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La lucha contra la gentrificación detonó un proceso de organización en San Francisquito que hoy, después de tantos años, construye la autonomía en el centro histórico de la capital queretana. La historia de este barrio es un ejemplo claro de que la autonomía y la comunalidad pueden ser realidad en las grandes urbes.
Texto y fotos: Alejandro Ruiz / Pie de Página
Antes, todo esto era una loma. Los antiguos otomíes que aquí habitaban la bautizaron como el Sangremal antes de que las huestes españolas llegaran a invadir esta tierra del bajío.
Para 1531, cuando los españoles llegaron, cuenta la leyenda, una cruenta batalla se libraba entre invasores y defensores. En este enfrentamiento, dice la historia, un extraño hecho apaciguó la guerra. Se dice que el señor Santiago descendió del cerro con una cruz resplandeciente que hizo que el pueblo otomí aceptara su “destino” colonizado.
En realidad hubo una matanza. Traiciones. Y, posteriormente, una sangrienta campaña de mestizaje y “desindianización”.
Pronto, y con el paso de los años, el Sangremal fue rebautizado como el barrio de San Francisquito. Esto por la capilla construida al interior del barrio, la cual se asemejaba a la de San Francisco, situada a no más de un kilómetro de distancia.
Ahora, el campo de batalla en épocas de los colonizadores se dividió conforme a las necesidades de la mano de obra, retratando las contradicciones de su época. Por un lado, donde los españoles decidieron asentarse, se bautizó como el centro histórico de la ciudad, o barrio de “La Cruz” (haciendo alusión al mito que acabó con la guerra).
A las orillas, donde los indios fueron relegados a vivir, se fundaron barrios que con el paso del tiempo conservarían un carácter popular. Entre ellos San Francisquito.
Pasaron los años, y otras guerras fueron y vinieron. El barrio, sin embargo, permaneció casi inmutable. Aunque el tiempo pasaba, en San Pancho parecía estacionarse. Sus tradiciones, por ende, seguían rigurosos calendarios. Sus habitantes seguían haciendo alabanzas, cantos y bailes. Las espadas se convirtieron en conchas; y la palabra se refugió en los cuarteles de las danzas.
Se dice que alguien que olvida su pasado está condenado a repetir los mismos errores. En San Francisquito lo saben muy bien, pues a pesar del violento proceso de olvido que se inauguró con la colonización; la memoria en San Pancho (como le dicen sus habitantes) se ha preservado.
La resistencia indígena de este barrio no puede separarse de la tradición conchera que por siglos ha albergado. San Francisquito es conocido entre los compadritos y comadritas (guardianes de las sagradas formas de la danza), como un lugar sagrado para sus tradiciones.
“Aquí en nuestro barrio hemos preservado la tradición. No hemos dejado que se pierda”, dice Miguel Martínez Cardona, capitán de la mesa de fundamento de don Atilano Aguilar.
Atilano fue el tatarabuelo de Miguel. Se dice, en la tradición oral, que, siglos atrás, el dirigente conchero enfrentó a los colonizadores para proteger la palabra y lo sagrado que se expresa en la tradición conchera.
“Aquí seguimos llevando la palabra de mi tatarabuelo don Atilano Aguilar. Él es dios”, agrega Miguel.
El compromiso no es un juego. Proteger y preservar las sagradas formas de la danza es de por vida. Hace dos años, Miguel, quien dirige la mesa conchera en su familia, encaró una nueva amenaza. Ahora no solo se trataba de organizar y realizar las festividades de su tradición (una tarea, por cierto, nada fácil). No, ahora Miguel tenía que defender su tradición, su barrio, de los intereses gubernamentales que la querían volver espectáculo para el turismo.
“La tradición no es espectáculo”, dice, indignado; pero con la frente en alto. Y por suerte, no estaba solo en su labor.
El barrio bravo
Un barrio fuera de tiempo en medio de una ciudad conservadora. Ese es San Francisquito.
Décadas atrás, durante el siglo XX, San Pancho no era muy distinto de cualquier barrio obrero del Bajío. Como ejemplo, la construcción de una fábrica de hilados y textiles en medio del barrio provocó que la vida comunitaria que devenía de la identidad indígena del territorio se fusionara con la forma de vida proletaria de la nueva clase trabajadora que ahí se empleaba.
Solidaridad, camaradería, comunidad, organización. Son algunos puntos a resaltar. Sin embargo, como en cualquier barrio popular de América Latina, la urbanización también acarreó estigmas, discriminación, pobreza y racismo.
