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A pesar de ser un destacado muralista mexicano, José Atanasio Monroy y su obra transcurrieron ocultos en una especie de anonimato propiciado por el propio autor
Texto: Esther Armenta / Letra Fría
Fotos: Letra Fría
Atanasio Monroy no está en Wikipedia. A diferencia de Siqueiros, Orozco y Rivera, su nombre no aparece en la enciclopedia digital más popular del mundo cuando se le busca en la web. Los cuatro hombres fueron muralistas mexicanos, pero solo tres de ellos aparecen en el portal.
A diferencia de los tres grandes, los trazos de Monroy no se consolidaron en la esfera nacional; los suyos se propagaron a sitios menos visitados, a nichos locales que albergan la nostalgia por llevar al mundo el talento de “el último académico”, ese que en vida no se interesó por la popularidad de su nombre y la trascendencia de su obra.
La fama de Monroy es igual de frágil aquí, en las calles que lo vieron crecer durante su infancia. Originario de Ejutla, Jalisco, llegó al barrio de Las Montañas en Autlán de Navarro durante 1909, lugar que dejó alrededor de los 16 años para ir en busca de sus sueños como pintor a la Ciudad de México y posteriormente a Europa.
110 años más tarde de su llegada al barrio más antiguo de Autlán, la multitud camina por un jardín que lleva su nombre pero es llamado de otro modo que no pertenece a su legado familiar. Su apellido es silenciado de inicio a fin cuando los transeúntes llaman “Las Montañas” al parque que desde 1993 lleva el nombre de J. Atanasio Monroy, por su “fecunda labor en beneficio del arte vernáculo en México”, según la placa situada en uno de los espacios del jardín.
El lugar que no lo nombra se caracteriza por una iglesia amarrilla, la misma que sirvió de modelo para que Monroy retratara un Autlán rural y cotidiano. Frente a la construcción y atravesando el parque en línea recta, hay una cabina de teléfono que anuncia la llamada en busca de taxis disponibles. La llamada no es contestada, en ausencia de quien levante el teléfono; no se puede confirmar que se conoce al lugar como “Jardín J. Atanasio Monroy”, así que continúa llamándose “Las Montañas”.
El anonimato siempre fue distintivo del pintor. Su poca difusión lo llevó al olvido de las masas y al estudio riguroso de los pocos aficionados de su obra que aseguran “le faltó una persona dedicada a difundir y vender su obra”. A Atanasio Monroy le faltó un publicista, dicen.
El autor de tres murales y 3 mil piezas de caballete era un hombre recio. De palabras e ideales. La imitación que otros hacen de su voz muestra que ésta también lo era: dura, grave, firme. Los ideales rígidos y el pulso preciso no es novedad entre los que convivieron con don Atanasio. Ambos atributos son frecuentes en la remembranza del pintor.
Pintando recuerdos
«Había cosas que él no podía aceptar de lo que ocurría en nuestro país. Era crítico, un analítico de las cosas que ocurrían».
Sin los labios rojos que Griselda Álvarez luce en este momento, un retrato suyo adorna la pared en su sala. Del lado derecho, el cuadro lleva la firma de Monroy.
En su casa, Griselda resguarda cuatro pinturas, pero su memoria tiene más, tal vez el doble, triple, un número incierto de cuadros que vio nacer de la mano del pintor. Antes de verlo crear y de tener su obra en casa, ya reconocía los trazos del hombre que aseguraba “nació para pintar”.
«Yo conocí a don Atanasio Monroy cuando era una niña, cuando estudiaba en el Centro Escolar Chapultepec. ¿Por qué lo conocí? A través de sus murales», suelta apenas comenzada la charla.
Griselda aprendió a identificar el trabajo de Monroy cuando sus ojos de infante se clavaban en los rostros de los indígenas, conquistadores españoles, luchadores de la Independencia e involucrados en la Revolución Industrial que aparecen en el mural “La Mexicanidad” con firma J. A. Monroy pintó 1945; una obra de 5 paneles que sirve de vestíbulo al Centro Escolar Chapultepec de Autlán, sobre el que la mujer de cabellos inmóviles posaba la mirada a los 10 años de edad.
En 1970, con el título de maestra, Griselda Álvarez volvió a la antesala del centro escolar para asumir el cargo de directora y estrechar la mano del autor del mural anhelado durante su infancia. Para ese año, Monroy ya había dejado su tierra natal al menos 43 años atrás, pero estaba de regreso para restaurar la pintura al fresco.
Con la voz atraída por el recuerdo y el cuerpo contraído a causa de la grabadora, ella declara: «Me ilusionaba mucho tener el gusto de conocerlo, de ofrecerle un vaso con agua. Era un hombre tan, pero tan modesto, tan sencillo… la verdad poco a poco fuimos creando ese diálogo y esa amistad» confiesa ya sumergida en la memoria.
