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Por Eduardo Enrique Aguilar / Departamento de Ciencias Sociales /Universidad de Monterrey
Las fotos, los testimonios, las notas de prensa, los comunicados oficiales y los pronunciamientos de las autoridades son desgarradores y horrorosos. Sin duda, reflejan un nivel de brutalidad que supera incluso la ficción de Hollywood. Ya sabíamos que Jalisco —y todo México, en general— es una fosa común, pero los datos más recientes sobre el campo de entrenamiento del Cartel Jalisco Nueva Generación en el Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, añaden niveles de profundidad que antes solo podíamos especular. No es la primera vez que salen a la luz acontecimientos de esta magnitud: las matanzas colectivas y las desapariciones masivas ya han conmocionado antes a este país. Mientras escribo este texto, me siento devastado al recordar Tlatlaya, Ayotzinapa o San Fernando, lugares cuyos nombres han quedado grabados para siempre en la memoria colectiva como espacios de dolor. Ahora, a esa lista se suma Teuchitlán, un sitio que en mi juventud conocí y disfruté por su presa y las ruinas arqueológicas cercanas. Duele hasta los huesos pensar que esta demarcación se convirtió en escenario de desapariciones forzadas, secuestros, torturas, violaciones, asesinatos y cremaciones masivas.
Para abordar el horror que se nos presenta, necesitamos recurrir a todas las herramientas teóricas y conceptuales que el pensamiento crítico ha desarrollado. Ya está en marcha lo que Dawn Paley —en su trabajo sobre la desaparición forzada en Coahuila— denomina la política de la confusión. Este mecanismo, articulado desde el discurso oficial y replicado por los medios de comunicación, busca explicar la dilación del gobierno de Jalisco y la Fiscalía del Estado en investigar, documentar y armar los expedientes de los sucesos ocurridos allí. También pretende justificar la incapacidad para “encontrar” los crematorios y la inacción ante este hallazgo, al tiempo que abre narrativas alternativas para contrarrestar las que el gobierno federal y la Fiscalía General de la República comienzan a divulgar.
El llamado de Paley es fundamental: no podemos seguir siendo pasivos frente a estos mecanismos que, a través de la confusión planificada, obstaculizan los esfuerzos sociales, como los de los colectivos de buscadores que luchan por la justicia. Ante hechos tan atroces, es crucial centrarnos en entender la politización de las narrativas para desarmar estos mecanismos generadores de confusión. De lo contrario, su divulgación se vuelve funcional a lo que Rita Segato —en sus estudios sobre los feminicidios en Ciudad Juárez— ha denominado la pedagogía de la crueldad, cuya función es el control social y territorial. Las narrativas oficiales, al mostrar ciertas caras del “horror”, nos transmiten un mensaje claro: no salgas, no te muevas, no te quejes, obedece y sé un buen ciudadano. Aunque, paradójicamente, sabemos que muchas de las víctimas de desapariciones forzadas eran precisamente eso: buenos ciudadanos.
Prácticamente todos los estudios críticos sobre la violencia coinciden en que esta no solo se ha intensificado en los últimos tiempos, sino que responde a una lógica específica. No debemos seguir difundiendo simplificaciones como la pérdida de valores o la ruptura del tejido social. Más bien, la violencia cumple una función estratégica en este mundo cambiante asegurando ordenamientos sociales particulares. Como señala Daniel Inclán en su trabajo “La brutalidad utilitaria”, a mayor horror, mayor es la potencia del disciplinamiento social. Se generan narrativas cada vez más estridentes sobre “buenos y malos”, “héroes y villanos”, y se justifica la necesidad de más policías, más armamento, más ejército y más violencia. Se invierte en campañas publicitarias, comerciales de radio y televisión, y vallas panorámicas, todo ello para legitimar el aumento del presupuesto en seguridad y la militarización de la vida cotidiana, en detrimento de áreas como la educación, la salud y el bienestar social. Las palabras de Rossana Reguillo resuenan como un haz de luz en la oscuridad:
“Una de las principales características de las retóricas instaladas en torno a la seguridad es su rechazo a cualquier forma de disenso con respecto a las verdades que se erigen. De talante autoritario, estas ‘verdades’ suelen autoerigirse como proclamas universales a salvo de la crítica o de la prueba empírica. Adquieren el estatuto de ‘profecías’ que, al instalarse en el sentido común, comportan fuertes dosis de disciplinamiento social, en tanto que, de maneras ambiguas, el territorio en el que operan no admite argumentación. Por tanto, el resguardo y gestión de la (in)visibilización de las violencias es asunto clave para el mantenimiento del orden colapsado” (Reguillo, 2021: 47-48).
Sin embargo, la complejidad de lo que vivimos sigue siendo profunda. Entender la política de la confusión y el ordenamiento social a través de la violencia no es suficiente. El campo de entrenamiento de Teuchitlán, sus métodos de reclutamiento y el hacinamiento de personas relatado por los colectivos de buscadores son una muestra clara de que formamos parte de lo que se ha denominado guerra civil neoliberal. Aunque se dice que México está en guerra, no se especifica que no se trata de una guerra convencional. Su adjetivación como neoliberal indica que no es un conflicto internacional entre ejércitos, ni una guerra interna como la Guerra de Reforma o la guerra civil estadounidense. Tampoco es una guerra de individuos en la que “el hombre es un lobo para el hombre”, como en el mundo imaginario de Thomas Hobbes. Es, más bien, una guerra de múltiples frentes que, como señalan Dardot, Guéguen, Laval y Sauvetre en su estudio “La opción por la guerra civil”, tiene como meta imponer la dominación de las oligarquías a escala mundial. Este tipo de guerra civil es total: debilita los derechos sociales y étnicos, es conservadora y criminalizante. Sus estrategias diferenciadas se retroalimentan y promueven divisiones sociales que enfrentan a grupos entre sí, a diferencia de otras guerras que enfrentaban regímenes políticos o económicos claramente opuestos.
El narcotráfico, en este contexto, funciona como una empresa rentista que depende de mano de obra esclavizada y barata. Está articulado con autoridades locales, estatales y federales, entrelazado con fuerzas policiacas y militares, y conectado con grupos empresariales de diversos ámbitos: industriales, inmobiliarios, financieros y especuladores, muchos de los cuales mantienen vínculos con homólogos en otros países. Así, el campo de entrenamiento de Teuchitlán no debe entenderse como un hecho aislado, sino como un nodo interconectado dentro de una densa red que sostiene la guerra civil neoliberal. Sin duda, es necesario señalar a los culpables y generar espacios de justicia para las víctimas. Pero también es imprescindible desentrañar los hilos que tejen esta guerra civil neoliberal que vivimos en México.