Crónicas Periféricas
Crónica y fotos por José Toral* / @jctoral
A sus 38 años, Julio sonríe al recordar los siete años que vivió de niño en uno de los campamentos para presos de María Madre, la mayor de las cuatro Islas Marías, en la costa del Pacífico mexicano. Le pregunto si iba seguido a nadar al mar. Escarba en su memoria y me cuenta sobre un sábado cualquiera en la isla.
El ruido de las risas y los gritos del grupo de niños se tejía con el cantar de las cotorras, el mofle de los pocos coches que pasaban, el oleaje y los rebuznos. De los 16 burros que el grupo de amigos llegaron a reunir en su recua, ese sábado solo escogieron tres para ir a la playa. Julio tenía entonces ocho años y detenía con las dos manos a Pánfilo, el primer asno que habían atrapado y al que más quería. Introvertido como siempre ha sido, Julio solo sonreía, sin intervenir demasiado en las bromas ruidosas del resto de sus compas.
Los niños más grandes estaban trepados en las palmeras de dos o tres metros que había sembradas sobre la avenida principal de Puerto Balleto, junto a la Casa de Gobierno. Desde lo alto lanzaban los cocos a los niños más pequeños como Julio, que después de esquivarlos a brincos, entre risotadas y uno que otro pisotón, los recogían y cargaban en el lomo de sus tres bestias. El sol pegaba fuerte y Julio tenía que limpiarse a cada rato el sudor que bajaba de su mata de cabello espeso, chino y negro.
Cuando ya no hubo forma de colgarle más cocos a Pánfilo, por fin pudo soltarlo. A diferencia de los otros dos burros, Julio no necesitaba arrear a Pánfilo durante el camino: el animal ya tenía la costumbre de seguir a todos lados al ruidoso grupo de chamacos. Ese día decidieron bañarse, y dar cuenta de los cocos, en El Rehilete.
Tenían que caminar menos de un kilómetro para llegar a esa playa de piedras redondeadas. La brisa no era suficiente para calmar el calor que Julio sentía, así que aceleraba el paso pensando en el clavado que pronto se daría en el mar que separa del continente a esa famosa prisión en la que vivían.
Desde tiempos del presidente Porfirio Díaz, en 1905, las Islas Marías estuvieron en funcionamiento. Hasta 2019, cuando se anunció su cierre definitivo. Ahora las casas donde Julio y su familia vivieron junto con otros presos que gozaban de una relativa libertad, son albergues para turistas que viajan desde los puertos de San Blas y Mazatlán, en Sinaloa.
Julio pisó las islas por primera vez en 1991. No fue la primera prisión que conoció. Tenía apenas dos años cuando su padre, Juan, cayó en la cárcel. Era 1987 y recibió una sentencia de 24 años.
En la versión de la historia familiar, fue un conflicto donde todas las partes salieron perdiendo. Juan viajaba por carretera con su hermano hacia Monterrey, en el estado de Nuevo León, desde Guadalajara, en Jalisco, y fueron detenidos por un policía federal de caminos. Hubo una trifulca que terminó cuando el policía sacó su pistola. Entre los jaloneos y empujones el arma se disparó accidentalmente. A los dos hermanos les dieron la pena más alta por la muerte del oficial. Los encerraron en Puente Grande, una prisión de máxima seguridad.
Julio tiene vagos recuerdos de un par de veces que fue de visita a esa penal en Tonalá, también en su natal Jalisco. Muros de concreto enormes y fríos, con alambre de púas en lo alto y muchos policías que hasta a niños como él basculeaban completamente en los filtros de seguridad.
Fue ahí donde el papá de Julio escuchó el rumor de que le bajaban los años de condena a quienes aceptaban irse a los muros de agua, como describió el escritor mexicano José Revueltas a la colonia penal rodeada de mar donde estuvo preso en dos ocasiones. Juan supo después que no existía tal reducción de penas para quienes se iban a las Islas Marías, pero si era exitosa su petición de cambio de prisión, podía llevar a su familia a vivir con él.
La primera vez que Julio visitó a su padre en la isla viajaron en camión hasta Mazatlán y en el puerto subieron a un buque oscuro, de metal, muy viejo. La emoción del viaje creció cuando le dijeron que ese enorme barco fue utilizado en la Segunda Guerra Mundial y el gobierno de Estados Unidos se lo donó a la Secretaría de Marina mexicana.
Las familias de los presos no podían entrar a los camarotes, entonces pasaron la noche en la cubierta. Se instalaron junto a un cañón ya inservible para lanzar misiles que se convirtió en un divertido espacio de juego para Julio, el menor de los cinco hijos, todos varones.
