La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @TurcoViejo
Cuando se despertó una mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un asqueroso candidato a un cargo de elección popular. Estaba echado sobre su espalda y, al levantar un poco la cabeza, se encontró en una habitación llena de carteles y bolsas y calcomanías y vasos y termos con su nombre y los colores del partido.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de playeras y camisetas con los colores del partido, estaba colgado aquel cuadro, que hacía poco había recortado de una revista y colocado en un bonito marco dorado. Representaba a Benito Juárez, que estaba allí, sentado, muy erguido, el rostro serio, la mirada profunda, pensando en individuos y naciones, en derechos ajenos y la paz. Volteó la mirada hacia la ventana y se vio a sí mismo, sonriendo en un anuncio espectacular que promocionaba una entrevista que nunca dio pero en la que prometía tener la receta infalible para cambiar el rumbo del país, del estado, del municipio, de la cámara.
«¿Qué pasaría si me duermo otro rato y me olvido de todas estas chifladuras?», pensó. Pero esto era algo absolutamente imposible: tenía compromisos con el partido, con los empresarios que habían aportado a la campaña, con los otros inversores. Además ya había comprometido tres secretarías y el presupuesto de dos dependencias menores.
«¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje», pensó al recordar la agenda del día: tenía que ir a recoger basura a una colonia enterregada para grabar tres tiktoks y dos reels; después, había un desayuno en el mercado ¡y le daban asco los mercados!: la gente queriendo saludar, acercándole la mano sucia, los niños chamagosos, los señores sin desodorante pidiendo cosas, demandando cosas, exigiendo cosas. Ahí había que prometer cambio, oportunidades, programas sociales para abatir la desigualdad. Luego tenía la reunión con los empresarios, con su comida de tres tiempos y música de elevador y perfumes caros y rancios. Ahí era menester prometer continuidad, dar garantías, asegurar excenciones y beneficios fiscales para estimular la inversión. Tantas cosas en qué pensar… ¡pero sólo quería el sueldo y el poder del cargo! «¡Que se vaya todo al diablo!», pensó, e inmediatmante sintió sobre el vientre un leve picor: no podía perder la elección. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? No podía: ya habían pagado las siguientes tres encuestas en las que iba a aparecer como puntero por amplia diferencia y el rumor de la enfermedad las haría todavía más fantasiosas.
Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, o al menos con la rapidez que le permitía su mente, que no era muy rápida cuando no estaban con él los asesores del despacho que contrató el partido y sus community managers, recordó que su trabajo tampoco era tan difícil: sólo tenía que prometer: decir que iba a cambiar esto, anunciar que crearía aquello otro, gritar, mientras levantaba el dedo índice, que tenía todas las soluciones. Y tomarse fotos, muchas fotos. Quizá bailar el single que le había pagado el partido. Los tuits se los escribían y ni siquiera sabía pronunciar hashtag, pero eso también lo pagaba el partido para que otro lo hiciera en su nombre.
Y las promesas… tampoco tenía que quebrarse mucho la cabeza para hacer sus promesas: si el gobernante actual era la burla de todos por gruñón, a él le bastaba anunciar que todo lo iba a hacer de buenas; si a la gente no le gustaba que le cobraran la verificación, sólo tenía que prometer que iba a ser gratis; si en un lugar mandaba el partido, sólo tenía que prometer continuidad; si en otro lugar gobernaba otro partido, sólo tenía que prometer transformación. Ni siquiera tenía que pensar los cómo hacerlo ni, acaso más importante, los con qué habría de pagar tantos cambios revolucionarios: a nadie le importaba.
De ganar la elección, y claro que iba a ganarla, tampoco tenía que hacer gran cosa: sólo sería necesario acusar a los contrincantes de dejar el cargo en ruinas, el que fuera, y acusar a la oposición de no dejarlo trabajar, aunque de trabajo supiera poco. Hacer algunos cambios, sólo los necesarios para asegurarse de que no cambiara nada. Al partido tampoco le importaba mucho: no bien terminara la campaña, ya estarían pensando en la siguiente.
Se miró en el espejo: ahí estaba, sonriendo como en el anuncio espectacular —y en el spot de televisión y en las páginas de las revistas y en los anuncios de las paredes y en los volantes tirados en la calle convertidos en basura—, con la camisa que tenía bordados el logo del partido bordado y su nombre.
Suspiró: el país, el estado, la ciudad, eran lo de menos: se había convertido en un asqueroso candidato a un puesto de elección popular. Y le gustaba.