Quizá, el más marcado pasó entre los años ochenta y noventa del siglo pasado. Al barrio se le creó una fama de bravura. Algunas pandillas estaban en la zona. El rock, el punk y la música estridente eran parte de su identidad. No eran blancas palomitas, pero tampoco temidos criminales como constantemente los etiquetaba la sociedad.
Este estigma no es espontáneo. Es producto de la antigua división entre indígenas y españoles que desde la fundación de la ciudad ha marcado la dinámica urbana de esta zona. Los pobres, los feos, los apestados viven aquí. Allá, los ricos, hijos de hacendados, descendientes españoles. El racismo también es una cuestión de clase.
Aunque esta época histórica pasó casi desapercibida. En realidad en el barrio, y particularmente en todas las “periferias” de la ciudad, se construyeron movimientos contraculturales diversos. Asimismo, las ideas de la época influyeron, de una u otra forma, en cómo se organizaba la clase trabajadora de la ciudad. Como ejemplo las y los obreros del “Paz y Trabajo”, el sindicato de la fábrica en el barrio. Uno de los más viejos de la zona del bajío.
En abril de 2007, estos obreros cambiarían el curso de la historia.
A la huelga compañeros
Morjail Kretzel es el patrón de la fábrica de hilados y textiles “Lanas Merino”; la misma que décadas atrás llegó al barrio de San Francisquito. Antes, tenía como nombre “San José de la montaña”. Los obreros de la fábrica lo recuerdan como alguien abusivo. Violaba los derechos de los trabajadores.
José Luis Rojas Hernández nació en el barrio. Su padre fue obrero en la fábrica. Él también. Al paso del tiempo, y después de los abusos patronales (recorte salarial, horarios fuera de la ley, robo de las cuotas del infonavit) decidió postular para ser secretario general del sindicato.
Él y su planilla ganaron. Y en 2006 emplazaron a una huelga en la fábrica. La huelga duró menos de un mes. Un año después, el sindicato que dirigía, apoyado con las bases obreras, volvió a emplazar a huelga que, hasta el día de hoy se mantiene.
Esta lucha, además de romper la supuesta paz laboral que reinaba en el bajío, abrió un camino para la concientización de la población. Al inicio, cuentan los obreros del Sindicato Paz y Trabajo, el barrio les cuestionaba su decisión. Después la entendieron.
“La verdad es que aquí la gente no nos hace nada, nos apoya; pero han pasado muchos años. Sabemos que están al pendiente de nosotros”, dijo en una entrevista que este reportero le hizo a José Luis Rojas en septiembre de 2018.
El juicio laboral siguió su curso; pero en 2017 un grupo de policías acompañados por abogados de la patronal y personal de la junta federal de conciliación y arbitraje intentaron desalojar la huelga.
La respuesta del barrio fue pronta. Vecinos y vecinas acudieron a ver qué era lo que pasaba; a expresar su apoyo. Inclusive se organizó un festival que llamaron “Resiste Paz y Trabajo”. El desalojo se detuvo; pero en ese momento, se abrió una coyuntura dentro del barrio. La pregunta que rondaba entre las calles era la misma ¿por qué los desalojan?
Comenzaron a realizarse juntas de calle. Los vecinos y vecinas comenzaban a discutir sus problemas cotidianos. La inseguridad, la falta de servicios de limpieza, el abandono. Pronto, la respuesta a sus interrogantes cobraban forma con un concepto, hasta ese momento, ajeno e incomprensible para la realidad del barrio: San Pancho estaba en peligro de gentrificarse.
Y así, comienza la organización popular.
La gentrificación en San Francisquito
En 2016, un par de meses antes del desalojo de los obreros, la empresaria María Asunción Aramburuzabala anunció la construcción del megadesarrollo inmobiliario Latitud Puerta La Victoria.
La Victoria era un proyecto que contemplaba vivienda residencial plus, a la par de una plaza comercial, justo frente al barrio de San Francisquito. Fue terminado en 2017.
A la par de este desarrollo (el cual acarreó largos días de cortes de luz y escasez de agua en el barrio, probablemente por las obras de construcción), la administración del entonces presidente municipal en la capital, Marcos Aguilar Vega, avanzaba en un proyecto de incentivar el turismo y el comercio en la zona del centro histórico.
Lo primero que hizo para su proyecto fue desalojar un tianguis popular en las inmediaciones de la Alameda Hidalgo, a unas cuantas cuadras del barrio. El desalojo fue por la noche, con un operativo de fuerza pública que dio como resultado a una persona detenida, el principal dirigente de los tianguistas, Pablo González Loyola.
