La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
Por ser el primer mes del calendario común, enero tiene ese engañoso tufo de esperanza. Flota en él ese aire de porvenir, de propósito, de futuro. Laura Sofía Rivero lo describe así:
«Mes de renovación y expectativa, nos hace confiar en la cándida asepsia de los inicios. Limpio como la mesa después de pasarle el trapo a conciencia, intacto como un cuaderno recién abierto, calmo como la avenida silenciosa al romper del alba: el año nuevo es una promesa».
Aunque ya han pasado dos semanas desde su inicio, todavía se mantiene esa sensación de que tenemos todos los caminos por delante. Los parques y los gimnasios todavía están llenos de propósitos de año nuevo. Quizá por eso, porque estamos justo en el principio, me cuesta trabajo ver este mes más bien como un final. La muerte debería descansar en enero.
Por curiosidad fui a buscar la raíz etimológica de Enero. Hay acuerdo en señalar que viene del latín ianaurius, que era el mes consagrado al dios Jano en la antigua Roma. Me sorprendió saber que Jano era el dios de los comienzos, sí, pero también de los finales. Aunque los romanos lo tenían claro, en estos tiempos cuando pensamos en enero no lo vemos como algo que termina. Y, sin embargo, ahí está, ha estado todo el tiempo: enero es también un final: un final en el principio.
«Enero se me está llenando de muertos», dijo mi padre mientras desayunábamos la semana pasada. Una hora antes habíamos recibido el mensaje en el que nos confirmaron que una de sus hermanas —mi tía, pues— había muerto. En distintos años, pero siempre en enero, murieron también otra de sus hermanas y su padre —mi abuelo, pues—.
Y así se van acumulando los lutos, las ausencias.
Nunca he sido aficionado a la música de Benito Martínez Ocasio, mejor y mucho más conocido por su nombre artístico: Bad Bunny. Su voz me desespera, tanto por lo engolado como por el exagerado e impostado acento pueltoliqueño. Por eso, cuando mis hijos me dijeron «Tienes que escuchar el nuevo disco de Bad Bunny», inmediatamente dije que no. Insistieron y dije que no. Uno de ellos insistió todavía más: «Dale chance», me dijo, y cedí. Maldita sea: salvando el obstáculo de la voz, me gustó el chingado disco por la diversidad de géneros y sonidos y estilos de los que echa mano el boricua. Y estoy seguro de que ya saben a dónde estoy yendo: me gustó mucho “Debí tirar más fotos”, canción que le da título al disco y que no sólo es inevitablemente pegajosa, sino que además está inundando las redes sociales con las apropiaciones que la gente está haciendo de ella en miles y miles de videos, a cuál más conmovedores.
No voy a decir que yo debí tirar más fotos con mi tía, aunque tal vez sí —y con mi otra tía y con mi abuelo y con mi abuela—. De haber podido, lo habría hecho: la distancia —vivía en Estados Unidos, junto con mis primos y la mayor parte de la familia de mi padre— impidieron que tuviéramos una relación cercana, al menos físicamente. Debí haberla visto tres o cuatro veces en mi vida. Su cercanía era muy otra y ocurría sobre todo a través de mi padre, a quien acompañamos ahora en su luto silencioso y poco expresivo.
Pero volviendo al tema de los duelos y la canción de Bad Bunny, me han resultado particularmente conmovedores los videos que tienen animales —sobretodo perros y gatos— como protagonistas. Es difícil explicar el luto que despierta la muerte de los animales de compañía. Ellos también se mueren. Y a veces también se mueren en enero.
Todas estas ideas rebotaban dentro de mi cabeza mientras pensaba en la colaboración con la que habría de comenzar el año en este espacio. Mientras debía pensar en comienzos, mi mente más bien estaba pensando en finales. Y ahora, para acabarla de chingar, no me puedo sacar de la cabeza la chingada canción de Bad Bunny: «Debí tirar más fotos las veces que pude…»
Que sea un buen año para todes. Y tiren fotos.
Comenzamos.