#PeriodistasContraLaTortura
El mensaje del “estado seguro” contrasta con la realidad de decenas de personas que son víctimas de violaciones a sus derechos humanos por parte de las instituciones y los elementos que en teoría, están encargados de protegerlos. Los testimonios e incluso las propias estadísticas apuntan a que en Yucatán, la policía tortura y nadie quiere reconocer ese problema
Por Lilia Balam y Abraham Bote Tun
La sala de Adrián Sánchez está repleta de imágenes religiosas de cerámica. Entre los santos, los ángeles y una virgen, hay una fotografía suya, pero muestra una versión de él más joven, que cree que ya no existe. Cambió para siempre el Miércoles de Ceniza de 2014.
En ese entonces tenía 29 años y organizó una fiesta para inaugurar el hogar que le acababan de entregar como beneficiario de un programa estatal para personas que, como él, tienen una discapacidad.
El convivio se prolongó hasta la madrugada. Eran las tres de la mañana del Jueves Santo cuando un amigo le dio un aventón hasta la casa de su mamá. Se estaban despidiendo cuando pasó una patrulla de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) con siete policías a bordo.
El uniformado que conducía y su copiloto se bajaron del vehículo y comenzaron a interrogarlos. “¿Qué son estas horas de llegar?” “¿De dónde vienen?” “¿Qué haces solo con tu amigo en la calle?”, fueron algunos de los incómodos cuestionamientos que les hicieron.
Adrián les contó la situación, pero le exigieron su credencial de elector para “comprobar” que ese era su domicilio. Aunque la mostró, su acompañante no tenía la suya y la situación se tornó más violenta. Los otros policías se bajaron de la patrulla con sus armas en actitud intimidatoria.
El amigo de Adrián se puso nervioso y comenzó a tartamudear. Los elementos les ordenaron hincarse y Adrián se negó. Intentó entrar a su casa, pero le cerraron el paso. En ese momento, uno de los policías notó su aparato auditivo y comenzó a gritar que “era un espía”. Aunque intentó explicarles que el dispositivo le ayudaba a escuchar, los uniformados insistieron.
Trataron de meterlo a la camioneta, pero él logró zafarse y comenzó a pedir auxilio a gritos. Algunos vecinos salieron y comenzaron a preguntar qué pasaba. Incluso comentaban que Adrián era un buen muchacho. Pero los policías mintieron: argumentaron que estaba borracho y consumiendo sustancias ilícitas y que los estaba agrediendo con palos.
Con el ruido, la mamá de Adrián salió y le dijeron que se lo llevaban “porque era un espía y estaba trabajando contra el gobierno”. Lo tiraron al suelo, impidieron que se colocara su aparato auditivo pese a que su madre también explicó que tenía una discapacidad. Lo golpearon y finalmente, lo esposaron para meterlo a la patrulla, la cual no estaba numerada.
Lo trasladaron a lo que en aquél entonces eran las instalaciones de la SSP, ubicadas en la Avenida Reforma de Mérida. En el transcurso, los golpes y burlas continuaron. Al llegar al lugar, lo arrastraron, aporrearon en la pared y golpearon en el estómago y la espalda. Lo obligaron a desnudarse y abusaron de él sexualmente.
Amenazaron con violarlo y él comenzó a gritar. Le taparon la boca y tiraron al suelo para callarlo, y mientras se encontraba de rodillas, lo orinaron. Cuando se vistió, uno de los oficiales le tiró dos cubetazos de agua fría. Lo mantuvieron en una celda sucia, sin comida, agua ni jabón. Lo condujeron a una oficina, donde le tomaron sus huellas dactilares y le tomaron una fotografía de frente.
Pasó 12 horas ahí, apenas amaneció su familia contrató una abogada. Los policías sostuvieron que fue detenido por agredirlos física y verbalmente, y por hacer escándalo estando bajo la influencia de sustancias ilícitas.
Pero cuando la asesora legal exigió los exámenes toxicológicos, los oficiales reconocieron que no le practicaron ninguno. De hecho, el propio departamento de Quejas de la Secretaría admitió que no tenía pruebas para proceder en contra de Adrián y lo liberaron.
Por un momento el joven pensó que ahí acabaría la pesadilla, pero no fue así. Antes de salir uno de los policías lo amenazó diciéndole “ni creas que esto acabó aquí”. Dicho y hecho: esa misma tarde los elementos regresaron a su domicilio para amenazarlo. Lo hicieron varias veces.
Las secuelas de la tortura echaron raíz física y emocionalmente en su persona.
Adrián no suele hablar de los hechos que le trastocaron la vida, pero decidió hacer pública su historia porque a nueve años de lo sucedido no ha visto ningún cambio en el comportamiento de los policías en el estado, y le alarma la frecuencia con la que escucha casos de tortura y tratos o penas crueles, inhumanos y degradantes cometidos por los elementos de seguridad en Yucatán, “el estado más pacífico y seguro de México”.
