La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
La sabiduría popular afirma: «Una imagen dice más que mil palabras».
Por eso me parece que la imagen de Enrique Alfaro —de rodillas, en el centro del palenque del recinto ferial de las Fiestas de Octubre, con una mano sosteniéndose del ridículo banquito mientras con la otra se cubre el rostro como quien llora (o finge llorar), rodeado de su séquito de seguidoras y seguidores que más bien parecen (o son) fanáticos de un culto religioso, unos conmovidos, otros con la risa atorada, varios con celular captando el momento, cámaras fotográficas aquí y allá— sintetiza perfectamente no sólo el sexenio que está por concluir, sino la manera en que el todavía gobernador en funciones concibe el “servicio público” y, sobre todo, cómo se concibe a sí mismo.
La presentación del sexto informe de gobierno de la presenta administración fue, como era de esperarse, una oda al ego. Si antaño se decía que el día del informe de gobierno federal era el Día del Presidente, el miércoles fue el Día del Gobernador… no, peor todavía: fue el Día de Enrique Alfaro: sólo así se explica uno que en lugar de rendir cuentas del último año de su gobierno, el influencer de pacotilla haya dedicado buena parte de su mensaje a autoelogiarse escondido en un plural mayestático que pretende incluir a muchas personas pero en el que en realidad sólo se refiere a él. Su cuenta en X habla de un proyecto “por el que soñamos y trabajamos, en el que creímos y con el que escribimos una historia que cambió la historia de Jalisco”. Dicho de otro modo: «El proyecto soy yo».
Sólo así puede entenderse que la videosemblanza proyectada comience con una foto de un niño con un balón de fútbol (ah, ese sueño frustrado): Enriquito Alfaro. Pero después no hubo fotos de Clementito Castañeda o de Veroniquita Delgadillo, por nombrar sólo a dos de las personas más incondicionales del alfarismo… hasta ahora. El eje del video es Enrique Alfaro: él en la prepa, él con su papá, él en sus campañas. El resto de los compañeros “de lucha” son sólo comparsas, meros extras en una película que tiene sólo un protagonista que, además, tiene delirio de mártir.
El eslogan del último informe tiene dos partes: “Gracias Jalisco. Valió la pena luchar” (así, sin coma vocativa). Con la primera, me recuerda los mensajes de cierre de administración que hizo circular Andrés Manuel López Obrador hace unos meses: él también se la pasó diciendo gracias, muchas gracias, como si esperara que alguien respondiera «No hay de qué…so nomás de papa». Con la segunda, reitera una de las ideas que más se empeñó en afianzar durante su administración: pendenciero y bravucón, en todo momento planteó su gobierno como una lucha, una defensa, una cruzada. Era él contra las malvadas fuerzas cristalizadas en ese enemigo imaginario que llegó a llamar “Los sótanos del poder” y que querían “dañar a Jalisco”.
Enrique Alfaro se inventó una epopeya en la que él era el héroe designado por un tal dios para defender el estado de agentes que desde las sombras conjuraban contra él y su gobierno y, por extensión, contra Jalisco y sus habitantes. Nunca pudo demostrar tal conjura, y no tardó en abandonar a su suerte la llamada Alianza Federalista cuando vio que no le iba a rendir los frutos que quería. Así, con el gobierno federal llevó una relación bipolar que oscilaba entre la aguerrida confrontación y la descarada lambisconería.
Para su sexto informe continuó por la senda de la confrontación con su coco: la prensa crítica de su gobierno, a quienes calificó como “cobardes que, escondidos detrás de un micrófono, de una pluma, desacreditaban todo el trabajo de miles de mujeres y hombres que se jugaban la vida todos los días para cuidarnos a todos”. Y después hizo otra de las cosas que más le gustan: acomodar la realidad a su conveniencia: cobijado en una presunta disminución en la incidencia delictiva, tuvo el descaro de asegurar que en Jalisco la inseguridad había disminuido: sí, en el estado que es el número uno de personas desaparecidas, con mayor número de fosas clandestinas, con un auge de secuestro exprés de jóvenes estudiantes, con el descarado reclutamiento forzado de personas por parte del crimen organizado, por poner apenas algunos de los ejemplos más dolorosos.
¿Cómo explicar entonces la presunta disminución de la incidencia delictiva? Hace unos días el periodista Jonathan Lomelí aventuraba una explicación en su columna, que deberían leer el gobernador y todos sus cómplices, digo, compinches.
La realidad alterna en materia de seguridad en la que vivió Alfaro todo su sexenio, se extiende a casi cualquier otro tema que quieran. ¿Otro ejemplo? El agua. Mientras según él ya saneó el río Santiago y el abasto de agua para el área metropolitana de Guadalajara está garantizado, en la realidad del Jalisco verdadero, no de la Nueva Jaliscia, las cosas son muy otras: el río sigue siendo igual de tóxico y hay miles de personas que no tienen agua en sus grifos, mientras que otras miles reciben agua puerca cada vez que abren la llave.
Hace unos días entrevisté a una investigadora sobre los problemas de salud, sobre todo daño renal, de las personas que viven en la ribera de Chapala. En la charla, me dijo una frase contundente: “El lago es una verdadera cloaca”. Me explicó que todas las muestras de agua que tomaron del lago durante una investigación tuvieron presencia de baterias coliformes, además de presencia de químicos y de residuos de fertilizantes. ¿Y cuál es la principal fuente de abasto de agua para Guadalajara y la zona conurbada? Adivinaron. Pero para el gobernador, todo bien.
Cuando la dirigencia nacional de Movimiento Ciudadano le arrebató su fantasía presidencial, Enrique Alfaro salió a anunciar urbi et orbi que se iba a retirar de la política. Iba a terminar su encargo de “defender a Jalisco” y después abrazaría el retiro, dejando “el movimiento” en otros “hombres y mujeres libres”. Después, anunció que se iría a vivir a Tapalpa, interés mobiliario mediante, y luego, ya encarrerado, dijo que no le haría el feo a ser presidente municipal de aquel municipio. El miércoles, rodeado de tantos achichingles, digo, compañeros de movimiento, con toda la atención puesta en el escenario del palenque, anunció: «¡Y quién sabe! ¡Quién sabe! A lo mejor nos toca una última campaña en el futuro». Todo mundo tiene derecho a su last dance, ha de pensar el megalómano, quien seguro ya sacó cuentas y se percató de que un político que no figura en la escena pública tiene poco o nada qué ofrecer, y si tiene poco o nada qué ofrecer son pocas las lealtades que puede comprar.
Entre toda su filmografía, amén de su paso por la política, Arnold Schwarzenegger es recordado por una frase. La dijo en Terminator en una escena muy simplona: «I’ll be back», le dice el cyborg a un policía en una estación. «Volveré», dice y sale de escena para luego destruir la oficina con una patrulla. «I’ll be back», dicha por Schwarzenegger, se convirtió en una frase icónica del cine de los ochenta y de la cultura pop. «Volveré», insinuada por Alfaro, parece una amenaza: todavía no se va y ya se quiere regresar.