Tufo

La calle del Turco

Por Édgar Velasco / @Turcoviejo

Bouquet es una palabra francesa que pasó al castellano como buqué. Cuando se la busca, el Diccionario de la lengua española la define como «Aroma de los vinos de buena calidad». ¿Por qué me puse a buscar la definición de buqué en el diccionario? Por asociación fonética: resulta que en estos días me aparecieron un par de publicaciones que tenían como protagonista a Bukele, Nayib Bukele, el presidente de El Salvador, y ya saben, en esas asociaciones caprichosas que hace la mente la palabra Bukele me llevó a buqué pero, contrario a lo que dice la página del diccionario, en este caso más que el aroma de un buen vino, la palabra trajo hasta minariz el rancio tufo del fascismo.

Aunque no estoy seguro de lograrlo, intentaré explicar mi punto.

El hallazgo del rancho Izaguirre en Teuchitlán ha venido acompañado de una serie de situaciones cada vez más enredosas y lamentables. A la inoperancia de las autoridades de los tres órdenes de gobierno —porque a estas alturas está claro que, por más que se esfuerce Gertz Manero en deslindarse, es un hecho que también la autoridad federal tiene su parte de responsabilidad—, se ha sumado una intensa campaña en redes sociales que busca desprestigiar la labor de las familias buscadoras, alimentado por un video en el que presuntos integrantes del crimen organizado fijan postura respecto del ya mencionado rancho, amén de las lastimosas declaraciones de Gerardo Fernández Noroña, quien hace unos días dijo: “Hay 200 zapatos ahí, sí, pero, ¿quién dice que esos zapatos son de personas desaparecidas, que lo que se viene contando es cierto?”.

El ruido que ha comenzado a envolver el caso del rancho Izaguirre se ha visto potenciado por cuentas que diariamente buscan vincular a las personas desaparecidas y a sus familiares con el crimen organizado, fortaleciendo una de las ideas más instaladas en el inconsciente colectivo: quienes desaparecieron fue “porque en algo andaban”. En el fondo de lo que se trata de insistir en que las y los desparecidos, así como sus familias, se merecen lo que les pasó.

Esta generalización me pone a pensar en dos cosas: una, que sí, es cierto que entre las miles de personas desaparecidas hay algunas que podrían estar ligadas al crimen organizado —y conociendo las dinámicas del reclutamiento forzado de las que hemos tenido conocimiento bien valdría la pena preguntarse qué tanto ese vínculo ha sido “voluntario”, como no se cansaba de repetir Enrique Alfaro—, pero seguramente hay muchísimas otras que no lo estaban y terminaron en esa lamentable situación; dos, que ni siquiera aquellos que sí tenían algún tipo de vínculo criminal merecen terminar sus días calcinado o enterrado en una fosa clandestina y sus familias sumidas en la más terrible desesperación.

Cuando se dan a conocer las atrocidades cometidas en el rancho Izaguirre y a lo largo y ancho de todo el territorio nacional, es fácil preguntarse: ¿por qué habrían de respetarse los derechos humanos de personas que despojaron de cualquier atisbo de humanidad a sus víctimas para vejarlas de formas horrorosas? Y resulta fácil cobijarse bajo el manto de la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente; el que a hierro mata, a hierro muere. Eso, repito, es lo más fácil. Pero no es lo mejor: apelar a una justicia basada en la venganza, me parece, es un camino que sólo conduce al laberinto de la barbarie. Aunque suene descabellado, la persona que ha cometido un crimen, cualquiera, tiene derecho al debido proceso y debe pagar las consecuencias de sus acciones luego de un juicio. Los problemas comienzan cuando la instancia encargada de impartir esa justicia, es decir el Estado, es ineficiente, lento e indolente o, mucho peor, está coludido con la delincuencia.

Escribirlo desde un escritorio es fácil, llevarlo a la práctica no lo es tanto. Me miro en el espejo y me pregunto yo que haría si algo parecido me pasara y no tengo respuestas. En un escenario así, la ecuanimidad debe ser lo primero que se pierde, especulo. Pero incluso las y los familiares de las personas desaparecidas han señalado que no buscan ni venganza ni desquite, muchas veces ni siquiera buscan culpables o castigo: lo único que quieren es dar con el paradero de sus seres queridos, como sea, estén vivos o muertos. Pero encontrarlos.

Y, sin embargo, abundan y se multiplican las voces que pugnan por la supresión de los derechos humanos de las personas que han cometido delitos. Y entre esas voces cobran fuerza y relevancia, y se vuelven peligrosamente atractivas, figuras como la de Nayib Bukele, el presidente de El Salvador, que atrajo los reflectores de la región por su agresiva política para combatir a las pandillas en aquel país, que se ha distinguido por detenciones arbitrarias, torturas, hacinamiento en las cárceles, malos tratos y violaciones la debido proceso de los detenidos. A pesar de lo tentadora que puede ser esta ruta, un informe de Amnistía Internacional publicado hace unos años es bastante claro: “Las víctimas de violencia por parte de pandillas merecen justicia de forma urgente, pero esta sólo se logra con investigaciones robustas y procesos justos que garanticen un debido proceso y una condena efectiva”. Ahí donde dice “pandillas” pueden ustedes poner “crimen organizado”.

No obstante, hay un buen número de biempensantes que salivan con la idea de tener un Bukele que “ponga orden”. Suspiran por él. Por ahí empiezan a aparecer comparaciones, poniéndole como ejemplo de alguien que “sí hace algo”, aunque ese algo sea institucionalizar la violación de los derechos humanos. Fingen no saber, aunque lo sepan perfectamente, que abrir esa puerta es peligroso porque, tarde o temprano, la frontera entre “buenos” y “malos” ciudadanos se va diluyendo y los abusos, aumentando.

Por ejemplo, ayer leí el caso de un inmigrante que huyó de Venezuela porque era perseguido, entró de forma regular a Estados Unidos, y hace unos días fue detenido por un agente del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) y deportado para hacer trabajos forzados en El Salvador. ¿Su delito? Cumplir con dos características que, según el agente, lo vinculaban con una pandilla: la primera, tener un tatuaje en el brazo (aunque el tatuaje era del Real Madrid, el equipo de fútbol); la segunda, haber posteado en sus redes sociales una foto en la que hacía señas características de una pandilla (la seña de los cuernitos asociada con el rock). Seguro sobran quienes digan que se lo merecía porque en algo andaba.

Creo estar convencido de que el camino de la pacificación y de la justicia va en dirección contraria, por más inspirador que les resulte a algunos Bukele, cuyo sello tiene el buqué, el aroma, el tufo rancio del fascismo.

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La calle del Turco
La calle del Turco
Édgar Velasco Reprobó el curso propedéutico de Patafísica y eso lo ha llevado a trabajar como reportero, editor y colaborador freelance en diferentes medios. Actualmente es coeditor de la revista Magis. Es autor de los libros Fe de erratas (Paraíso Perdido, 2018), Ciudad y otros relatos (PP, 2014) y de la plaquette Eutanasia (PP, 2013). «La calle del Turco» se ha publicado en los diarios Público-Milenio y El Diario NTR Guadalajara.

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