Secreto a voces
Por Rafael Alfaro Izarraraz
Es muy simple. El debate acerca del uso de la semilla transgénica o su rechazo tiene que ver con la disputa que existe en el mundo, por lo menos desde el siglo pasado, en torno a quién controla la producción de semillas y de alimentos en el mundo: los campesinos independientes proclives hacia la agricultura tradicional y sus métodos de producción o las multinacionales dedicadas a la producción de semillas, alimentaria y vinculada la empresa de la biotecnología, la ingeniería genética y la tecnología transgénica. Detrás de la revolución biotecnológica ocurrida a finales del siglo pasado, están fundaciones como la Rockefeller que tiene laboratorios en todas partes del mundo, en la actualidad.
La producción agrícola campesina de semillas, animales y plantas, es parte de una cultura que choca con la semilla transgénica. El cultivo del maíz, por ejemplo, está vinculado a una cultura, la de la milpa en México y que tiene otros nombres en Latinoamérica y el Caribe. La milpa es el espacio en donde se lleva a cabo la vida cultural y milenaria de las comunidades. El maíz que es lo que más se siembra en México es, además, algo que se cultiva por tradición no por necesidad, aunque esto es evidente en algunos casos. La experiencia más importante de las multinacionales fue la Revolución Verde, que incrementó la alimentación y en un punto se estancó, con daños al medio ambiente irreversibles.
La milpa y el cultivo del maíz, es parte de un ciclo de vida cultural cristiano, vinculado a la tierra, la naturaleza, la llegada del día de San Isidro, las primeras lluvias, el cultivo y la vida y la muerte. La parcela es una reserva familiar que le da seguridad a quienes son despedidos de sus empleos. El elote se corta, la mazorca se desgrana y se guarda para soportar los meses que vienen y que no habrá cultivo de maíz. Esas reservas son tortillas de los meses que vienen. La planta de maíz se utiliza para el alimento de los animales, las semillas para aves, la hoja se vende a las familias productoras de tamales al interior de la comunidad. La semilla transgénica rompe con este ciclo vital de la comunidad campesina e indígena mexicana.
De esa disputa se deriva otro aspecto que es fundamental para las naciones, la dependencia o la independencia alimentaria. Indígenas y campesinos como núcleo social no pueden competir contra la empresa multinacional productora de semillas y alimentos, si no cuentan con la protección del Estado. En general, no poseen los recursos económicos con que sí cuentan las empresas multinacionales que operan en el mundo. Durante 36 años de neoliberalismo, los campesinos compitieron en condiciones adversas en la producción de semillas y alimentos orgánicos. Con la firma del TLC, en 1994, el campo fue sometido a una competencia desigual con los productos agrícolas de EU, no contó con financiamiento, salvo de aquellos productos agrícolas dirigidos al mercado mundial.
Lo anterior, en un contexto en el que el desarrollo de la ciencia y la tecnología a finales del siglo pasado da un salto éticamente difícil de acreditar como bueno: la modificación de semillas, animales y plantas en laboratorio, es decir, a través de la biotecnología. Con ello el eje de la producción, para las multinacionales, “cambia” de la tierra hacia el laboratorio y se inicia una “nueva época” en la que el capital trata establecer el control de la producción en el campo a través de los descubrimientos tecnológicos. Lo que implica un desplazamiento del sujeto histórico: el indígena y el campesino como productores autónomos de semillas y alimentos.
Cabe aclarar, que la modificación de semillas, plantas y animales siempre ha existido desde que los organismos vivos existen, condición que se ha acrecentado con la aparición del ser humano la vida sedentaria y el surgimiento de las primeras ciudades. El punto es que desde el surgimiento de la sociedad capitalista existe el interés del capital por penetrar la producción agrícola de alimentos, plantas y animales. Lo anterior, con la falsa narrativa de acabar con el hambre como si no existieran suficientes experiencias como para llegar a la conclusión de que el desarrollo no desemboca necesariamente en un progreso parejo de toda la población.