Desde aquel encuentro frente al mural pintado por encargo del Coronel Marcelino García Barragán, la maestra y don Atanasio, como se llamaban el uno al otro, se convirtieron en grandes amigos; él con su personalidad recia y modesta, ella con la certeza de que aquel hombre era un erudito de las artes y un genio de la pintura.
La personalidad austera del autor de 3 murales era tal que, el solo hecho de nombrar su talento representaba una ofensa. En su vida no había lugar para los halagos; nunca los aceptó, se justificaba diciendo que pintar era la razón de su existencia y nada más. Cuando le preguntaron por qué pintaba, respondió: “nací para pintar”; cuándo cuestionaron cuántas horas pasaba frente al cuadro, acusó de mal formulada la pregunta, y corrigió diciendo: “cuántas horas no pinto”.
A Monroy se le busca en internet y aparecen solo unas cuantas fotos; en ellas, un rostro viejo de cara delgada, nariz ancha y pelo grisáceo. Las imágenes relacionadas con él y sus pinturas poco muestran del hombre que no aparece en Wikipedia pero que fue mejor muralista, aunque con menor obra, que los tres grandes, según dice Gabriel Lima, que como Griselda, fue amigo del pintor.
Cubiertas de cuadros, las paredes no tienen lugar para la desnudes en la casa de Gabriel. Conmovido por la obra del autlense, Gabriel decidió replicar los paisajes más icónicos de la obra de Atanasio por miedo a que se robaran los originales ubicados en el Museo Regional de las Artes en Autlán de Navarro.
Acompañadas de un Atanasio original, las réplicas prueban la admiración que el joven cultivó desde antes de ver al pintor dando vida al mural en el Centro Escolar Chapultepec cuando era un niño, el mismo que años más tarde sería devoción de Griselda.
Las fechas están borrosas para el extrabajador de la CFE; sentado en su sala, admite que entrada la adolescencia la admiración por quien años más tarde sería su amigo dejó la timidez cuando decidió escribirle una carta en la que se declaró apasionado de su obra.
«Debo haber tenido unos 17 años. Cuando lo vi pintar tenía 13 años, como un año después de que le escribí lo conocí… no, miento. Le escribí en 1955, 56, ya un año después lo conocí en el 57 personalmente, cuando él regresó de uno de sus viajes e Europa».
El anhelo de Lima era ser alumno del pintor pero su deseo nunca se cumplió; Atanasio decía ser maestro de nadie. El artista autodidacta recuerda que por aquellos años él y su ídolo vivían en la Ciudad de México, nido de múltiples galerías que recorrieron en compañía para admirar el arte pictórico de aquel momento; Gabriel se convirtió en un ambicioso seguidor de la disciplina y Atanasio en un asombrado amigo por el conocimiento del joven.
El tiempo en las salas de exhibición y los viajes a través de la lectura dieron frutos en Gabriel, que con mayor frecuencia se relacionaba con otros pintores como Demetrio Jordan, quien nunca había escuchado hablar de Atanasio Monroy, el adicto al anonimato y los bajos costos por sus pinturas.
—El que compra el cuadro le gusta decir que compró una obra cara para darse chaquira y al pintor también le gusta que digan que costó mucho, son valores entendidos; además, yo soy rico —imita Gabriel a Atanasio para reconstruir las palabras del paisajista.
La confianza entre ambos se acrecentó, aunque Atanasio nunca le permitió tutearse y le dejó en claro que por ser menor a él debía colocar el “don” antes de pronunciar su nombre. Con la pintura como vínculo y los años de evidencia en su relación, Gabriel Lima decidió que sería oportuno hablar sobre la obra de su ídolo, y sin consideración, pronunció las palabras que cambiarían su amistad:
—Yo expresé de algunas pinturas que estaban muy sobadas. —Gabriel mueve su mano mientras sostiene un pincel invisible para imitar la forma en que Atanasio pasaba una y otra vez la brocha sobre la pintura—. Se sintió ofendido, aludido, y en una ocasión en un museo me dijo: “mira esos cuadros sobados, tienen ya como 200 años de pintados y parece que los pintaron ayer”.
Monroy siempre tenía una respuesta a sus críticos. En 1940 se publicó un catálogo de pintores jaliscienses de 1882 a 1940, dirigido por el promotor cultural Ixca Farías. Dentro de su contenido, se habla de la obra de Monroy como “una técnica que abusa de los tonos amarillos”. Tras los señalamientos, Monroy contesta que ese tono amarillento fue usado por algunos autores clásicos del Renacimiento, a lo que la crítica refuta que ese tono se lo da el tiempo y no los autores en su momento. Le piden que abandone esa costumbre y pinte lo que ve y no lo que quisiera ver en los cuadros.