Ese mensaje contrasta con la realidad de decenas de personas que son víctimas de violaciones a sus derechos humanos por parte de las instituciones y los elementos que, en teoría, están encargados de protegerlos.
Los testimonios documentados en este reportaje e incluso las propias estadísticas apuntan a que en Yucatán la policía tortura y nadie quiere reconocer ese problema. Las huellas de este delito en las víctimas, no solo son físicas, sino también psicológicas; sumadas a la impunidad e indiferencia de las autoridades de un Estado que se dice ser el más seguro del país.
Escucha el testimonio de Adrían aquí:
LA TORTURA POLICIAL: EL DELITO FANTASMA
A primera vista, las cifras oficiales apuntan a que hay baja incidencia de tortura en el estado. El Registro Nacional del Delito de Tortura (RENADET), indica que de 2018 a marzo de 2023 en Yucatán, se abrieron 27 expedientes por tortura y 3 por tratos crueles en la Fiscalía General de la República (FGR).
El Registro indica que en el mismo período no se abrieron carpetas a nivel estatal, sin embargo la Fiscalía General del Estado (FGE), a través de la Plataforma Nacional de Transparencia (PNT), informó que en los últimos cinco años se han presentado dos denuncias por el delito de tortura, ambas en 2022. Sin embargo en ese lapso, se iniciaron mil 532 investigaciones por tratos crueles.
En ese periodo no hubo ninguna sentencia emitida por esos delitos. Al comparar los datos, la impunidad es evidente.
En los últimos siete años, la Comisión de Derechos Humanos del Estado (CODHEY), únicamente ha emitido una recomendación por hechos de tortura: fue en 2016, cuando un grupo de cuatro policías municipales del Ayuntamiento del municipio Tekax detuvieron sin ninguna orden de aprehensión a tres personas y las privaron de la libertad ilegalmente para acusarlas de un delito que no cometieron. A una de ellas la golpearon con la intención de obligarla a confesar hechos ilícitos que no realizó.
La recomendación no fue aceptada por la comuna tekaxeña, pese a que ese ha sido el único caso sancionado por el delito de tortura en Yucatán desde 2016, de acuerdo con datos del Consejo de la Judicatura local.
Desde 2018 la Comisión ha emitido únicamente 14 recomendaciones por tratos crueles: nueve para la SSP, y cinco para las policías municipales de los Ayuntamientos de Kinchil, Huhí, Chemax, Tekax, Sacalum y Yaxcabá.
Aunque la SSP aceptó todas, solamente en cuatro casos brindó pruebas de cumplimiento parcial, en el resto no entregó ninguna evidencia de que acató las medidas. Los ayuntamientos aceptaron sin ofrecer pruebas de cumplimiento, salvo en los casos de Sacalum y Yaxcabá, que no aceptaron las recomendaciones.
Las estadísticas no son el primer obstáculo para conocer la magnitud real del problema de tortura en Yucatán. El más importante es señalado por varios especialistas: en el estado ese delito no se nombra, lo cual equivale a ocultar, minimizar, subestimar o invisibilizar la violencia policial.
Así lo explicaron María Paula Balam, directora ejecutiva del Centro por la Justicia, Democracia e Igualdad (Cejudi), y Ángel María Salvador, coordinador del Programa de Prevención de la Tortura en la organización Documenta.
Si a eso se añade que la mayoría de las quejas por tortura o tratos crueles son contra corporaciones policiacas, cuando el estado ocupó el tercer lugar por tener el mayor número de elementos de policía preventiva por cada mil habitantes en 2021, el tema toma un cariz distinto.
El delito de tortura es imprescriptible, es decir, es un delito que no caduca nunca y se puede denunciar incluso varios años después de que ocurren los hechos. Suele tener sanciones mucho más altas que otros ilícitos: contempla penas de tres a 12 años de prisión, de 200 a 500 días-multa y la inhabilitación para el desempeño de cualquier cargo público; mientras que, por ejemplo, en Yucatán las lesiones se castigan con tres a seis meses de cárcel, o de diez a cincuenta días-multa y de diez a cincuenta días de trabajo.
El hecho de que no se nombre no significa que no exista. “Muchas veces se niega porque cuando se ven los registros y el balance de las políticas, y dicen que hay cero casos de tortura, eso significa que las instituciones van muy bien. Lo que deberíamos decir es que se oculta mejor la información, porque sabemos que estas prácticas existen y no estamos ciegos. ¿Cómo puede ser que esas cosas que vemos, que documentamos, que nos cuentan, que todos sabemos que existen ahí, cuando vemos los datos oficiales no aparecen por ningún lado? Ahí hay un ejercicio de encubrimiento tremendo”, sostuvo Salvador.
