Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
No cabe duda que hoy la violencia se ha vuelto una condición intrínseca de nuestra existencia. De hecho, se perfila cada vez más como un componente central para la producción de la vida social. Más aún, en las últimas décadas la violencia se ha convertido en un doloroso flagelo para América Latina. Ello al grado de que algunas instituciones han calificado a la región como una de las más violentas del planeta. Esto es así porque aquí habita apenas el 8% de la población mundial, aunque también aquí se concentra el 37% de los homicidios a escala global. Hace menos de una década, esta cifra se traducía en 24 muertes violentas por cada 100 mil habitantes hasta nuestros días.
Lo anterior prácticamente triplica el parámetro de lo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) denomina como «violencia endémica», es decir, una tasa que tiene como máximo 10 homicidios por cada 100 mil habitantes. Y esta tendencia permanece. Queda claro, pues, que tanto la magnitud como la profundidad de la violencia son abrumadoras. Por si fuera poco, para el caso mexicano la dimensión violenta de la vida social se ha tornado un problema de salud pública, puesto que ya ha incidido de manera negativa en la esperanza de vida de la población.
Esta contabilidad macabra tiene detrás una estructura —una serie de engranajes— desde la que se instaura una especie de pedagogía, la cual invisibiliza lo violento y normaliza la muerte. Una maquinaria que no sólo ejerce un control sobre los cuerpos y decide acerca de las vidas que importan, sino que también aniquila y oblitera la propia condición humana. Habitamos una era rota en la que hemos transitado del biopoder a la necromáquina.
Por lo menos éste es uno de los argumentos que se exploran en el libro más reciente de Rossana Reguillo, una de las juvenólogas e investigadoras de la violencia más reconocidas a escala global. En Necromáquina. Cuando morir no es suficiente (NED, 2021), la autora recorre —desde una mirada etnográfica, cronística y ensayística que abarca desde el 2006 hasta hoy— las transformaciones que ha experimentado la naturaleza de lo violento en México. Mediante la articulación de una serie de coordenadas conceptuales, la autora se esfuerza por hacer inteligible el caos incierto de lo violento y comprender así lo que nos acontece. Para lograr lo anterior, en la obra se acude a la propia experiencia que ha tenido la autora en torno la investigación acerca de este flagelo y así se visibiliza la cada vez más urgente necesidad de hacer investigación comprometida con el porvenir.
De la mano de varios autores y autoras —entre los que destacan Derrida, Levinas, Cavarero, Agamben y Mbembe— Reguillo actualiza un conjunto de categorías y conceptos cruciales para comprender lo que acontece en sociedades como la nuestra; particularmente lo que sucede en un entorno atravesado por procesos de violencia y de crisis del entramado institucional.
De modo que para dar cuenta del poder que tiene lo que ella denomina como necromáquina, es decir, una especie de aparato que no sólo produce muerte, sino que postula procesos de socialización y construye modos de ser y estar en el mundo, la autora nos ofrece un conjunto de conceptos como el de «dispositivo abismal» (i. e. la cercanía cada vez más familiar de lo siniestro) o el de «rostridad» (i. e. el despojo violento de los rasgos identitarios, la deshumanización cruel y despiadada de los cuerpos). En fin, habitamos la era de la aniquilación absoluta del ser, en la que el horror se erige como una categoría central para entender nuestra contemporaneidad.
Con esto se articula un paisaje en el que se precisa pensar en tiempos forenses, es decir, un escenario en el que la violencia y la muerte se incorporan a lo cotidiano, al lenguaje del día a día, al sinsentido turbulento de lo incierto. Insisto: se intuye la emergencia de una pedagogía de la muerte que normaliza e invisibiliza lo violento. Una necromáquina.
En fin, la obra que presenta Reguillo explora con precisión casi quirúrgica la estructuración de lo violento en México, y el horizonte que ello le presenta a la juventud de este país. En este sentido, desde mi perspectiva, las contribuciones principales de esta obra radican tanto en su densidad metodológica y su solvencia teórico-conceptual; como en su acercamiento socioafectivo, empático, solidario, a una realidad sumamente dolorosa. Esto es fundamental en tiempos en los que el recrudecimiento de lo violento ha puesto al límite la vigencia del andamiaje institucional en nuestro país. Al mismo tiempo ha generado entre la sociedad tanto una sensación de vulnerabilidad e incertidumbre; como una oleada de indignación y de digna y justa rabia. Un abismo se abre frente a nosotros. Es el abismo de lo violento.
En el fondo hay un océano de interrogantes: ¿qué podemos hacer ante un horizonte que se presenta cuando menos como ominoso? ¿Cómo canalizar la desesperanza y el desasosiego? ¿Cómo hacemos para convertir este dolor en exigencia de justicia? Frente a la necromáquina existe siempre la posibilidad de la contramáquina, es decir, la producción de una nueva semiosis que desmonte la normalización de lo violento —Reguillo dixit—. Estemos juntos. Dialoguemos. Organicémonos. Recuperemos lo público. Reconstituyamos el tejido social. Lo único cierto en este mar de incertidumbre es que, a estas alturas, no podemos darnos el lujo de la inmovilidad y el silencio.
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