Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @I_gonzaleza
Hoy escribo desde la desesperanza. Tengo a la mano el más reciente informe del Comité contra la Desaparición Forzada —ojo: un órgano de las Naciones Unidas— en el cual se exponen los resultados de la última visita que realizó este organismo a nuestro país. Con base en datos oficiales y diversas fuentes, en dicho informe se esboza un escenario que resulta, cuando menos, ominoso para el presente y funesto para el futuro. Esto es así porque el documento pone de relieve la magnitud de una tragedia dolorosa: hoy hay casi 100 mil personas desaparecidas en todo el territorio nacional, lo cual, de suyo, es ya una catástrofe.
No obstante, la evidencia recopilada en el documento mencionado deja claro que entre el 2006 y el 2021 el crecimiento de la cantidad de personas cuyo paradero se desconoce ha sido exponencial, ya que esta cifra prácticamente se duplicó en poco más de una década. Como es sabido, este flagelo tiene un fuerte componente masculino (en otras palabras, la mayor parte de quienes desaparecen son hombres de entre 15 y 40 años).
Sin embargo, en fechas recientes, a esta tendencia se le agrega una todavía más escalofriante: la creciente desaparición de niños y niñas a edades cada vez más tempranas (desde los 12 años). Así, la distribución de este flagelo abarca ya a mujeres, adolescentes, defensores de derechos humanos, ambientalistas, periodistas, en fin, gente como usted y como yo… Cien mil personas desaparecidas. Cien mil familias que desconocen el paradero de la gente a la que aman. Cien mil infiernos de incertidumbre y desesperación.
¿Y el Estado? Ausente: sin una política clara para la prevención y erradicación de las desapariciones forzadas. Criminal: con una participación creciente de agentes públicos (federales, estatales y municipales) en este delito. Omiso: sólo entre el 2 % y el 6 % de los casos son judicializados; y a nivel nacional se cuenta con sólo 36 sentencias. Así es: casi 100 mil desapariciones; y nada más treinta y seis sentencias. De ese tamaño es el pasmo institucional. En este punto no está de más señalar que Jalisco —junto con Chihuahua, Baja California, la CDMX, el Estado de México, y Nuevo León— se encuentra dentro de los estados en los que se concentra casi el 72 por ciento de las desapariciones que ocurren en el país.
Además, no hay que perder de vista que en nuestra entidad desaparece una mujer cada 29 horas; y que también aquí se cuenta con uno de los más vergonzosos ejemplos de otro agravios: la crisis forense, la cual revela que buena parte del territorio nacional se ha convertido en una fosa clandestina: según el citado informe, a nivel nacional hay cerca de 52 mil personas en centros de resguardo forense que permanecen sin identificar. Lo anterior se debe, entre otros factores, a serias deficiencias en materia de capacidades institucionales e, incluso, de ausencia de voluntad política y de habilidades de gestión. Basta señalar que son pocos los estados que cuentan con fiscalías especializadas en esta materia; y cuando las hay su trabajo deja mucho que desear.
En fin, toda esta dolorosa contabilidad de lo macabro no puede entenderse sino a través de un entramado institucional cómplice, marcado por la corrupción y la impunidad. ¿Cómo si no? Una situación como la descrita en el informe citado no podría ocurrir si no es bajo el cobijo del aparato estatal. Esto es crucial porque, entre otras cosas, genera una especie de para-estructura que incentiva y reproduce la desaparición, que revictimiza a las víctimas, y que profundiza la desconfianza ciudadana en las instituciones que —se supone— deberían garantizar la seguridad y el bienestar de la población. Y en lugar de tomar nota y actuar con solvencia ante la crisis de violencia, nuestras autoridades —en todos los órdenes— se parapetan en un discurso intolerante que denosta, que busca arredrar, que ignora los señalamientos y que percibe las sugerencias como un ataque personal o como un complot en contra de un proyecto político. En fin, de verdad quisiera terminar esta columna con una nota optimista, con algún resquicio de luz en esta oscuridad que nos envuelve.
Pero lo siento.
No la encuentro.
Hoy, como decía al principio, me habita la desesperanza.