De acuerdo con la Convención contra la Tortura de la Organización de las Naciones Unidas y con la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura, este delito implica a todos los actos o conductas realizados por funcionarias o funcionarios intencionalmente para ocasionar dolor o sufrimiento físico o mental a una persona, ya sea con fines intimidatorios, como castigo personal, como medida preventiva, para obtener una confesión, o con cualquier otro objetivo.
Según el Protocolo de Estambul, algunos de los métodos de tortura son los golpes, quemaduras, choques eléctricos, asfixia, lesiones por aplastamiento, lesiones penetrantes, violencia sexual, las detenciones en celdas antihigiénicas y en desnudez forzada, el confinamiento en solitario, la privación de estímulos, la desatención de necesidades fisiológicas, la pérdida de contacto con el mundo exterior, las humillaciones, amenazas, la limitación prolongada de movimientos o las posturas forzadas, entre otras.
Cuando conocemos esta información, las estadísticas nos enseñan un panorama totalmente distinto.
En los últimos cinco años, la CODHEY emitió 20 recomendaciones contra corporaciones policiacas municipales: 19 por el delito de lesiones y una por privación ilegal de la libertad. También hizo 42 recomendaciones dirigidas a la SSP: 40 por lesiones y dos por privación ilegal de la libertad.
Por otro lado, de 2018 a junio de 2023, se presentaron 81 denuncias por los delitos de homicidio, amenazas, robo, violación, abuso sexual, hostigamiento sexual y abuso de autoridad contra elementos de la SSP. Solo hubo sentencia condenatoria en un caso, por asesinato.
Además, se interpusieron cinco denuncias contra la Policía Estatal de Investigación (PEI), por abuso sexual y abuso de autoridad.
También se presentaron 43 denuncias contra policías municipales, incluida una por la violación de una infancia de tres años, ocurrida en 2018. Otros delitos de los cuales se les señaló fueron homicidio, amenazas, abuso sexual, hostigamiento sexual y abuso sexual.
De acuerdo con el Poder Judicial, solo en un caso se emitió una sentencia condenatoria, por el delito de homicidio, contra policías de Tecoh. También llegaron a juicio dos agentes de Kinchil, por los ilícitos de robo y violación, pero fueron absueltos.
De 2006 a 2021, la CODHEY documentó la muerte de 31 personas que se encontraban bajo custodia policial: 5 estando a cargo de la SSP, y el resto, mientras estaban bajo lresponsabilidad de las policías de los municipios de Mérida, Umán, Valladolid, Baca, Dzidzantún, Dzilam González, Hunucmá, Kanasín, Oxkutzcab, Teya, Tekal de Venegas, Tecoh, Tahmek, Temax, Tekantó, Tzucacab, Tetiz, Yaxkukul, Tixcacalcupul, Tekax y Teabo.
La diferencia entre la cifra de denuncias contra policías y la cifra de uniformados sancionados es abismal.
EL ACCESO A LA JUSTICIA: UNA SEGUNDA TORTURA
Dada la naturaleza del delito de tortura, es muy difícil que las víctimas se animen a denunciar. Para este reportaje, se realizó una encuesta en línea para personas víctimas de violencia policial. Respondieron 22 personas: 59% eran hombres, 27.2%, mujeres y 13. 6% personas no binarias. La mitad indicaron ser morenas,13.6% se autoadscriben como personas indígenas y 36.3% indicó tener alguna discapacidad.
Más del 50% identificó a la Policía Estatal como su agresora. Solo 9%, es decir, dos personas, interpusieron recursos ante la Fiscalía, pero una desistió del proceso.
“Nadie quiere denunciar. La gente tiene miedo: no tiene seguridad, le da pavor enfrentarse al sistema de justicia que está a favor de los perpetradores. El bando en que se posicionan las instituciones es para evitar que existan denuncias y por lo tanto, que no existan investigaciones”
detalló Salvador.
La tarde de ese 24 de diciembre, el joven de 27 años discutió con su familia en la comisaría X-kanchakán. Se alteró, por lo cual sus parientes pidieron la intervención policial para que se tranquilizara. La patrulla llegó a las 7 de la noche. Los uniformados le echaron gas lacrimógeno, lo sometieron y se lo llevaron. “Lo aventaron como un bulto, les dijimos que no lo hicieran”, relató Lizbeth Cauich, hermana de la víctima.
Dos horas después, mientras la familia estaba en las celebraciones navideñas, los uniformados regresaron para pedirles que se trasladaran a la cabecera municipal con sus identificaciones. No brindaron más detalles, solo dijeron que José Luis “estaba grave y lesionado”.
Al llegar les notificaron que había fallecido: primero, aseguraron que se suicidó en la celda; después, que murió en la ambulancia; y luego empezaron a decir que “había un chorro de sangre” en el lugar de la detención.
