La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
Había empezado este texto anotando algunas ideas al vuelo sobre las reacciones que han provocado los contenidos de la nueva edición de los libros de texto gratuitos para educación básica que la Secretaría de Educación Pública (SEP) implementará a partir del ciclo escolar que está por comenzar y que forman parte de la llamada Nueva Escuela Mexicana.
Mientras intentaba ordenar esas ideas pasaron dos cosas: la primera, me descubrí perdido en el mar de reacciones que han provocado los volúmenes, tanto de sus detractores como de los defensores de la cuatroté. En ese maremágnum de opiniones han comenzado a surgir algunas voces que han puesto en relieve las cosas positivas que tienen los libros, que las tienen, como también los errores metodológicos, gazapos y sesgos ideológicos que se incluyen en las páginas que, hay que decirlo, siempre han estado presentes en los libros de texto gratuitos. En todo caso, creo, el análisis profundo debería estar no en los libros, o no sólo, sino en el modelo de la Nueva Escuela Mexicana, que algunas personas ven con buenos ojos aunque también se ha dicho que si bien en la teoría es un buen esquema, la puesta en práctica va a resultar muy complicada, por decir lo menos. Quiero pensar que este análisis vendrá después, cuando se nos baje la fiebre provocada por “el virus del comunismo”, Javier Alatorre, dixit.
En esas andaba mi cabeza cuando pasó la segunda de las cosas: mis ojos se posaron en el lomo de una de mis novelas favoritas: La naranja mecánica, de Anthony Burgess, y caí en cuenta de que el año pasado se cumplieron 60 años de su publicación. Y entonces dejé de rascarme el rasudoque.
La naranja mecánica apareció por primera vez en 1962 y, contrario a lo que podría pensarse por el éxito y los alcances que tuvo —sobre todo a partir de su adaptación cinematográfica a manos de Stanley Kubrick—, no fue la obra más querida de Burgess. En una nota publicada para una reedición, el escritor y músico escribió: «De buena gana la repudiaría por diferentes razones, pero eso no está permitido. (…) Es altamente probable que sobreviva, mientras que otras obras mías que valoro más muerden el polvo».
Por si alguien no la conociera, voy a tratar de resumir la novela lo más brevemente posible: La naranja mecánica cuenta la historia de Alex DeLarge, líder de un cuarteto que se dedica a practicar la ultraviolencia y el viejo unodós-unodós en lugar de rabotar. Un día las cosas se salen de control, Alex ubiva a una ptitsa, es abandonado por sus drugos y va a parar a la cárcel, donde se anota como candidato para probar en él la Técnica de Ludovico, un experimento que tenía por objetivo reprogramar física y mentalmente a los málchicos para que se vieran imposibilitados a elegir la violencia a partir de la anulación del libre albedrío.
Cuando el condicionamiento se completa, DeLarge sale de la cárcel y termina en manos de unos opositores del régimen que le hacen ver que las personas deben tener la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. Una vez más, es usado como conejillo de Indias: los activistas, uno de los cuales resulta ser esposo de la débochca que Alex había matado, lo orillan a suicidarse: brinca de un edificio, pero no snufa. El golpazo hace que Alex recupere sus instintos violentos, todo esto al ritmo de la novena sinfonía de Beethoven. «Sí, yo ya estaba curado», dice el protagonista.
Ahí termina la película de Stanley Kubrick, pero no la historia. La nota que mencioné arriba la escribió Anthony Burguess para una reedición de la novela que se puso a circular en 1986 y que incluía el capítulo 21, que hasta ese entonces no se había publicado en Estados Unidos. Burgess explica que su novela está estructurada en tres partes con siete capítulos cada una, en los cuales se narra el viaje del protagonista hasta su crecimiento y búsqueda de un futuro distinto a lo que había vivido. Cuenta el autor:
«En el vigésimo capítulo no hay ningún indicio de este cambio. El chico es condicionado y luego descondicionado y contempla con júbilo la recuperación de una voluntad libre y violenta. (…) El capítulo 21 concede a la novela una cualidad de ficción genuina, un arte asentado sobre el principio de que los seres humanos cambian. (…) Pero mi editor de Nueva York veía mi vigésimo primer capítulo como una traición».
¿Qué ocurre en el capítulo 21? Luego de organizar una nueva pandilla, Alex DeLarge se descubre hastiado de la vida que ha llevado hasta ese momento y concluye que es mejor emplear la energía en la construcción que en la destrucción. «Al final de esta historia, ya no soy joven, ya no. Alex ha crecido, oh sí», dice el viejo drugo.
No fue casualidad que La naranja mecánica viniera a mi mente así de pronto. Me anduvo rondando la cabeza desde el día que vi la portentosa nueva película de Christopher Nolan, Oppenheimer. Además de las grandes actuaciones del elenco y la genialidad de la producción, una de las cosas que más llamó mi atención fue caer en cuenta de que Robert Oppenheimer fue juzgado y sometido al descrédito por cambiar de opinión. Su cambio de postura respecto a las armas nucleares, luego de inventar la bomba atómica, fue visto con malos ojos y le atrajo una animadversión que se vio alimentada por las sospechas que provocaba su cercanía con personas y causas de orientación comunista —ah, “el virus del comunismo”, Javier—. Tanto en el caso de Oppenheimer como en el de Alex DeLarge, pareciera que está prohibido cambiar de opinión, de ideas, de forma de ver la vida. Como si las personas fueran productos terminados para quienes los cambios —de pensar, de actuar, de sentir— están vedados.
Creo que una de las razones por las que me gusta La naranja mecánica es por su reflexión sobre el libre albedrío. En uno de sus monólogos, el protagonista dice:
«Pero, hermanos, este morderse las uñas acerca de la causa de la maldad es lo que me da verdadera risa. No les preocupa saber cuál es la causa de la bondad, y entonces, ¿por qué quieren averiguar el otro asunto? Si los liudos son buenos es porque les gusta, y ni se me ocurriría interferir en sus placeres, así que lo mismo deberían hacer en el otro negocio. Y yo soy cliente del otro negocio (…) Lo que hago, lo hago porque me gusta».
Y que no se me malinterprete: no me interesan los discursos moralinos. Simplemente me gusta pensar que podemos elegir. Y que podemos cambiar de opinión. Y preguntarnos, como Alex DeLarge: «¿Y ahora qué pasa, eh?».