La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @turcoviejo
Crecí en una familia que siempre ha votado por el PAN. Siempre. Mis padres nunca han seguido una línea ideológica: su consigna es más simple: no votar por el PRI. Es una convicción arraigada. Tanto que nunca cayeron en la tentación de votar, por ejemplo, por el PRD en su mejor momento —que lo tuvo, antes de convertirse en esa piltrafa que lo llevó a la extinción. Por eso, cada vez que escucho a mi madre quejarse del estado actual de las cosas que le interesan o criticar cualquier decisión del presidente, le digo, para molestar: «Tienes razón, ma. Estaríamos mejor con López Obrador».
Casi todes los recordamos, ¿cierto? Esos spots que se volvieron populares allá por 2006, luego de la derrota contra Felipe Calderón: alguien se quejaba de algo y otro alguien respondía: «Estaríamos mejor con López Obrador». (La campaña tendría su segunda vuelta en 2017 cuando, para anticiparse a los tiempos de campaña, Morena hizo circular unos spots en los que la frase cambió a «Estaríamos mejor con ya sabes quién».) Al final, el vaticinio resultó ser lo que era: un mero eslogan de campaña: cuando por fin logró la tan anhelada presidencia del país, lo cierto es que seis años después no estamos mejor. (Aunque creo que, en términos generales, tampoco estamos peor: a mí la verdad me parece muy cándida la versión de que el país habría superado los problemas que arrastra como lastres si hubieran ganado Anaya o Meade… o el Bronco, ja. Estamos como nos alcanza, que, considerando a los impresentables que toman las decisiones en el país, ya es mucho decir.)
En cuestión de días termina el sexenio de Andrés Manuel López Obrador. El todavía presidente en funciones ha dicho que se va a retirar de la vida pública y que disfrutará de su jubilación en su rancho, La Chingada. Al menos en teoría: todos los pronósticos apuntan a que, en la práctica, seguirá incidiendo en la vida pública del país a través de su sucesora, Claudia Sheinbaum, a quien le ha ido endilgando equipo, ruta y agenda. Como en México somos dados a la tragicomedia grandilocuente, hay quienes quieren ver en la sucesión presidencial de este año el inicio del Pejemato, una reedición del llamado Maximato, como se conoce a aquel periodo de la historia del país en el que Plutarco Elías Calles seguía llevando las riendas de la vida pública después de su periodo presidencial. En una de esas hasta López Obrador lo quiere ver así, aunque no lo diga en voz alta.
Con una larguísima trayectoria política, me atrevo a decir que el político tabasqueño ha incidido en la vida pública del país de manera ininterrumpida desde hace 24 años. No ha dejado de estar bajo el reflector desde 2000, año en el que comenzó su gestión como jefe de Gobierno del Distrito Federal. Su camino empezó mucho, mucho antes, claro, pero su proyección nacional comenzó ahí y luego se mantuvo durante 18 años, en los que fue candidato presidencial tres veces —perdió dos—, fue “presidente legítimo” y, finalmente, presidente de la República.
Para su mala suerte, llegó tarde: la figura presidencial a la que aspiraba Andrés Manuel López Obrador ya no existe. De hecho, ya no existe desde hace mucho tiempo. Esa figura presidencial que aparece en los libros de historia oficiales caducó hace años, pero a él nadie le avisó. Y si alguien lo hizo, el presidente ni siquiera se dio por enterado: escuchar nunca ha sido lo suyo. Creo que López Obrador fue un presidente anacrónico, paternalista, por supuesto populista y demagogo en extremo, además de alevosamente ingenuo. Seis años después ya parece el tío borracho contando el mismo chiste en la cena de Navidad: la cara de ilusión con la que dice que en México “se acabó la corrupción” sólo porque él es honesto —según él, claro— debería darnos risa. Como chiste es bueno, como convicción es ridículo, como política pública es trágico. Lo mismo con el discurso de los conservadores, del periodo neoliberal que se acabó y todos los ejemplos que ustedes quieran y que ha repetido todos los días sin descanso en su conferencia matutina.
En estos días estaremos viendo todos los balances habidos y por haber. Los habrá triunfalistas y fatalistas, claro, porque en México hace mucho que nos olvidamos de los puntos medios. Habrá que leerlos con atención y sin caer en los arrebatos febriles de los feligreses de uno y otro bando. A título personal, recordaré a López Obrador como alguien que movió a que muchos grupos tradicionalmente excluidos o dejados de lado se interesaran por la vida pública y la política. Nos guste o no, Andrés Manuel logró conectar con las personas porque dedicó años, muchos años, a recorrer el país de cabo a rabo para construir la base que lo llevó a la presidencia. Volteó a ver allá donde por lo general la mal llamada “clase política” hacía mucho no volteaba. La prueba del éxito de la estrategia obradorista se manifiesta en el hecho de que en seis años la ¿oposición? ha topado con pared porque se han negado a voltear ahí, a hacer trabajo político de a pie, en la calle, en la terracería. Ricardo Anaya lo intentó: no pudo.
Alguna vez leí una frase —que ahora mismo no encuentro— pero que más o menos decía algo así como que al poder se llegaba por la izquierda, pero se ejercía con la derecha. López Obrador la aplicó a cabalidad: por alguna razón logró posicionarse como un político “de izquierda”, aun cuando nunca reivindicó ninguna de sus causas. Siempre fue esquivo a los temas que podrían haberlo posicionado como izquierdista y más bien tomó decisiones muy de derecha. Por ejemplo, también voy a recordar a Andrés Manuel López Obrador como el presidente que tuvo un fetiche enfermizo con las fuerzas armadas y que consolidó en el país una ruta de militarización y militarismo, dejando un andamiaje de poder y presupuesto para los milicos que da miedo. Una vez más, el discurso ingenuo de “las fuerzas armadas son buenas porque el mando es bueno” sirvió para consolidar políticas públicas y tomar decisiones que, en algún momento, van a ser un balazo en el pie para el país. Ojalá me equivoque.
Luego de seis años, no vivimos en un país con mejores condiciones sociales, menos endeudado, con mejores servicios públicos —de salud, por ejemplo— o con una economía robusta, mucho menos más seguro y pacificado. Pero tampoco somos, como decían arrebatadamente, como Venezuela. Somos México, nomás.
En fin, en poco más de una semana se termina este sexenio y comenzará la gestión de Claudia Sheinbaum. Poco a poco iremos viendo si se consolida el Pejemato —¿cuánto pude mantener su influencia un político que cada vez tendrá menos qué ofrecer?— o si más temprano que tarde la presidenta se sacude y termina diciendo «Sí, sí, ya: a La Chingada, pues».