La familia afirmó que cuando se llevaron al joven no tenía lesiones, y cuando finalmente pudieron ver el cuerpo, notaron que estaba lleno de moretones, tenía la cara hinchada, una cortada en la pierna y perdió una uña. Luego confirmaron: la causa de la muerte fue asfixia mecánica por oclusión vía aérea (broncoaspiración).
Decidieron poner una denuncia y el proceso fue toda una odisea: se tenían que mover a la Agencia del Ministerio Público más cercana, que era la del municipio de Kanasín, lo cual significó un fuerte gasto. No contaban con recursos suficientes para contratar un abogado, así que les asignaron uno de oficio, pero no les brindó la asesoría adecuada.
Después de varias audiencias, llegó la sentencia. Declararon culpables de homicidio calificado a tres de los cuatro policías que participaron en los hechos delictivos. Los condenaron a 30 años de prisión, a pagar los gastos funerarios y una indemnización de un millón 737 mil 600 pesos.
Sin embargo, a la fecha dichas sumas no han sido entregadas a la familia, que además ha sido hostigada por la policía: los elementos han entrado al terreno de don Martín Cauich, el padre de José Luis, para matar a sus animales. Por el estrés y miedo, el señor tuvo una embolia que lo dejó en la cama sin poder caminar por días.
A la fecha, los parientes del joven siguen pagando las deudas que adquirieron para seguir el proceso penal. Ninguna autoridad les brindó apoyo como víctimas indirectas. Por si fuera poco, tiempo después escucharon que uno de los elementos sentenciados fue liberado bajo fianza, aunque desconocen si esa información es cierta.
El recuerdo y aroma de José Luis siguen presentes en la casa que dejó a medio construir y en la memoria de sus seres queridos que lo lloran. Al ver su foto, su sobrino más pequeño pregunta por él. “¿Quién es ese señor?”.
Escucha el testimonio de la familia aquí:
Odiseas similares atraviesan otras víctimas, lo cual en parte explicaría por qué desisten en algún punto en los procesos penales. Pero eso no es una justificación para la impunidad, pues el delito de tortura se debe perseguir oficiosamente, es decir, las autoridades tienen la obligación de investigar los casos de los cuales tengan conocimiento y deslindar responsabilidades.
Lejos de apuntar a un subregistro, estas circunstancias podrían ser síntoma de otras problemáticas.
¿EL ESTADO MÁS PACÍFICO DE MÉXICO?
Esa es una de las frases más mencionadas por las autoridades del Gobierno del Estado en los actos protocolarios. La respaldan con cifras que posicionan a la entidad como una de las que tiene menor incidencia delictiva y con informes como el Índice de Paz elaborado por el Instituto para la Economía y la Paz (IEP), que durante los últimos seis años ha colocado a Yucatán como la entidad más pacífica del país.
Con este discurso, año con año se justifican las grandes cantidades de dinero destinadas al fortalecimiento de los cuerpos policiales, además de la promoción de diversas políticas públicas y reformas legislativas encaminadas a su empoderamiento. Así lo confirman las cifras proporcionadas por la Secretaría de Administración y Finanzas (SAF), a través de la PNT.
Desde hace décadas el modelo de seguridad de Yucatán ha consistido en implementar una estrategia de prevención del delito “que ha colocado en su centro el despliegue militar y policial en el estado, así como el endurecimiento de medidas de vigilancia y control”, revela el informe “Intolerancia selectiva: historias de detención arbitraria y abuso policial en Yucatán”, elaborado por Elementa y Cejudi.
Basta con mirar la operación de estrategias como “Escudo Yucatán”, implementada durante el gobierno del priísta Rolando Zapata: se destinaron alrededor de 7 millones de pesos para el fortalecimiento tecnológico con el fin de prevenir la incidencia delictiva y promover reformas legislativas que elevaran las sanciones a algunos ilícitos.
Aunque cambió de nombre a “Yucatán Seguro”, durante la administración del panista Mauricio Vila se ha seguido con esa premisa: el fortalecimiento operativo de la SSP, la adquisición de equipo, vehículos, cámaras de videovigilancia, entre otras medidas para “reforzar” la seguridad.
El proceso de “securitización” del estado se ha manejado bajo la lógica de que mientras más cuerpos de seguridad y vigilancia existan y más detenciones se realicen, el estado será más seguro, según el informe de Elementa y Cejudi.
Por ejemplo, en el contexto de protestas sociales se han observado operativos con numerosos elementos de la fuerza pública. Sin embargo, algunos han concluido con la detención y tortura de manifestantes.
En la movilización organizada con motivo del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (#25N), el 25 de noviembre de 2019, la policía estatal arrestó de manera arbitraria y torturó a siete mujeres que se dirigían a la concentración.
