Arendt 2.0

Todo es lo que parece

Por Igor Israel González Aguirre / @I_gonzaleza (X)

“El objeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y la ficción (es decir, la realidad empírica) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento)”.
Hanna Arendt. Los orígenes del totalitarismo. 

 

The origins of totalitarianism fue publicado en 1951. Este es, sin duda, uno de los
trabajos más representativos de Hanna Arendt. La traigo a colación porque, en los últimos meses, tal vez por su ominoso carácter profético, las ideas de esta filósofa alemana han adquirido una visibilidad inusitada —por lo menos— en el plano de la conversación pública digital. Esto es así porque con dicha obra no solo se trazaron conceptualmente los contornos del totalitarismo del siglo XX. Además, la autora esbozó en su momento una advertencia extremadamente relevante para nuestro tiempo: la paradójica posibilidad de que el lobo del totalitarismo se disfrazara con el ropaje ovejuno de la democracia.

En un horizonte donde la desinformación se propaga como un virus y la clase política manipula el lenguaje como un arma, el borramiento de la frontera entre lo verdadero y lo falso se ha convertido en una de las estrategias cruciales de varios regímenes contemporáneos. Más aún, ha contribuido a la creciente legitimación de la tentación autoritaria que atraviesa al paisaje político de nuestro tiempo. El poder autoritario ya no requiere imponer una verdad única. Le resulta suficiente con diseminar múltiples “verdades” para que ninguna de estas pueda echar raíz. Desde luego, el epígrafe con el que se abre esta intervención no es gratuito. Alude, precisamente, al caldo de cultivo en el que poco a poco se fermenta este proceso y que, en el corto plazo, podría favorecer un mayor fortalecimiento de extremismos de toda índole. En entregas posteriores profundizaré en este aspecto. 

Por lo pronto, no debemos perder de vista que el totalitarismo clásico buscaba ejercer un control absoluto sobre los cuerpos. En cambio, su versión actualizada, aparentemente light por mediatizada, aspira, además, a colonizar las mentes. Si retrotraemos el pensamiento de Arendt al presente, podríamos afirmar que el peligro al que nos enfrentamos ya no reside solo en la represión violenta, característica de los regímenes anteriores asociados con el totalitarismo y con el autoritarismo. Más bien, el riesgo se sitúa hoy en la construcción de un horizonte donde lo verdadero y lo falso se entreveran en un mismo relato.

Hoy, gobiernos de cualquier denominación, color y tipo, han perfeccionado esta técnica: en lugar de solo censurar, inundan el espacio público con narrativas contradictorias y saturan los medios con versiones paralelas —incluso contradictorias— de la realidad: instauran la perplejidad como en un estado permanente y tienen como objetivo hacer irrelevante todo intento de disidencia. Al sembrar confusión, estos regímenes no solo desactivan la crítica y desincentivan la movilización. También fomentan la producción de una especie apatía cognitiva: si a estas alturas ya nada es verificable (o de plano, no importa que lo sea), todo se reduce ya sea a un acto de fe o a un acto de sumisión. O estás conmigo y crees a ultranza lo que te digo, o estás en mi contra y ya tú sabes

No cabe duda de que la incorporación de la variable tecno-digital a la producción de la vida social ha acelerado este proceso. La esperanza cuasi-habermasiana de que las redes sociales se convertirían en ágoras democráticas deliberativas se ha agotado. Hoy estas plataformas funcionan más bien como cámaras de eco donde algoritmos priorizan el engagement sobre la veracidad.

En consecuencia, hacen de la posverdad su lógica; la normalizan al grado de que lo verdadero se subordina a la opinión personal. Por supuesto, lo anterior implica no tanto que las personas crean activamente en una serie de mentiras. Más bien, asumen que la información a la que tenemos acceso es relativa, es interesada o, de plano, busca la manipulación y está sujeta a las dinámicas mercantiles de la oferta y de la demanda. Deviene mercancía. 

En fin, como decía más arriba, el legado de Arendt no constituye solo una advertencia profética. También se nos presenta como un espejo incómodo en el que nuestra imagen retorna deformada: en lo que bien podríamos denominar como la era de la desinformación algorítmica, el totalitarismo ya no necesita gulags ni campos de concentración. Le es suficiente saturar de narrativas múltiples y contradictorias para desincentivar toda posibilidad de discernimiento entre lo real y lo ficticio; entre el hecho y el relato; entre la noticia y la opinión.

Como dijera la propia Arendt: no hay pensamientos peligrosos. Lo que resulta realmente peligroso es el acto de pensar en sí. Así, cuando los hechos mueren, nacen los monstruos.  Nuestra tarea es evitar que salgan de las sombras —aseveraba la filósofa alemana—.

Sea, pues. 

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Igor I. González Doctor en ciencias sociales. Se especializa en en el estudio de la juventud, la cultura política y la violencia en Jalisco.

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