Después, el alcalde anunció la instalación de parquímetros en el centro histórico. Grupos de comerciantes protestaron al respecto. Argumentaban que esto los desplazaba del centro y afectaba sus negocios. El proyecto fue controversial, y después de un tiempo de polémica, se canceló.
Una politización poco a poco
A la par que acontecía esto, en el barrio se fortalecía la organización popular. Las primeras reuniones no rebasaban los seis asistentes. Pero los eventos culturales y de concientización seguían convocando gente. Poco a poco entre los vecinos comenzaba a discutirse la gentrificación. Y también el barrio se politizaba poco a poco.
Para los vecinos, la historia de aquellos días estuvo marcada por aprendizajes. No fueron pocos los intentos por cooptar su movimiento. Deslegitimarlo. Hacerlo menos. Esto, sumado a una fuerte convicción de defender su barrio, su territorio, hizo que las y los vecinos organizados decidieran establecer una serie de principios que marcarían su horizonte: el apartidismo y la organización comunitaria.
De pronto, una nueva amenaza comenzó a identificarse en las reuniones vecinales, era la casa cultural Bema. Este era un proyecto de ex estudiantes del Tec de Monterrey impulsado en 2019, y al que los vecinos decidieron oponerse, pues estaban seguros que esta casa cultural en realidad era un proyecto gentrificador.
Los impulsores de Bema contaban con el apoyo de las instituciones gubernamentales y la iniciativa privada, y sostuvieron varias veces que su proyecto no tenía objetivos gentrificadores. En los hechos, sin embargo, la casa cultural no era accesible a la población, provocaba molestías entre quienes vivían ahí; y sobre todo, dejaba de lado las experiencias culturales y organizativas de la gente de San Francisquito, quienes a cada oportunidad les decían que no querían esa casa de cultura en su barrio. (Actualmente funciona como residencia artística.)
Nadie les consultó, y esa, en esencia, era su principal demanda.
Esta serie de actos fueron cohesionando y fortaleciendo la idea de defensa entre los vecinos organizados. Se declararon en una asamblea permanente, a la cual bautizaron: Asamblea en Defensa del Barrio de San Francisquito.
Un nuevo enemigo, sin embargo, aparecía en los periódicos locales y los planes gubernamentales. De nuevo, sin consultarles, la administración municipal, ahora a cargo del panista Luis Bernardo Nava, anunció la construcción de un Eje de transporte en las inmediaciones del barrio. La Asamblea en defensa del barrio reaccionó. Pasó a la ofensiva.
La lucha contra el eje vial
El proyecto del gobierno consistía en la implementación de un sistema de transporte que tumbaría árboles y monumentos históricos de la ciudad. Para el barrio, a la vez, representaba la división de su territorio sagrado, pues afectaba directamente la ruta que la tradición conchera seguía en sus festividades.
“A nosotros no nos consultaron, y el gobierno está acostumbrado a eso. Pero no vamos a permitir que el eje vial agreda nuestro territorio. La tradición no dejará que los malos gobernantes hagan estas acciones en contra de nuestra gente”, dijo Miguel Martínez en una entrevista con este reportero durante esos días.
Las mesas concheras habían decidido organizarse y participar en la defensa del barrio.
Pronto, algunas de ellas se integraron en la Asamblea permanente. Y en 2019 protagonizaron amplias manifestaciones, donde la fusión entre vecinos y danzantes concheros colmaron las calles del centro histórico de la ciudad.
En una solicitud de información promovida en aquellos años, este reportero pudo constatar que nunca existió un anteproyecto para realizar ese tipo de obras. Es decir, el Eje Vial era irregular; asimismo no se habían realizado consultas entre los vecinos de la zona, entre ellos quienes viven en San Francisquito.
El proyecto se echó atrás. La Asamblea había ganado. Esto avivó su lucha, y de 6 personas que se reunían en 2018, ahora se habían instalado juntas vecinales, y en las mesas concheras, que permanentemente decidían las acciones a tomar.
“Creemos que nuestro territorio está bajo amenaza. Es intolerable que los malos gobiernos no nos consulten. Somos indígenas, y el gobierno debe respetar nuestra autonomía y nuestra identidad. Queremos que nuestro barrio sea reconocido como una comunidad indígena urbana”, expresó Rafael Téllez durante esos años. Rafa (como le dicen en el barrio) es un danzante conchero que, motivado por la defensa del territorio, formó parte de aquellas luchas y la construcción de la Asamblea permanente.
Y así, las y los vecinos dejaron de resistir, para pasar a la ofensiva.