Mariana* era una de ellas. En aquél entonces la joven migrante del Estado de México tenía 17 años. En entrevista recordó que los oficiales nunca les explicaron los motivos de la detención ni les leyeron sus derechos. Las sometieron y golpearon al subirlas a una patrulla. Después hicieron recorridos por el Anillo Periférico mientras las amenazaban.
Las llevaron a las instalaciones de la FGE, y en el estacionamiento, Mariana reiteró que era menor de edad. Entonces una de las policías le jaló el cabello, le hizo una llave y la ahorcó con el brazo.
A través de un comunicado, la SSP intentó justificar las detenciones argumentando que las manifestantes “portaban palos, objetos punzocortantes y latas de pintura en aerosol”. Añadió que todo fue parte de un operativo de seguridad vial y ciudadana implementado en las calles por la protesta feminista.
Escucha su testimonio aquí:
Sofía Caballero también fue detenida ilegalmente y torturada tras participar en una protesta en el 2023. Ella acudió el pasado mes de marzo a la marcha organizada en solidaridad con la lucha del pueblo maya de Sitilpech contra las megagranjas de cerdos.
Varios elementos de la PEI, vestidos de civil, sin uniformes ni acreditaciones, la arrestaron violentamente junto con uno de sus amigos en plena vía pública. Los oficiales no presentaron una orden de aprehensión ni tampoco les leyeron sus derechos. La metieron a un vehículo azul que no estaba rotulado con logos de la dependencia.
La detención ilegal quedó registrada en varios vídeos que grabaron las personas que presenciaron los hechos, los cuales fueron difundidos de manera inmediata en redes sociales. Horas después, la SSP emitió un comunicado, asegurando que la pareja agredió a servidores públicos, ya que un policía fue “lesionado severamente en la cabeza”.
Tras permanecer tres días encarcelada en el Centro de Reinserción Social (CERESO) de Mérida, el juez de Control Santos May determinó que la detención fue ilegal y ordenó su inmediata liberación. Calificó como “ineficiente” el “desafortunado” operativo ejecutado el día de la protesta.
“En estados con políticas represivas se decide renunciar a derechos fundamentales como la seguridad jurídica o la integridad de las personas, a cambio de tener una sensación de que se están cumpliendo las normas. Pero eso es una contradicción, porque los modelos represivos que atentan contra la integridad y dignidad de las personas, por definición son ilegales: están vulnerando unos derechos para tratar de garantizar otros. Es una trampa: algunos van a vivir seguros, pero al costo de que tengas poca seguridad, de que te puedan detener, no tengas garantías judiciales, te puedan someter a tratos vejatorios con tal de dar la imagen o el mensaje o la percepción de que vivimos en un entorno seguro”, apuntó Salvador.
Cejudi y Elementa detectaron que del total de quejas presentadas por tortura ante la CODHEY, 80%, es decir, mil 668 fueron iniciadas en el marco de detenciones arbitrarias, “lo cual visibiliza la relación entre el abuso policial y los actos de tortura que se pueden cometer en el estado”.
Otro de los patrones detectados en los casos de tortura documentados para este reportaje es la discriminación: personas indígenas, morenas, defensoras de derechos humanos y manifestantes son detenidas arbitrariamente, agredidas física y psicológicamente sólo por verse de manera “sospechosa”, por su tono de piel, la manera en la que están vestidas, su lugar de origen, su forma de hablar o su preferencia sexual.
Especialistas como Ángeles Cruz, coordinadora de Investigación de la organización Racismo MX, apuntan a un perfilamiento racial, que es una forma de discriminación en la que agentes de seguridad persiguen, acosan, vigilan o siguen a una persona por sus características físicas, sin una razón objetiva que justifique materialmente las acciones, bajo el argumento de velar por la seguridad.
Dichas características están ligadas a marcadores étnicos raciales, los cuales pueden ser tanto la tonalidad de piel, el ser ser percibida como una persona indígena, afrodescendiente o no nacional; características determinadas a identidades que histórica y estructuralmente son consideradas como “peligrosas”, “criminales” o “sospechosas”.
Esta práctica genera y refuerza narrativas de que lo malo, peligroso y criminal es lo racializado, lo moreno, lo negro, lo afrodescendiente, lo que se sale de la blanquitud. Además, ocasiona una diferenciación y refuerza los privilegios de las personas blancas, pero también más discriminatorias.
De acuerdo con Cruz, en Yucatán prevalece un perfilamiento racial que genera “una barrera tangible, profunda y muy fuerte entre las élites y las personas racializadas, una segregación que, por supuesto genera discriminación y muchos tipos de violencia”.
Esto porque “bajo la narrativa de perfecta seguridad que se promueve en Yucatán, la persona racializada, maya, indígena, afrodescendiente o que no es de aquí, es la peligrosa, la criminal, a quien hay que seguir. Sobre ella cae todo el aparato punitivo del Estado”, puntualizó.
