La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
La entrega de hoy es, de alguna manera, una continuación del hilo de pensamientos a los que les he estado dando vueltas desde la semana pasada.
No hay nada peor que un político que ha perdido el control del relato.
A lo largo de estos cuatro años hemos visto cómo López Obrador ha intentado llevar la batuta de la conversación imponiendo agenda todos los días desde primera hora de la mañana. Y hemos visto también qué ocurre cuando, a pesar de sus esfuerzos, le arrebatan la conversación: hace unos meses fuimos testigos de sus desfiguros cuando Loret de Mola dio a conocer el asunto de la casa de su hijo en Houston y en estos días hemos podido presenciar cómo, ante el madrazo de la realidad, arremetió contra los curas católicos para acusarlos de haber guardado silencio en el pasado y reprocharles que ahora le exijan un cambio en su estrategia de seguridad, luego del asesinato de dos sacerdotes jesuitas en la sierra Tarahumara.
Lo mismo pasa acá en Jalisco. Desde su llegada al gobierno estatal, Enrique Alfaro ha hecho hasta lo imposible por imponer un relato bravucón del que es protagonista y héroe. El gobierno de Jalisco ha pagado cantidades indecentes de dinero para transmitir el mensaje de que es necesario defender a Jalisco. ¿De qué? De lo que sea que se le ocurra al titular del Ejecutivo: de la federación, del coronavirus, de los “políticos de siempre”, de los medios de comunicación, de los sótanos del poder, del grupo que, dice, controla a la UdeG. Haciendo uso de su aparato de comunicación digital, el gobernador alimenta a sus enemigos imaginarios y se mantiene lo suficientemente ocupado para evadir las realidades que aquejan a les habitantes del estado.
Curiosamente, al igual que ocurre con López Obrador —a quien tanto detesta y al que tanto imita—, esta semana la bravata principal de Alfaro fue contra clero, personificado en el cardenal Francisco Robles, luego de que éste declarara que había sido detenido en un retén del crimen organizado. Ni tardo ni perezoso el gobernador salió a acusar al cura de mentiroso y después, siguiendo su libreto al pie de la letra, se lanzó contra El Informador por publicar una portada en la que se habla de los puntos inseguros en las carreteras del estado.
Tanto López Obrador como Alfaro Ramírez han hecho hasta lo imposible por colocar sus narrativas en el ideario colectivo. El primero, como una estrategia para anular a sus críticos acusándolos de “conservadores” y de estar en contra “del movimiento”. Para el pensamiento maniqueo del presidente no hay puntos intermedios: sólo entiende la lógica de la fe ciega, porque cualquier cuestionamiento es ataque. Y nada vende mejor que la figura de la vístima. Cuatro años después sigue sacándole dividendos a la idea de que le dejaron un país en ruinas, pero se le olvida que durante 12 años se encargó de repetir a los cuatro vientos y en cada uno de los puntos más recónditos del país que él tenía la solución. No la tuvo, ciertamente, pero se hizo del discurso perfecto para no dar resultados: esto está jodido porque así me lo encontré, qué quieren que haga; todos están en mi contra, pobre de mí.
Por otra parte, Enrique Alfaro comenzó convirtiendo a Jalisco, esa abstracción, en un personaje pusilánime que debe ser defendido de todo y a como dé lugar. Un viejo dicho afirma que la mejor defensa es el ataque, y el gobernador es especialista en eso. Es el lenguaje que mejor domina porque es el único que conoce. Todo en sus mensajes es confrontativo: defender a Jalisco, dañar a Jalisco; dar la cara de frente, luchar sin tregua. Al igual que López Obrador, en su discurso Enrique Alfaro tampoco acepta réplicas: si alguien le cuestiona, automáticamente se convierte en enemigo, así sea familiar de persona desaparecida, víctima de inseguridad, cura o medio de comunicación. Cuestionar su dicho es sinónimo de querer dañar a Jalisco. El estado soy yo.
Como escribía la semana pasada, luego de cuatro años ya es posible hablar de un estrepitoso fracaso de los gobiernos federal y estatal. Pero, a pesar de lo evidente, ni López Obrador ni Alfaro Ramírez van a cambiar su letanía.
Pero la ciudadanía sí que puede hacerlo. Para ejemplo, el trabajo que han venido realizando las familias que tienen a personas desparecidas. Contra una narrativa que insiste en afirmar que aquí todo está muy bien, los carteles de búsqueda son el recordatorio permanente de que estamos en medio de una crisis que está lejos de quedar solucionada; si el gobernador afirma que no hay una instrucción para retirar las fichas de búsqueda de la vía pública, nada mejor que un video de policías estatales in fraganti retirando papeletas de un poste. ¿Resultado? Enrique Alfaro y Juan Bosco Pacheco, gobernador y secretario de Seguridad, mostrando su verdadera opinión ante la crisis: el primero, diciendo que no ve nada de malo en la acción de los policías; el segundo, acusando a los familiares de hacer “propaganda”. Una vez despojados del discurso, es posible verlos sin máscaras. Porque no hay nada peor que un político que ha sido despojado del hilo del relato.
Cada vez se vuelve más urgente cambiar de discurso. Contra las ideas maniqueas y confrontativas que se ven alimentadas por la autoridad, es necesario construir una contranarrativa que apueste por la crítica y el diálogo, el debate y la discusión; que vea el intercambio de las ideas como una oportunidad para construir, no como un ataque o una confrontación. Una contranarrativa que apueste por la conciliación y que deje de lado, para empezar, toda la terminología bélica que se nos ha vuelto tan común.
En eso es en lo que hay que trabajar.
Qué años tan indigestos para ser jaliscienses: atrapados entre AMLO y Alfaro.