Años después, Julio entiende que la travesía de 12 horas que hicieron desde Mazatlán hasta la isla era un truco. Pues en realidad el trayecto no dura más de tres horas. Durante la noche, los motores del buque eran apagados y hasta la mañana volvían a funcionar, lo que alargaba el viaje y daba la impresión de que la isla del presidio estaba más lejos. Una especie de mito intencional para evitar ideas de fuga.
En aquel primer viaje, la mamá de Julio no solo iba a visitar a su esposo. Era un viaje decisivo. Necesitaba conocer la isla para acceder a mudarse junto con sus hijos o rechazar la idea y seguir con su vida en Guadalajara, lejos del padre.
A la mañana siguiente, cuando llegaron al destino, Julio recuerda a su padre recibiéndolos en el malecón de Puerto Balleto. Alto, delgado, con los pómulos marcados y una amplia sonrisa. Vestía de blanco pulcro, con lentes de sol y estaba libre: nadie lo custodiaba. Era una situación muy diferente a las anteriores visitas a la prisión de Puente Grande.
Luego de los abrazos, el padre subió a Julio a una carretilla. Desde ahí arriba, el niño iba fascinado, sonriente y miraba para todos lados, conociendo por primera vez las calles de Puerto Balleto, la capital de las Islas Marías. Aunque era una prisión, no veía anchos muros de piedra, alambres de púas o policías amenazantes. Él veía calles tranquilas, casas amplias y gente que caminaba sin prisa. La familia, otra vez completa, recorrió a pie el camino hasta la casa que les fue asignada.
A lo largo de los 113 años que las islas fueron una prisión hubo distintos periodos. Al inicio, cuando una bestia con poder, distinta a los burros de la isla, gobernaba el país, la cárcel era una clase de destierro para gente “malviviente”: alcohólicos, escandalosos, ladrones, falsificantes de billetes, mendigos, prostitutas y homosexuales. También asesinos.
Se les obligaba a trabajar por largas jornadas en salinas, aserraderos, ladrilleras o una camaronera, entre otras labores en condiciones de explotación que dramatizó Pedro Infante en la famosa película Las Islas Marías de 1951 dirigida por Emilio “El Indio” Fernández. La penal también albergó muchos presos políticos, incluidos sindicalistas, cristeros y comunistas. Y para el final de sus días la cárcel fue convertida en prisión de máxima seguridad con reos en condiciones de hacinamiento. Hubo varios motines, el más violento en 2013, cuando cinco presos y un custodio murieron en medio de un enfrentamiento durante la protesta de los reos por la falta de agua y alimentos.
Pero en los años noventa, cuando Julio llegó a la isla, los tiempos eran distintos. La mañana en que la familia se reunió nuevamente, caminaron solo algunos minutos desde el malecón de Puerto Balleto hasta la vivienda de la calle Juárez número 63, en el campamento Bellavista. Era la casa que se convertiría, a partir del siguiente viaje y con la aceptación de su mamá, en el nuevo hogar de Julio.
Era una finca grande, blanca, con techo de dos aguas, unos 8 metros de frente y 20 de fondo. Tenía cocina, dos cuartos amplios, un baño y un pasillo largo donde, con el tiempo, la mamá de Julio instaló una estética. Al fondo, la pila para almacenar agua y un patio con un aro de básquetbol donde los niños pasaron muchas tardes de juego.
La estructura de todas las casas donde vivían los presos con sus familias era igual. También las viviendas de los empleados de la penal. Solo los directivos de alto rango tenían casas más grandes, alejadas, con jardines y alberca. Julio las conoció porque en la única primaria de la isla se atendía por igual a hijos de presos como de trabajadores, no había división entre los niños.
Hacían amistad sin importar si la madre o el padre era un “interno” (como se decía a los presos), o si era un custodio que trabajaba para la prisión o un administrativo. Solo el hijo del director general de la prisión resaltaba, pues tenía escoltas que lo cuidaban de cualquier problema.
Mónica, la mamá de Julio, aceptó mudarse a esa isla de clima tropical al ver la tranquilidad de las calles, la casa amplia, la garantía de educación para sus hijos y la promesa de una vida en una aparente libertad junto a su esposo. Pero no había espacio ni condiciones para toda la familia.
Los tres hijos mayores quedaron a cargo de sus abuelos y continuaron su vida en la ciudad, dentro de la casa en construcción que tenía la familia en las afueras de la ciudad. Y Juan, Mónica y sus dos hijos menores comenzaron una nueva etapa de sus vidas en las islas.
Antes de que saliera el sol, Juan salía de casa para formarse en el cuartel. Ahí, todas las mañanas, mediodías y noches los presos debían decir “presente” en la toma de lista, como garantía de que nadie se había fugado. Después del pase de lista podían seguir con sus actividades en libertad.
Poco después de que el padre salía de casa, Mónica levantaba a los niños, les daba su desayuno y los despachaba rumbo a la escuela. Julio y José se dedicaban a estudiar y a jugar. Los hermanos recorrían el camino a la escuela envueltos por el sonido de las aves, que se amontonaban en la selva que rodeaba los campamentos. Por los caminos de tierra respiraban la sal del mar y el olor a leña quemada que salía de las cocinas hasta llegar a la primaria federal Enrique Rébsamen, nombrada así para recordar al pedagogo suizo que en el régimen porfirista encabezó la creación de normales y el sistema educativo nacional. Antes de clase, todos los niños de la escuela podían tomar un desayuno, muchas veces era avena caliente o taquitos de frijoles y huevo revuelto. Tras hacer el segundo desayuno del día, Julio se iba a clases, donde dice que siempre fue burro. Recuerda que la escuela era grande, con mucho espacio de jardines y terracería alrededor de los salones con amplios ventanales para que entrara el viento.
El calor playero hacía que el sudor pegara las camisas de los niños a sus cuerpos, mientras jugaban fútbol o changais en el recreo. Al terminar las clases, volvían al comedor y luego los chamacos tenían muchas opciones: explorar los cerros, recorrer alguna de las playas que estaban a tiro de piedra o jugar con sus burros domesticados. También participaban en los talleres vespertinos de teatro, pintura, declamación o danza -su favorita- que había en el centro cultural, donde se refrescaban con un té de limón calentado a la leña cuyo olor, décadas después, todavía transporta a Julio al lugar.
Mientras los chiquillos estudiaban y jugaban, Mónica cortaba el pelo y Juan iba a su “melga”, como le decían al trabajo que se les asignaba a los internos como parte del programa de reinserción social de la prisión. Recibían su paga con vales de despensa que funcionaban como moneda interna. Según la denominación de aquellos billetes tenían impresas las figuras de animales, como el tiburón, que recorre las costas de las islas; y servían para comprar alimentos y algunos productos básicos en depósitos oficiales, pero otras mercancías como los cigarros sólo se vendían con dinero corriente.
El papá de Julio trabajaba en la administración de las viviendas para visitantes de las islas, pero como muchas otras familias, en sus tiempos libres tenía sus propios negocios para conseguir algo más que los vales de despensa. Así fue como Julio tuvo su primer trabajo.
Julio recuerda que su papá se había asociado con el vecino, en cuyo patio alimentaban pollos. Los jueves por la tarde, Julio salía con su hermano José, libreta en mano, y tocaban de casa en casa para levantar pedidos de pollo fresco que sería sacrificado al día siguiente. Los pequeños vendedores ganaban dos pesos por cada pollo vendido, y su chamba incluía apoyar en la tarea de meter los animales recién matados en agua hirviendo para quitarles las plumas. Después, a repartirlos.
De niño se gastaba su dinero bien ganado en galletas de nieve, tipo suavicremas. Le gustaba comerlas en espectáculos como las obras de teatro que se organizaban los domingos, los partidos en las canchas o las peleas de box que ocasionalmente se organizaban entre reos y custodios.
Julio recuerda un par de peleas de box en las que luchó su padre. Las dos las ganó por knock out. De ahí salió el apodo que Juan lleva hasta la fecha, “El Campeón”. Y fue una inspiración para el propio Julio. Desde chiquillo aprendió a cubrirse y hacer el uno-dos del ataque pugilístico que le enseñó su papá y dice, con orgullo, que en la primaria y la secundaria nunca se dejó. Era un niño introspectivo, pero al momento de defenderse siempre fue muy entrón y Julio salió invicto de todas las peleas que enfrentó en el patio escolar.
Mucho tiempo después, alrededor de sus 20 años, Julio intentó ser boxeador profesional pero a diferencia del cuadrilátero escolar, perdió todas sus peleas. Aun así, nunca se olvidó del deporte y durante la pandemia se lanzó a la aventura de levantar una escuela de box en La Consti, un barrio popular de Zapopan. Es ahí, en la Arena Constitución, donde me cuenta estas historias. Rodeado de carteles con leyendas del box mexicano, como Mantequilla Nápoles o Julio César Chávez, Julio hace un paréntesis en sus recuerdos isleños para explicar que ahora busca descubrir pequeños talentos para acompañarles en su formación y convertirse en su representante.
Contrario a lo que pasa con la mayoría de niños, durante su infancia en las Islas, Julio comenzó a desear que no hubiera vacaciones. El fin de clases significaba dejar la isla y volver al continente junto con su mamá para pasar tiempo con el resto de sus hermanos. Pero el cambio de aires era muy marcado. Para explicar la diferencia, Julio recuerda que alguna vez le preguntó a la señora Mónica: “Mamá, ¿por qué en Guadalajara somos pobres y en la isla somos ricos?”.