Esto confirma que el Estado “se conduce de forma racista” y exhibe que el discurso de la seguridad solo es para unas cuantas personas: las élites blancas privilegiadas, para las personas de clase alta y que viven en ciertas zonas de la ciudad capital, coincidieron Cruz y Edith Olivares, directora ejecutiva de Amnistía Internacional México.
En los casos de violencia policial que Amnistía Internacional México ha documentado y acompañado, se nota claramente un patrón de perfilamiento racial. Dicha organización ha puesto este tema sobre la mesa ante las autoridades de Yucatán, y ha insistido en la necesidad de tener modelos para la atención policial y capacitar a los elementos.
“No sabría decir si los policías no conocen cómo deben actuar, eso creo que corresponde a sus propias jefaturas señalarlo, pero es importante que en Yucatán se abra la conversación ,sobre cómo las corporaciones policiales y otros elementos de procuración de justicia están haciendo uso de detenciones arbitrarias y tortura para criminalizar a ciertas poblaciones específicas”, sostuvo Olivares.
LOS AVANCES LEGALES, GRACIAS A LA LUCHA DE LAS VÍCTIMAS
Las acciones que se han implementado para combatir la tortura en el estado han sido ineficientes. Apenas fue en diciembre de 2003 cuando se emitió la Ley para Prevenir y Sancionar la Tortura en el Estado de Yucatán, bajo la cual se consideraba a la tortura como un delito grave.
Esa norma fue abrogada en 2018, cuando se promulgaron una serie de reformas al Código Penal y a las leyes de Comisión de Derechos Humanos, de Víctimas, y del Sistema Estatal de Seguridad Pública del Estado, para armonizar el marco legislativo local con la Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes.
Derivado de esto se creó la Unidad de Investigación y Litigación Especializada en Delitos de Tortura, la cual inició funciones el 1o de abril de aquel año, y cuyo objetivo era investigar y perseguir los delitos de tortura y otros tratos crueles.
Las modificaciones a la ley no sirvieron de mucho. Siguieron reportándose casos graves de tortura en la entidad. Fue justo entre agosto y julio de 2021 que ocurrió un hecho que fungió como parteaguas en la defensa de los derechos humanos: la tortura y asesinato de José Eduardo Ravelo.
José Eduardo era un joven migrante, originario de Veracruz. Tenía 23 años cuando fue detenido sin una orden de aprehensión por elementos de la Policía de Mérida en el Centro de la ciudad. Entre varios oficiales lo sometieron y golpearon; además, de acuerdo con su madre, Dora Echevarría, también fue víctima de violación.
El joven denunció los hechos pero el ataque fue tan brutal que días después falleció en el Hospital General “Dr. Agustín O’Horán”. Dora protestó frente al Palacio de Gobierno para exigir justicia: colocó el ataúd de su hijo en la entrada y no se movió sino hasta que un funcionario salió a atenderla.
Al día siguiente los uniformados fueron detenidos, pero unos días después los liberaron, ya que el Juez de Control, Rómulo Bonilla, determinó que los datos de prueba eran insuficientes para vincularlos a proceso. Además aseguró que había varias incongruencias al comparar las pruebas presentadas por la FGE con las declaraciones de José Eduardo.
A la par, comenzaron a circular “notas” en medios de comunicación que criminalizaron al joven. Lo acusaron de tener una adicción, dedicarse al trabajo sexual, entre otras circunstancias en el afán de minimizar o justificar los delitos que se cometieron en su contra.
Pero la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) confirmó que José Eduardo fue torturado por uso excesivo de la fuerza, detenido arbitrariamente, abusado y agredido durante 42 minutos por los policías municipales.
El organismo también determinó una serie de recomendaciones a las autoridades tanto estatales como municipales. Por ejemplo, que el Ayuntamiento de Mérida ofreciera una disculpa pública institucional a la familia del joven y reparara los daños. A la fecha, no ha ocurrido ninguna de las cosas.
Sin embargo, la CNDH también señaló la necesidad de que el Estado fortaleciera los mecanismos de control y mantuviera capacitado al personal encargado de la hacer las pesquisas de esos delitos.
La barbarie del asesinato de José Eduardo retumbó dentro y fuera del país. Dora alzó la voz en incontables ocasiones para defender la memoria de su hijo y exigir justicia. Ha encabezado múltiples protestas para recordar que sigue a la espera de justicia, pues el caso se encuentra estancado: la FGR ni siquiera ha determinado la causa de la muerte.
En entrevista, Dora afirmó que acudirá a cada instancia, hasta llegar a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), de ser necesario. También planea realizar un proyecto para combatir la tortura en el país.
