De película

La calle del Turco

Por Édgar Velasco / @Turcoviejo

Nos sentamos en la sala de cine sin más información que “es una película de terror” y “dicen que está muy buena”. Cuando salimos de la sala, yo no sabía si había sido una película de terror, pero sí tenía la certeza de que estaba muy buena. Estoy hablando de La sustancia, la película protagonizada por Demi Moore y Margaret Qualley que tanto ha dado de qué hablar en las semanas recientes, una cinta que lleva al público a los extremos: o la consideran una genialidad o la consideran deleznable, pero una cosa es cierta: nadie que la haya visto queda indiferente.

A estas alturas seguro están familiarizades con la premisa: una famosa actriz de Hollywood, ganadora del Oscar, con su estrella en el paseo de la fama, ahora es la protagonista de un programa de ejercicios por televisión. O era: ha envejecido y la van a reemplazar por una mujer más joven. Luego de un accidente de auto, un enfermero le abre las puertas para alcanzar una mejor versión de sí misma: sólo tiene que inyectarse una sustancia y seguir al pie de la letra las indicaciones, cosa esta última que por supuesto no hace. A partir de ahí todo se va torciendo de maneras cada vez más extravagantes, hasta alcanzar un clímax que trasciende el terror para convertirse en comedia incómoda. En la sala donde estábamos cinco personas se salieron durante la proyección.

La sustancia es un licuado, casi literalmente: es como meter en una licuadora a Dorian Gray, al doctor Jekyll y a mr. Hyde, a Carrie, al Hombre Elefante, a la Cosa, a Alien, a La Mosca y se les adereza con la mirada de Kubric. Los homenajes y guiños y referencias se suceden uno tras otro de manera sutil y también descarada, eso es lo de menos. Es, también, una ruda reflexión sobre la gerascofobia, la misoginia y el libre albedrío. Es un drama llevado hasta la farsa. Es una reflexión sobre la edad, claro, es el mensaje más obvio, pero también es una ruda invitación para detenerse frente al espejo y darse cuenta de cuanto desprecio puede uno sentir por sí mismo. Es una reflexión sobre qué estamos dispuestos a hacer para estar satisfechos con la imagen que nos devuelve el espejo. Y hasta donde somos capaces de llegar para lograrlo.

Nos sentamos en la sala de cine sin más información que “dicen que es un musical” y “dicen es un bodrio”. Joker: Folie á Deux llegó a las salas de cine con su etiqueta de secuela no pedida y con, quizá, una cantidad desorbitada de expectativas, mismas que defraudó cabalmente. Defraudó, claro, a todos aquellos que ya habían filmado su propia película en su cabeza y se encontraron una cosa completamente diferente: sí, en la película cantan, obviamente, pero las canciones están plenamente justificadas a partir de la evasión mental de Arthur Fleck, su protagonista. Pudo ser más corta, sí, y quizá el ritmo irregular de la cinta hace que se sienta todavía más larga, pero las actuaciones de Joaquin Phoenix y Lady Gaga no desmerecen un solo minuto. Eso sí, creo que podían haber explotado más al personaje de Harley Queen, pero también creo que cumple con el perfil de la historia que se había planteado desde la primera película —que, por cierto, tampoco le había gustado a la gente que hoy se queja tanto de la segunda parte, pero parece que ya se les olvidó.

Estoy convencido de que Joker: Folie á Deux ha recibido un odio injustificado de parte de gente a la que le salieron ronchas con sólo escuchar o leer la palabra musical y que se han dedicado a replicar un discurso de odio que tiene como blanco principal a Lady Gaga. 

Bien vista, es una película que es consistente con el universo planteado desde la primera entrega. Y también me parece que es una película que se profetiza a sí misma: en la pantalla somos testigos de cómo Arthur Fleck se desmarca del personaje del Joker y, al hacerlo, decepciona a toda su fanaticada, Lee Quinzel en primer lugar, tal y como la película decepcionó a una buena parte de espectadores que esperaba ver en acción al Príncipe Payaso del Crimen y en su lugar sólo vio la lucha interior de un enfermo mental, premisa que, oh, sorpresa, estaba planteada de manera muy clara, repito, desde la primera película. Creo que es una reflexión sobre qué estamos dispuestos a hacer, o no, para cumplir con las expectativas de las otras personas, y qué tan dispuestos estamos a asumir las consecuencias de nuestra elección.

Películas como La sustancia y Joker: Folie á Deux, resultan imprescindibles por los temas que exponen, sí, pero también por los debates que provocan. Su polarizada recepción es un botón de muestra de cuán renuentes estamos a ponernos delante de algo que confronte nuestras concepciones estéticas y se salga de lo convencional, por una parte, y qué tanto estamos dispuestos a abandonar nuestros prejuicios y nuestras expectativas. Me atrevo a escribir que películas como estas ocurren en tres momentos: el primero, cuando las vemos; el segundo, cuando contamos nuestra versión de ellas; el tercero, cuando escuchamos la versión de otras personas y la confrontamos con la nuestra. Esto exige de nuestra parte apertura para ver la película, generar nuestra opinión y, finalmente, escuchar la de las otras personas.

Pero últimamente no nos gusta mucho escuchar.

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La calle del Turco
La calle del Turco
Édgar Velasco Reprobó el curso propedéutico de Patafísica y eso lo ha llevado a trabajar como reportero, editor y colaborador freelance en diferentes medios. Actualmente es coeditor de la revista Magis. Es autor de los libros Fe de erratas (Paraíso Perdido, 2018), Ciudad y otros relatos (PP, 2014) y de la plaquette Eutanasia (PP, 2013). «La calle del Turco» se ha publicado en los diarios Público-Milenio y El Diario NTR Guadalajara.

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