La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
Odio tener fiebre porque odio ser el tipo de persona que soy cuando tengo fiebre: cuanto más sube, más se van desactivando los filtros que me regulan y entonces empiezo a hablar sin parar, a balbucear, a maldecir, a decir en voz alta cuanta cosa me pasa por la cabeza, sin importar si estoy solo o acompañado. Me quejo, balbuceo, maldigo, me callo a mí mismo y me ignoro y vuelvo a hablar sin parar.
La semana pasada tuve fiebre, mucha. Luego de poner punto final a la colaboración pasada y enviarla, me fui a dormir. Amanecí con el cuerpo ligeramente cortado, pero nada para encender alerta alguna. Me tomé un par de pastillas confiado en que bastarían. Error: no bastaron: no habían dado las diez de la mañana cuando ya estaba yo tiritando de frío y sudando al mismo tiempo. A las once se me empezaron a entumir las manos y para las doce las uñas de los diez dedos tenían un coqueto y poco saludable tono violáceo claro. No podía dejar de temblar. Hacia las dos de la tarde, con casi media jornada laboral por delante y pendientes en los que no pude avanzar por tener los dedos entumidos y las uñas violáceas y el cuerpo tiritante, me tomé otra pastilla. La fiebre bajó ligeramente y pude entonces trabajar, pero a las cuatro de la tarde ya estaba igual. Verónica me recogió de la oficina para llevarme al médico. Todo el trayecto fue testiga de lo que ya les contaba arriba: sin filtros, hablé sin parar, balbuceé, maldije, me quejé, me disculpé, volví a maldecir, todo el camino, que fue largo: el viernes ya había hordas de gente dispuesta a sobrellevar el megacorte de agua comprando cosas en el mal llamado buen fin.
Para cuando llegué al médico, el termómetro marcó 39 grados. Primero pensé que era dengue, pero no era dengue. Luego pensé que podía ser covid, pero no fue covid. Pensé en influenza, en zika, en chikungunya. Pero sólo tenía fiebre y dolor de cabeza: no me dolía detrás de los ojos, ni las articulaciones; no tenía tos, ni flemas, ni mocos verdes. En última instancia pensé incluso en una posesión demoníaca, pero no podía girar el cuello 360 grados ni hablar lenguas muertas.
El veredicto, digo, el diagnóstico fue una incipiente infección de garganta/oído. Dos inyecciones para controlar la fiebre, tres dosis de antibiótico, ibuprofeno y a dormir. Viernes, sábado, domingo y lunes pasé las noches entre delirios febriles. Para el miércoles por la mañana todo regresó, relativamente, a su lugar.
Una vez que pasa el cuadro viral o bacteriano o cualquiera que haya sido la causa desencadenante de la fiebre, ya con los filtros puestos otra vez en su lugar y las nalgas pinchadas por las inyecciones, siempre me siento profundamente agradecido por los cariños y los cuidados recibidos.
Llegados a este punto del texto, la persona que haya leído hasta acá seguramente se está preguntando: ¿y que hago yo leyendo esta mala relatoría febril?
Pasa que ni en el momento más alto de la fiebre, ni en el más desbocado delirio, ni en la más calenturienta alucinación; en ningún instante de ese hablar incoherencias, de ese incesante repetir de maldiciones, de ese hablar babosadas sin filtro y sin ton ni son; en resumen, en ningún momento de esa diarrea verbal, esa incontinencia irrefrenable provocada por la alta temperatura, puede uno acercarse a la cantidad de tonterías que puede decir el gobernador Enrique Alfaro cada vez que se levanta por la mañana, se mira en el espejo y se dice a sí mismo: «Mi mismo, todos los días amanezco federalista, pero hoy exageré: vamoa sacar a Jalisco del pacto fiscal».
Después del patético autohomenaje disfrazado de informe de gobierno que se autoorganizó en el palenque de las Fiestas de Octubre, esta semana Alfaro ha vuelto a resucitar uno de los temas comodín de su administración: la salida de Jalisco del llamado pacto fiscal de la Federación, con el argumento de que el gobierno federal no le da “un trato justo” al estado que él juró defender.
Luego de seis años de gobierno y a dos semanas de que concluya su administración, ya todos sabemos —el gobernador mismo lo sabe— qué va a pasar con su bravata fiscal: nada.
En este punto, está más que comprobado que el alegato del pacto fiscal no es más que uno de los tantos recursos que ha usado Alfaro cada vez que quiere llamar la atención y hacer ruido, sabedor de que dicha alternativa es inviable: el estado no puede solventar su autonomía fiscal. Lo sabe bien él, lo saben bien los que se ponen con él para la foto, lo sabe bien su sucesor, Pablo Lemus, y lo sabe Clemente Castañeda, con su cara de compungido. Lo sabemos todos. Como cantaba La Sonora Santanera:
“Ya los locutores, lo saben, lo saben/ Y los periodistas, lo saben, lo saben/ Ya los ingenieros, lo saben, lo saben/ Todos los del Poli, lo saben, lo saben/ Ya todos los pumas, lo saben, lo saben/ Todos los rebeldes, lo saben, lo saben/ Los que están oyendo, lo saben, lo saben/ Los que me faltaron, lo saben, lo saben…”.
En este punto de su mandato, que vuelva a poner sobre la mesa la presunta salida de Jalisco del pacto fiscal parece una patada de ahogado de alguien que se ha venido dando cuenta de que nada le salió bien y de que lo que él veía como una prometedora trayectoria política esta a punto de quedarse sin camino: la jubilación en Tapalpa ya no se ve tan atractiva para quien había calculado llegar a diciembre despachando en Palacio Nacional. Y nadie lo toma en serio: ya varias voces han recordado el doble discurso del gobernador: bravucón en su casa y lambiscón en el lobby.
La semana pasada yo tuve fiebre y dije muchas necedades, pero ninguna comparada con las que dijo Alfaro esta semana presa de la fiebre del final de la administración. Y todavía quedan dos semanas.