Gracias a su constante lucha y la recomendación de la CNDH, en el Congreso del Estado se promovió un paquete de reformas para prevenir, investigar y sancionar la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos y degradantes, mismo que fue aprobado en abril de 2022.
Además de reforzar las atribuciones de la Comisión Ejecutiva Estatal de Atención a Víctimas (CEEAV), del Centro Estatal de Prevención del Delito y Participación Ciudadana (CEPREDEY), y de la CODHEY, el paquete incluía la creación de la Vicefiscalía Especializada en Delitos de Tortura y Actos Crueles, Inhumanos y Degradantes en la FGE, la cual inició operaciones en abril de 2022.
No obstante, esto sigue estando lejos de ser del todo un avance, pues de acuerdo con la abogada Balam, a la fecha no se ha observado la materialización de las reformas: aunque existen en la ley, no se implementan.
La vicefiscalía todavía no figura en el directorio de la FGE y hasta mayo de 2023 solamente contaba con tres fiscales investigadores adscritos y tres policías. Además, para brindar los servicios periciales y técnicos especializados, se auxilia del personal de la dirección del Instituto de Ciencias Forenses del Estado, es decir, no cuenta con peritas o peritos propios, según información proporcionada por la FGE a través de la PNT.
Esto último es un foco rojo, pues la vicefiscalía es la encargada de conformar las carpetas de investigación, recabar evidencias para poder llevar el caso a juicio y finalmente llegar a una sentencia. Para esto se requiere personal altamente capacitado no solo en derecho y criminalística, sino también en el Protocolo de Estambul, el manual que debe aplicarse para investigar de manera eficaz casos de tortura y tratos o penas crueles, inhumanos y degradantes de acuerdo con estándares de derecho internacionales.
Además, la Fiscalía admitió a través de una solicitud de información que la Vicefiscalía Especializada no tiene Centro de Costos: todavía se encuentra en proceso de trámite. La Unidad Especializada tampoco lo tuvo.
Desde 2018 hasta la fecha lo que se ha hecho es incluir las actividades relacionadas con el delito de tortura entre los gastos de la Vicefiscalía de Investigación y Control de Procesos, a la cual se le han destinado los siguientes recursos:
Es visible la diferencia de recursos destinados a investigar, prevenir y sancionar el delito de tortura comparados con los que se otorgan a los programas para reforzar la seguridad en Yucatán.
En diciembre de 2021 se reguló el funcionamiento del RENADET a nivel nacional y un año después, a nivel local. Sin embargo, hasta marzo de 2023 era inaccesible y no había ninguna persona que dirigiera la plataforma. Solo se contaba con un enlace técnico de la FGE que realizaba la captura de información en un archivo de Excel y, “cuando existieran carpetas de tortura” se enviaban al RENADET, de acuerdo con datos de la PNT.
Por otro lado, la CODHEY, que es el organismo público autónomo encargado de recibir quejas por violaciones a los derechos humanos cometidos por servidoras o servidores públicos, admitió a través de la PNT que hasta 2022 no contaba con peritos médicos especializados en documentar tortura, tratos o penas crueles e inhumanos y degradantes.
De hecho ante casos de tortura, la CODHEY ha insistido en que no puede acreditar la comisión del delito porque no cuenta con trabajadoras o trabajadores preparados para implementar el Protocolo de Estambul.
Olivares y Martínez urgieron a que el organismo cuente con personal capacitado, haga un informe diagnóstico sobre el delito de tortura en Yucatán y emita una recomendación general que incluya los vínculos de ese delito con las detenciones arbitrarias y el abuso policial.
Por si todo esto fuera poco, en el estado todavía está pendiente homologar la legislación local con la Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas, Desaparición Cometida por Particulares y del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas.
A la par de todas estas omisiones, ninguna autoridad admite que en Yucatán la policía tortura y abusa. Y el primer paso para resolver un problema es reconocerlo, sentenció Olivares. El resto de las y los especialistas consultados para elaborar este reportaje están de acuerdo con ella: para erradicar estas violaciones a los derechos humanos, es urgente admitir que están ocurriendo.
Por ello el papel de las asociaciones civiles y de la ciudadanía es fundamental para visibilizar la problemática y no seguir permitiendo la impunidad en esos delitos.
“¿Qué es lo que nos toca hacer? Como sociedad civil, como individuos, como personas política y socialmente sensibles, señalarlo hasta que esas mentiras no se puedan seguir manteniendo. Porque si dicen ‘aquí no se tortura’ y dices ‘está bien’, pues no pasa nada. Esa es la postura que debemos evitar, tenemos que negar sus negaciones”, puntualizó Salvador, de la organización Documenta.