De su modo de pintar se criticó la técnica. Hasta ahora, nadie había enunciado las emociones plasmadas. Hoy que Monroy es un recuerdo, los “rostros insípidos” que pintó se asocian con la tristeza y el resentimiento que él sentía, declara Gabriel Lima a 74 años de distancia. Dice que las caras son casi fúnebres, pero no sabe descifrar por qué habría de estar triste y resentido, porque Atanasio, aunque ávido de la palabra, limitaba sus oraciones cuando se trataba de su vida personal. La seriedad otorgada a su obra de caballete y dos de sus murales hacen creer que había desconsuelo en su interior.
Cuando don Atanasio estuvo dispuesto a plasmar abiertamente sus sentimientos, los que compartía con sus allegados al hablar de política y religión, fueron rechazados. La primera vez fue en 1945, cuando comenzó el mural La historia del siglo XX, en las paredes de la antigua escuela vocacional, hoy CUCEI. A través de sus personajes, liberales para la época, describió la decadencia del país, alusión que le costó su seguridad personal al recibir señalamiento de los grupos conservadores en la capital del estado.
Al igual que su primer mural, el de la escuela vocacional fue gestionado por García Barragán durante su periodo como gobernador de Jalisco. En el mismo año, Barragán enfrentó una serie de problemas políticos que lo hicieron abandonar su cargo, acción que repercutió en la obra de Monroy y lo dejó sin apoyo económico, que sumado a la presión de grupos conservadores lo forzaron a dejar la obra inconclusa durante 27 años. El mural fue terminado en 1973 e inaugurado el 26 de noviembre del mismo año.
El segundo ataque a sus ideales a través de la pintura ocurrió después de 1977, cuando Gabriel Lima era presidente municipal de Autlán de Navarro. De acuerdo con Guillermo Tovar, cronista del municipio, Monroy no cobraría por el trabajo a realizar en las paredes del palacio municipal, su única petición fue que se cubrieran los gastos por la pintura y los materiales para montar su andamio, solicitud aprobada temporalmente por el ayuntamiento.
«El cabildo de Autlán estuvo de acuerdo con el costo que representaría, se aprobó el proyecto pero se echaron para atrás cuando vieron el boceto de lo que pintaría don Atanasio. Era muy polémico, una crítica a la política mexicana y al cacicazgo de General Marcelino Barragán quien estaba vigente todavía. Era grotesco».
Gabriel Lima asegura que Atanasio nunca le perdonó la crítica que hizo a su trabajo, pero afirma que en su lecho de muerte, Monroy lo quería cerca. En 2011, Lima publicó el libro Nació para pintar, en donde habla de la vida personal y artística de José Atanasio Monroy.
Últimos toques
Su desinterés por la fama fue parte de él hasta el último respiro. Atanasio Monroy volvió a Autlán de Navarro a los 83 años, cuando la mitad de su cuerpo estaba paralizado y su desplazamiento era impulsado por una silla de ruedas. Con la convicción de cumplir su propósito de vida, Monroy aprendió a pintar con la mano izquierda de la que emergieron nuevos paisajes y retratos. Atanasio se fue con aspiraciones y regresó con la experiencia de 65 años lejos de las montañas y calles que fueron sus primeras musas. Volvió con el recuerdo de haber vivido de la venta callejera de retratos en Europa, Estados Unidos y México, de haber pintado dos murales en Guadalajara y uno en su tierra natal.
Finalmente regresó a un lugar que ya no era su casa, sino la casa de su amigo Carlos Mardueño, el que le dio un lugar para vivir su vejez. Regresó con su esposa que es la pintura, la única compañera a la que aceptó darle su tiempo. Regresó para morir entre halagos y homenajes que nunca pidió, pero que simbolizan su vida.
El primer reconocimiento nació en 1993 con el cambio de nombre en el jardín que fuera su barrio durante la niñez, el jardín que hoy no pronuncia su nombre; para 1994, se conmemoraron los 50 años del mural pintado en el Centro Escolar Chapultepec. El tercer homenaje llegó en 1995 con una sala de exhibición de la Universidad de Guadalajara nombrada como él.
Aunque Atanasio no tuvo hijos, su nombre se reprodujo en distintos espacios de Autlán, como en 1996 cuando se le dio su nombre a una calle del fraccionamiento Valle La Grana y en 1999 la UdeG creó el Premio de Pintura José Atanasio Monroy, hoy bienal de pintura. En el 2000 no hay apariciones del pintor, sino hasta febrero de 2001 cuando se anuncia su muerte a los 92 años de edad.
Atanasio Monroy es un nombre que no está en Wikipedia, pero que aparece en más de 3 mil obras que demuestran su ideal de haber nacido para pintar y fue de la pintura que se mantuvo, sin más interés que el de crear y seguir viviendo para hacerlo.
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Esta nota fue publicada originalmente en LETRA FRÍA, que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes ver la publicación original.