Hacia la construcción de la autonomía
Reuniones cada semana, en las calles, bajo el sol, bajo la sombra. Fueron épocas donde prácticamente cada día había algo qué hacer. Una proyección de cine. Un taller para niñas y niños. Faenas de trabajo. Jornadas de limpieza. Asambleas por doquier. En el barrio comenzaba a discutirse la autonomía.
Así, danzantes y vecinos empezaron a definir sus objetivos políticos. Otras mesas se acercaron, pues en el barrio, desde siglos atrás, coexiste la tradición conchera. Al cabo de meses, los objetivos quedaron claros, y ante la necesidad de organizar el territorio y ejercer, de facto, la autonomía, se definieron cuatro principios fundamentales: la defensa del territorio; la defensa de las tradiciones; la organización comunitaria (apartidista y desde abajo); y la seguridad.
Los alcances de la organización comunitaria no fueron menores. En plena pandemia, la estructura política que comenzó a nacer desde 2017 logró apoyar, autogestivamente, a muchos vecinos empobrecidos. Comedores comunitarios, centros de acopio y, sobre todo, la camaradería y fraternidad lograron sacar adelante a las y los vecinos.
Nuevos proyectos comenzaron a discutirse: un tianguis popular; una casa de cultura. Años más tarde, los proyectos se materializarían.
En septiembre de 2020, los frutos de la organización comenzaron a cosecharse. Fue en esa fecha, y en el marco de las festividades concheras que congregan a danzantes de todo el país en el barrio, cuando se anunció la creación de la Confederación Indígena del Barrio de San Francisquito.
En el barrio, con el apoyo de más de mil vecinas y vecinos y concheros se formalizó el autogobierno indígena. Ahora, tocaba la pelea burocrática frente a las autoridades gubernamentales que les piden a los pueblos indígenas una serie de requisitos para reconocerlos como lo que son. El barrio y su confederación lo hicieron.
A un año de autogobierno, el barrio se fortalece
La ruta ha sido desgastante. Hablar con la legislatura local. Con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI). Ninguno ha respondido a las demandas del barrio.
Tan solo la delegación del INAH en Querétaro ha reconocido la autoadscripción de los habitantes de San Francisquito como indígenas; así como su autogobierno.
“Queremos que nos reconozcan para que nos consulten sobre lo que quieren hacer en nuestro territorio. Ya frenamos una vez el eje vial, pero es necesario que nos reconozcan, porque eso somos, y vivimos nuestra autonomía”, dice Rafael Téllez.
Para Andrés Maldonado, representante de otra mesa conchera del barrio, este proceso permitirá asegurar los derechos colectivos de la comunidad. Asimismo, enfatiza en que es necesario romper la idea de que en las ciudades no existen comunidades indígenas.
“Aquí somos un claro ejemplo”, dice el danzante conchero.
A un año de decretar su autogobierno, en San Francisquito la autonomía se ha ido construyendo, paralelamente a los reconocimientos formales de las instituciones gubernamentales.
Como ejemplo, el tianguis cultural de la comunidad, donde cada quince días más de 30 vecinas y vecinos acuden a vender productos. Asimismo organizan actividades culturales y talleres. Todo, sin ningún apoyo gubernamental, sino producto de decisiones asamblearias donde cada quien expresa su opinión.
También, la creación de una casa cultural, llamada “Ngü Darimui” (casa del gran corazón) es otro ejemplo. Ahí, artistas del barrio dan talleres a las niñas y niños de San Francisquito. De igual forma, esto es un esfuerzo autogestionado desde la comunidad y sus recursos.
“Creemos que la autonomía es un hecho, y se construye a diario aquí en el barrio. Aquí somos autogobierno, y tienen que consultar a la comunidad antes de cualquier proyecto. Entre todas y todos hemos defendido al barrio durante mucho tiempo, en eso está nuestra legitimidad”, dijo un danzante conchero que integra la Confederación durante una asamblea general en febrero de 2022. Ahí, miles de concheros y vecinos volvieron a ratificar su proyecto organizativo y comunitario.
Hasta el momento, ni la Legislatura local, ni el INPI han respondido la solicitud de las y los vecinos de San Francisquito; quienes esperan que se haga a la brevedad.
En una de las alabanzas concheras, cantada por siglos, se plasma el horizonte de esta organización:
“Que florezcan nuestros pueblos, nuestras tradiciones”.
Hoy, en San Francisquito, el canto es flor, y la lucha es una parte cotidiana en su vida. La autonomía se construye, se realiza y se vive en pleno centro histórico de la capital queretana.
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Este texto se publicó originalmente en Pie de Página: