La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
De la misma manera en que las impresoras huelen la prisa—seguro les ha pasado: justo cuando tienen que salir corriendo con esa hoja, la impresora se traba, o se pierde la conexión, o se termina el papel, o se acaba el cartucho de magenta y el aparato se niega a imprimir, aunque la impresión sea en blanco y negro—, así, de la misma manera, los autos huelen el dinero. Pienso en esto mientras espero en el andén del tren ligero porque me pasó eso que, estoy seguro, también les ha pasado: con el aguinaldo en el horizonte, el auto decidió que era buena idea ir al taller para una reparación mayor.
Pienso en esto, decía, mientras espero en el andén del tren ligero y entonces llega el convoy y no me puedo subir: es hora pico y dentro de los vagones del tren se pone en tela de juicio el principio de la impenetrabilidad, ese que según la física hace imposible que un cuerpo pueda ocupar al mismo tiempo el lugar de otro. Cuando por fin puedo subirme a un vagón, ahí dentro confirmo que sí es posible, y por asociación directa viene a mi mente una canción que empiezo a repetir dentro de mi cabeza: “Si bailas cachete con cachete, pechito con pechito y ombligo con ombligo… ¿y qué tal si juntamos todo lo demás, todo lo demás, todo lo demás?”. Spoiler: no es opcional.
Pienso en impresoras y en el auto y en cachetes y en pechitos y en ombligos porque cuando intento pensar en temas más importantes, no los alcanzo a comprender como quisiera. Por ejemplo, las reformas al Poder Judicial, la reforma de la supremacía constitucional, la extinción del Inai (¿se acuerdan cuando Peña Nieto dijo que las siglas del entonces Ifai eran por Instituto de Información y de Acceso a la Opinión Pública de toda la Información Disponible para la Ciudadanía desde el Gobierno? ¡Qué tiempos aquellos!), la reelección de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y un largo, cada vez más largo etcétera.
Pienso y me asusta y me desconcierta cómo estos temas nos son tan poco familiares. Desde la primaria nos enseñan que en la República hay tres poderes, Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Después, la vida hace que estemos muy familiarizados con la figura del Ejecutivo; por más malas razones, también nos resulta cotidiano el Legislativo mediante los perfiles de algunas y algunos diputados y, en menor medida, de los y las senadoras —a mí me cuesta mucho trabajo explicar la función de la llamada Cámara Alta, por ejemplo— pero lo que definitivamente queda en el limbo es el Poder Judicial: creo que la mayoría de la ciudadanía de a pie no sabemos ni entendemos ni cómo se integra, ni cómo se hacen sus nombramientos, ni cuáles son sus funciones. Y por eso ganó tanta fuerza la narrativa impuesta desde el Ejecutivo, y respaldada por el Legislativo, sobre que el Judicial estaba integrado por unos vividores corruptazos (o sea, no dudo que así sea, pero si ese es el criterio el Legislativo tampoco sale muy bien librado que digamos) y por eso era necesario reformarlo desde los cimientos (tampoco dudo que la reforma fuera necesaria, pero yo creo que la que nos han vendido como la gran solución no nos está contando toda la parte del cuento).
Esta semana tuve oportunidad de charlar con dos personas de la academia a propósito de las reformas al Poder Judicial y a la supremacía constitucional. No entendí gran cosa, porque son temas muy embrollosos —y en ese embrollo radica buena parte del problema, claro está— pero llamó mi atención cómo, desde diferentes preguntas y a través de diferentes argumentos, las dos personas llegaron más o menos a la misma conclusión: no se puede defender lo que no se conoce: la ciudadanía no ha saltado a la defensa del Poder Judicial o de la Constitución básicamente porque no sabe qué existen y los que sí, no saben bien qué hacen. Son temas lejanos, ajenos a la cotidianidad de las personas, aun cuando la mala impartición de justicia nos afecta a todas las personas, seamos o no víctimas de un delito; aun cuando ahora existe el riesgo de que, con la mayoría en el Congreso de la Unión, se aprueben leyes que restrinjan derechos vía reformas constitucionales que no puedan ser revertidas.
Eso de que no se puede defender lo que no se conoce aplica también para el Inai, una institución que, a diferencia del INE, resulta ajena para el grueso de la población aun cuando ahí está confiado, o mejor dicho: estaba, el resguardo y la protección de los datos personales de las y los mexicanos; aun cuando gracias a su trabajo (perfectible, claro, como todo empeño humano) ha sido posible vigilar aunque sea un poco el trabajo de los gobiernos y el ejercicio de los recursos públicos. Y lo mismo se podría decir de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, reducida a una caricatura que será dirigida por la persona peor evaluada de quienes se habían postulado.
Pienso en todo esto mientras viajo apretado con más personas en un vagón del tren y empiezo a sudar. Y entonces me acuerdo: el megacorte de agua que no quisieron hacer como cada año en semana santa porque las campañas estaban por comenzar, ha regresado en forma de fin de semana largo. Este fin de semana buena parte del área metropolitana de Guadalajara se va a quedar sin agua, y por más que quieran chantajearnos diciendo que es para garantizar el abasto del líquido por los próximos 50 años, lo cierto es que una advertencia, una más, de que cada vez está más cerca el llamado Día Cero del Agua, que no es más que el momento en que un gobierno queda imposibilitado para abastecer de suficiente agua de calidad a sus ciudadanos. Ojo: la clave está en dos palabras: suficiente y calidad: la realidad es que para muchas colonias el agua es insuficiente desde hace mucho tiempo y de la calidad mejor ni hablamos.
Pienso en todo esto y luego pienso en que siempre me ha parecido que hay un cierto toque de poesía en la grabación que anuncia “Esta es la última estación/ fin del recorrido” y dejo de pensar en el agua, en los organismos autónomos, en la Constitución y en la Corte, en la aglomeración, en el auto, en la impresora y mi mente se va por el andén tratando de entender todo lo que no se conoce.