bienestar en la decadente “fortaleza europea” (memoria de los castillos y las murallas medievales).
Ahora bien, querer fundir las dos narrativas globales estadounidenses, la del terror y del narco, con sus paquetes de batallas mesiánicas y securitarismos, tanto contra el terrorismo cuanto contra el narcotráfico, o lo que convenga en cada caso, es un experimento fracasado que ya hemos visto: desde el Perú de los ochenta y noventa, cuando la guerrilla de Sendero Luminoso, pasando por el cartel de Medellín y el Plan Colombia en las décadas de los noventa y dos mil, o por el Ecuador y la Centroamérica actuales.
Su única aportación y finalidad histórica no ha sido la cooperación y la resolución del problema de la violencia, del contrabando o del consumo problemático de drogas, sino el injerencismo de potencias extranjeras, el contraste a propuestas progresistas, las políticas internas de militarización y “mano dura”, y a la postre el reforzamiento de la misma estrategia de guerra a las drogas (y/o al “terrorismo”) para disfrazar, en cambio, luchas encarnizadas por los recursos naturales y el control de poblaciones y disidencias en los países del sur continental.
Antes del 1991, año de la disolución de la Unión Soviética, justo durante la Guerra Fría entre el bloque capitalista, con Estados Unidos al frente, y el bloque comunista, con la URSS al frente, la guerra era y tenía que ser “en contra del comunismo”, del “peligro rojo” o de la “subversión”, significara lo que significara en cada país y comunidad.
Pero hoy en día, si todo es “narcotráfico” o “narco”, si todo es “disputa por la plaza” y “vendettas” (es decir, “ajustes de cuenta”), se vuelve complicado reconocer claramente orígenes, motivos, perpetradores, negocios y redes criminales que están detrás de la violencia y que agravian a la población en los territorios. Y justo para confundir, difuminar al peligro haciéndolo todopoderoso y ubicuo, es que surgen las narrativas tóxicas o despistantes, pues no se trata de falsedades completas, de fantasías, sino de cuentos parciales y desenfocados.
Narcoterrorismo, humo sobre las violencias
Nadie niega realidades como las adicciones, tan altas en Guanajuato, por ejemplo, los homicidios dolosos o el contrabando de sustancias ilícitas, criminalizadas por el régimen prohibicionista global que ha promovido Estados Unidos en siglo XX. Sin embargo, podemos enmarcar estas problemáticas de diferentes maneras, centrando o descentrando el pivote de la atención y de la narración.
Las adicciones, particularmente entre las juventudes, podemos verlas como blancos del derecho penal o de la represión policiaca, o bien, como cuestiones de salud pública; los homicidios podemos encuadrarlos como “enfrentamientos entre bandas rivales” o como actos derivados de actuación de fuerzas armadas irregulares en conflicto, o como ejecuciones extrajudiciales, si alguna autoridad es omisa o activa en la matanza; finalmente, lo que es considerado “droga” y “narcotráfico”, en todo su ciclo de vida que va del productor al consumidor final, es producto de la prohibición legal selectiva de la producción y uso de ciertas plantas y químicos (pero de otras no).
Los ataques con coches bomba en los municipios de Acámbaro y Jerécuaro del pasado jueves 24 han cimbrado al estado de Guanajuato, pues las explosiones causaron graves daños materiales y dejaron heridos a tres integrantes de la policía local. El incendio de vehículos y locales en calles céntricas, desde luego, esparce miedo y zozobra en las y los habitantes de estas localidades, cuando menos. Otro efecto indirecto de los atendados es que, nuevamente, se aviva el debate sobre el “narcoterrorismo”, avivado por líderes políticos y medios periodísticos, dentro y fuera de México.
La primera vez que se habló de terrorismo ligado al narcotráfico fue en septiembre de 2008, tras el atendado con granadas de La Familia Michoacana contra la población de Morelia, reunida en la Plaza Melchor Ocampo para el grito de la Independencia, el cual dejó un saldo de ocho personas muertas y un centenar de heridos. El gobernador de Michoacán, Leonel Godoy, intelectuales como Carlos Montemayor o el entonces Secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, calificaron lo sucedido como “acto terrorista”.
En efecto, más allá de si encajan en el tipo legal o si las conductas son perseguidas así por las fiscalías, ciertos ataques que hemos visto en México podrían clasificarse como actos o usos del terrorismo. Por ejemplo, según autores como Paul Pillar, quien, pese a o debido a sus transcursos en la CIA y la academia norteamericana, lúcidamente define el terrorismo como “violencia premeditada, políticamente motivada y perpetrada contra objetivos no combatientes por grupos subnacionales o agentes clandestinos, normalmente con la intención de atemorizar a la población”.
En otros casos, actos como coches bomba, el atentado en el casino Royale de Monterrey en 2011, los ataques de Playa del Carmen y Cancún en el 2017 contra un festival musical e instalaciones de la fiscalía local, o la explosión de un barco el 21 de febrero del 2018 en Playa del Carmen, hasta el día de hoy no se han podido identificar como terrorismo internacional ni doméstico, aunque varios actores de inmediato se apuraron a definirlos así.
Según el portal El Orden Mundial, “El narcoterrorismo es la combinación de terrorismo y narcotráfico. Se produce cuando los cárteles de la droga adoptan prácticas terroristas o cuando las organizaciones terroristas recurren al narcotráfico para financiarse, lo que no es infrecuente”, además de que “el concepto también se refiere a la colaboración entre ambos tipos de organizaciones criminales”. Si bien este último tipo de colaboración no parece existir en México, quizás la primera parte de la definición podría aplicar en ciertos casos de atentados de grupos criminales en México que se dirigieron contra la población civil, fueron indiscriminados y premeditados, pero en donde no siempre sería fácil encontrar una motivación exquisitamente política de fondo y, menos, una eventual finalidad antisistémica o subversiva del orden establecido, como sí tienen generalmente las organizaciones terroristas.
Es cierto que en algunos casos los ataques de este tipo se dan el contexto de cambios políticos y para influir a través del miedo en decisiones del nivel local o estatal y, entonces, tienen varios rasgos del terrorismo, pero igualmente han sido pocos los casos en que esto ha podido demostrarse cabalmente y en que no fueran mezclados intereses económicos prevalentes en el grupo criminal con intentos de condicionar la política.
A la hora de usar o abusar de esta categoría, recordemos que es un sueño perenne de Donald Trump hacer que los grupos delincuenciales mexicanos sean calificados como “terroristas”, aunque no tengan finalidades políticas directas o de subversión de las estructuras del Estado y sólo esporádicamente utilicen técnicas o atentados terroristas, que ni reivindican públicamente. De esta manera, abusando del término como suelen hacer en Estados Unidos, se justificaría de una vez por todas la posibilidad de intervención, incluso armada, del vecino del norte en México, como ya ha sucedido en varios otros países del mundo. Así que cuidado con el narcoterrorismo.