Julio no entendía los contrastes entre esos dos mundos tan diferentes entre los que tenía que dividir su vida.
Mientras estaba en la cárcel isleña, la libertad era la regla, el aire fresco, los juegos, paseos, aprendizajes y comida a la mano, todo se hacía en comunidad y no les faltaba nada. Eran ricos. Pero cuando tenía que volver a la ciudad, sentía que eran pobres: sin papá, rodeados de ruido, concreto, en una casa en obra negra, sin lugares cercanos para jugar con libertad y rodeado de mucha gente desconocida que no respondía los saludos.
En su brazo izquierdo, Julio lleva tatuada una serie de números y símbolos que pocas personas podrían identificar como coordenadas: son la ubicación de las Islas Marías, ese pedazo de tierra adentrado en el océano Pacífico que marcaron su vida. Ahí aprendió a trabajar y también tuvo sus primeros acercamientos con las expresiones artísticas. Recuerda la inspiración y diversión que compartían por el programa conocido como “Ventana al mar”, donde la comunidad de la isla se reunía al cierre de la semana en un foro con el oceano como telón de fondo para presentar sus talentos en el canto, el baile o la música. Era conocido como el “Siempre en Domingo” de la isla, en referencia al famoso programa de televisión en que se presentaban las estrellas del espectáculo a nivel nacional, solo que al ser en vivo y prácticamente conocer a cualquiera que se presentara este tenía mayor cercanía.
La formación y fomento en expresiones artísticas era una herramienta que se aplicaba como parte del modelo de reinserción social del centro penitenciario. Julio también recuerda que los talleres de danza en las islas fueron decisivos para que años después, apenas convertido en adulto, decidiera estudiar la carrera en Danza Contemporánea en la Universidad de Guadalajara. O las películas que les proyectaban en el centro cultural lo inspiraron, y dice que desde entonces surgió la inquietud en trabajar en el sector audiovisual, lo que finalmente consiguió como productor profesional, cargo que ejerció por más de una década, justo antes de comenzar su proyecto de box.
Entre risas, escuela, trabajo y diversión, Julio fue creciendo y las experiencias evolucionaron junto con él. En las islas también conoció a Xóchitl cuando iban en quinto de primaria. Ella era originaria de Sonora y apenas unos meses menor que él. Julio recuerda con ternura su primer beso. Pero su romance se rompió cuando, con 14 años, la familia de Xóchitl decidió que lo mejor para ella era crecer separada de Julio.
El sol se ocultaba detrás de las montañas de la isla en el ocaso de ese viernes, cuando Julio daba pisadas tristes para recorrer el muelle de concreto de Puerto Balleto, que conectaba la orilla de piedras lisas con el punto en que el buque era desatado para iniciar el viaje de regreso al continente. Xóchitl en la cubierta se despedía con el brazo extendido mientras él no dejaba de gritarle que la amaba, que no se fuera a Tucson. Se quedó parado en medio del muelle hasta que la luz de la embarcación se perdió en la oscuridad. No solo fueron los últimos días de su primer amor, sino de su vida en la isla. A los meses, Julio regresó definitivamente a vivir junto con su madre a Guadalajara. Terminaba la telesecundaria y en la isla no había más futuro educativo para él.
Tras siete años de dividir su vida entre las Islas Marías y el continente, entre 1992 y 1999, Julio finalmente regresó a Guadalajara. En el hogar isleño solo quedó su padre unos años más, hasta 2003, cuando le dieron el beneficio de la libertad por buen comportamiento, nueve años antes de cumplir la sentencia que se le impuso por la muerte del policía.
Alrededor del año 2006 comenzó a cambiar el modelo penitenciario que se probó en las Islas Marías, se redujo la posibilidad de que los internos llevaran a sus familias y comenzó la construcción de una trágica penal de máxima seguridad donde ocurrió el funesto motín de 2013.
Los burros domesticados como Pánfilo fueron sacrificados o transportados, las familias volvieron al continente y la isla se fue vaciando hasta su cierre definitivo como prisión en 2019. Pese a que las islas son ahora es un destino turístico, la selva ha engullido la casa, la primaria y muchos otros edificios donde Julio creció. Sólo sobrevive en los recuerdos el proyecto de una cárcel que fuera también un hogar, un lugar de rehabilitación, cultura, amor y libertad.
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José Toral (Guadalajara, 1987) es un periodista con experiencia en medios de comunicación en Jalisco desde 2012. Es profesor de Sociología y Comunicación Pública en la Universidad de Guadalajara. Actualmente es integrante del Observatorio sobre Conflictos Socioambientales y Defensa de Activistas, y estudia una maestría en Urbanismo y Territorio.
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Esta crónica se elaboró durante el taller Crónicas Periféricas impartido por Vanesa Robles en junio y julio del 2023
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