Para ello, han contado con los organismos internacionales que han dominado EU desde la posguerra, como son la ONU, la FAO, entre otros. Todas estas organizaciones, cuyo mantenimiento paga entre otros Estados Unidos, han avalado las políticas de la empresa multinacional en el campo y miran con buenos ojos el uso de la tecnología en la producción de semillas, plantas y alimentos porque, dicen, puede incrementar la producción en segmentos marginales de familias. Como si los expertos de esas organizaciones no supieran que lo primero que ocurre con el triunfo de la producción de transgénicos es la exclusión de los indígenas y pequeños productores campesinos de la producción de alimentos.
¿Qué es un transgénico? El descubrimiento del ADN de los organismos vivos y la evolución de la biotecnología, han permitido a través de la ingeniería genética, el poder combinar “genes” vivos producidos en laboratorio en semillas, animales y plantas. El fin es, por ejemplo, en el caso de las semillas, modificadas genéticamente y venderlas a los campesinos con el argumento de que estas semillas genéticamente modificadas, van a superar a las semillas que indígenas y campesinos han sometido a pruebas por miles de años en su vida comunitaria. Es la cultura de la empresa contra la cultura comunitaria y campesina.
Habrá que distinguir entre una semilla genéticamente modificada, en general, de una semilla transgénica. Todas las semillas, animales y plantas se han modificado a lo largo de la historia porque los indígenas y campesinos llevan realizando una selección durante millones de años. Una semilla modificada transgénica es una semilla con genes que forman parte de un proceso de laboratorio que pertenece a una empresa biotecnológica multinacional por medio de la ingeniería genética. Lo que buscan es convertir a la semilla en un producto resistente a las inclemencias de la naturaleza que se vive en el campo. Dicen las multinacionales que no se ha comprobado que los transgénicos provocan daños a los humanos.
Sin embargo, no es lo mismo una semilla modificada por indígenas y campesinos a una semilla transgénica y lo de la inocuidad de la semilla transgénica está en duda, por supuesto. La transgénica por polinización puede dañar el ambiente natural imprevisible. La primera vive la experiencia en directo, la segunda en un laboratorio, lo que marca una diferencia sustancial. Una semilla modificada transgénicamente trae un ADN resistente a plagas, maleza, resistente a cambios del clima, aunque en general todas ellas tienen como complemento el que al cultivarse se requiere de un paquete tecnológico compuesto por herbicidas, entre ellos el que todos conocemos como el glifosato.
El peligro que se corre, negado por la narrativa de estas empresas, es que cuando una persona consume productos derivados de semillas transgénicas no está consumiendo un producto como la que producen los cultivadores indígenas de la Sierra Negra de Puebla. Se consume una semilla transgénica (trans, que ha transitado a un tipo de genética distinta), por ejemplo, de maíz, que contiene un ADN creado en el laboratorio y modificado con el fin de que resiste sequías y las plagas, y ese gene es el que mujeres y hombres consumen (consumiría) en los granos de maíz de un simple elote. Ya no se consume una semilla cultivada en el laboratorio natural de las comunidades sino en el de las multinacionales.
Lo anterior, no se puede hacer con la producción transgénica, además de las razones tecnológicas por otras de tipo económico y cultural. Hace algunos años, publicó La Jornada, un grupo de científicos sociales hicieron experimentos con ratones a los que alimentaron con maíz transgénico, a un grupo; a otro, lo alimentaron con maíz producido de manera tradicional. Lo que observaron los científicos es que los ratones alimentados con maíz transgénico desarrollan cáncer en la piel luego del consumo del maíz. No pasó lo mismo con los otros ratones. Esta prueba parece que pasó desapercibida a los que participaron en el panel que recientemente perdió, dice Ebrard, México ante Estados Unidos.
Así como dicen las multinacionales que no existen pruebas que demuestran daños causados a la salud, creo que es importante mirar el tema como parte de nuestra cultura y la independencia alimentaria, amén de que igual no existen evidencias de que la cultura transgénica no vaya a terminar en una tragedia humana. Lo que hoy existe apunta a esto último.