La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @turcoviejo
Desde que la autodenominada cuarta transformación llegó a la presidencia del país, la maroma se volvió deporte nacional: con ese término comenzó a nombrarse a la serie de recursos retóricos con los que las y los seguidores de Andrés Manuel López Obrador, y junto con él de todo el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), intentaban y siguen intentando explicar o justificar las incongruencias de un gobierno que llegó al poder disfrazado de izquierda pero que en la práctica coquetea con la derecha con singular contento. Ha de ser porque en México izquierda y derecha en realidad son la misma moneda.
Conforme ha pasado el tiempo, las piruetas que tienen que hacer los y las maromeras son cada vez más complicadas.(Aquí me permito abrir un paréntesis: resulta que en la jerga común la palabra maromero sirve para denominar al individuo que hace maromas, pero también a las larvas de los mosquitos que proliferan en el agua estancada y que pueden traer numerosas enfermedades si son ingeridos. No me parece una casualidad: podemos decir que el país tiene una infestación de maromeros la mar de nocivos.) En estos casi siete años, las y los maromeros han tenido mucho trabajo: han realizado complicadas piruetas para justificar lo mismo la militarización de la administración pública que la morenización de toda una pandilla de priístas de la peor calaña. Entre muchas otras linduras.
Desde hace un mes, las y los maromeros han estado bastante ocupados a raíz del redescubrimiento del rancho Izaguirre. Primero, estuvieron concentrados en desestimar el uso del concepto “campo de exterminio” para denominar el lugar donde se ha dicho que el crimen organizado estuvo reclutando, entrenando y matando personas sin que ninguna autoridad de ningún orden de gobierno se diera cuenta (risas grabadas).
Con una destreza que envidiaría cualquier medallista olímpico, primero buscaron desestimar el uso del concepto exterminio; después, cuando el tema fue la calcinación de cuerpos, enfocaron todos sus esfuerzos en dejar claro que eso era imposible porque, vamos, clarito se veía que en el rancho no había hornos ni chimeneas. En el colmo del absurdo, llegaron a decir que sí, había muchos zapatos y mucha ropa abandonada, pero que eso no era prueba de algo. Seguro se imaginaban que el rancho Izaguirre era una paca en medio de la nada.
Como la evidencia del rancho estaba a la vista de todos, entonces volcaron toda su ¿capacidad? argumentativa para perseguir, acusar y señalar a las familias buscadoras, con el objetivo de desprestigiarlas e invalidar la legitimidad de su reclamo. Una burda campaña de acusaciones inundó las redes sociales para declarar, y tratar de convencer a quien estuviera dispuesto a dejarse, que la verdadera víctima de las peores pesadillas que aquejan al país es la mal llamada cuarta transformación.
Como desde hace poco más de seis años, desde la conferencia matutina se dicta el discurso que el ejército maromero ha de replicar, no importa qué tan contradictorio sea. Hace un par de días escuchamos al fiscal Gertz Manero decir que en el rancho Izaguirre no había evidencia de que se hubieran realizado cremaciones… aunque sí había restos calcinados; también hemos escuchado decir que no era un lugar de exterminio… aunque sí se mató a un número indeterminado de personas. El discurso se repite, se postea, se replica y se editorializa en los medios oficialistas por más absurdo que sea.
Estos días las y los maromeros —institucionales e “independientes”— han andado muy alborotados luego de que el Comité sobre las Desapariciones Forzadas de la Organización de Naciones Unidas anunciara la apertura de un procedimiento para investigar el fenómeno de la desaparición forzada en México.
Desde la presidencia y luego a través de todos los canales habituales, se lanzaron contra el organismo internacional para repetir que en México no hay desapariciones forzadas. El argumento que se esgrime es que se considera desapariciones forzadas aquellas cometidas por el aparato del Estado, tan comunes en dictaduras como la Pinochet, en Chile, o la dictadura militar encabezada por Videla, en Argentina, por citar apenas dos ejemplos. “Aquí no hay deso”, dicen y repiten. No importa que haya muchos, muchísimos casos en los que se ha documentado y denunciado la participación de policías municipales y estatales, así como de elementos de la guardia nacional y de las fuerzas armadas. Seguro han de pensar que no cuentan porque lo hacen sin sacar provecho de su posición de poder y en sus horas libres. Qué pronto se les olvidaron a las y los maromeros aquellos días en que proclamaban a los cuatro vientos: “Fue el Estado”. ¿Pues qué creen? Sigue siendo, soretes.
Ahora bien, como les gusta clavarse en la textura, argumentan que la crisis que vive el país no cuenta como desaparición forzada porque no es realizada declaradamente por el Estado. Se les olvida, convenientemente, la figura de desaparición forzada a manos de particulares. Pero el Comité de la ONU ya les recordó que “las desapariciones forzadas son perpetradas ‘por un Estado o una organización política, o con su autorización, apoyo o aquiescencia’”. En un país donde el delito de desaparición tiene una impunidad de casi 100 por ciento, es posible afirmar que el Estado comete desaparición forzada por omisión o, peor, por complicidad. Aunque los maromeros sigan dando vueltas.
Sin embargo, no importa lo espectacular de las piruetas ni lo contradictorio de los argumentos; no importa cuánto se esfuercen por encontrar recovecos retóricos para lavarle la cara al gobierno y convertirlo en víctima; no importa cuántos matices semánticos quieran argüir para descalificar el uso de uno u otro término: en México hay 127,018 personas desaparecidas y más de 5 mil fosas clandestinas, además de una crisis forense. Y eso en cifras oficiales: la cifra negra debe ser más aterradora.
Contra esa realidad, no hay maroma que sirva. Por más vueltas que den.