Para este reportaje, se solicitaron entrevistas con el Fiscal General del Estado, Juan Manuel León, y con quien ha ejercido como Secretario de Seguridad Pública desde 2007, Luis Felipe Saidén. La vocera de este último, indicó que “pasaría el mensaje” de la petición, pero no dio seguimiento. Del equipo del primero, nunca se obtuvo respuesta.
INFIERNOS VISIBLES E INVISIBLES: LAS SECUELAS DE LA TORTURA
Mientras tanto, las víctimas de tortura y abuso policial tienen que lidiar con las secuelas, que son equiparables al delito. Pueden ser físicas, como en el caso de Ramiro*, de 36 años, quien fue torturado por elementos de la SSP tras ser detenido de manera ilegal en un retén policial que se encontraba instalado en la carretera Conkal – Chicxulub Puerto en 2020.
Tiene recuerdos borrosos de esa noche: que los policías obligaron a su acompañante a bajar del vehículo, lo esposaron y despojaron de sus pertenencias, mientras otro elemento “con un perfil francamente psicópata” también lo sacó del auto. Lo cateó, abusó sexualmente de él, le quitó su teléfono, cartera y exigió la clave de seguridad de su tarjeta bancaria mientras le daba manotazos en las orejas.
Lo metieron en el asiento trasero de la patrulla y amenazaron con “llevarlo al manglar para darle un balazo”. Pero trasladaron a ambos a la estación policial de Progreso, donde igual los amenazaron si denunciaban los hechos: les dijeron que tenían sus direcciones y si decían algo, los matarían. Al día siguiente los liberaron.
Además de dejarle profundas heridas emocionales, a Ramiro le dañaron los tímpanos con los golpes. Uno sí sanó, pero el otro perdió 30% de su capacidad auditiva. Tuvo que dejar el trabajo que amaba: la música y la producción de audio. “Ahorita necesito una operación, me tienen que poner un parche para que ya recupere la audición”, dijo.
Aunque por ley podría haber accedido a la reparación del daño, Ramiro decidió no acercarse a las autoridades ni denunciar por temor a que su vida y la de su amigo corrieran peligro. Hoy sigue preguntándose cómo pudieron ser víctimas de esos delitos. “Fue un crimen, un asalto a mano armada”, apuntó.
Escucha el testimonio de Ramiro aquí:
Las víctimas de tortura también suelen presentar afectaciones psicológicas, como el Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT) u otros. Cuando recuperó su libertad, Sofía dejó de dormir, de salir a la calle y de trabajar, pues tenía delirios de persecución y paranoia.
Tres meses después de su liberación fue citada por la Fiscalía para rendir una declaración y pidió apoyo psicológico y médico. Sin embargo, no recibió ningún tipo de atención. “Te ves bien, no podemos mandarte con el médico”, fueron las palabras del personal de la dependencia. Decidió no continuar ningún proceso penal y se mudó, en un intento por alejarse de las pesadillas.
No ha sido la única desplazada por la violación a sus derechos humanos. José Adrián es un joven con discapacidad auditiva que fue detenido arbitrariamente y torturado en la comunidad maya X-Can, del municipio de Tekax, en febrero de 2016.
Tenía solo 14 años cuando los uniformados lo arrestaron en la calle, bajo el argumento de que estaba cometiendo vandalismo y dañando un vehículo policial. En ningún momento fue evaluado por personal médico. Permaneció esposado y atado a un objeto que colgaba del techo, y lo presionaron para que se auto inculpara por los desperfectos de la patrulla. Su familia tuvo que pagar una multa para liberarlo y fue obligada a costear las afectaciones al vehículo.
Con el asesoramiento de Amnistía Internacional, presentó una denuncia, pero transcurrieron años y la familia apenas consiguió la reparación del daño: el Gobierno del Estado le otorgó una beca de estudios al joven y a las víctimas indirectas, es decir, su mamá, Adelaida, y su hermano. También se le brindó atención médica.
Sin embargo, las amenazas, hostigamiento y criminalización del joven persistieron. Por ello, la familia decidió no continuar con la denuncia y se mudó a otro estado. Los responsables del ataque nunca fueron sancionados. Tampoco ofrecieron la disculpa pública que José Adrián y su madre, Adelaida, solicitaron para limpiar el nombre del joven.
“El acceso a la justicia no se limita a la sanción: la reparación del daño es parte de ella. En el caso de José Adrián no podemos decir que hubo justicia, porque no hubo sanción, aunque sí hubo reparación del daño. Podríamos decir que fue tan incompleta como cuando hay sanción pero no hay reparación del daño”, sostuvo Olivera.
En este sentido, la representante de Amnistía Internacional recalcó que ahí lo crucial es el valor y resistencia de las víctimas, pues sin su trabajo e impulso, los procesos penales no avanzan.
Para la elaboración de este reportaje se solicitó a la CEEAV a través de la PNT, las estadísticas de víctimas de delitos de tortura, tratos o penas crueles, inhumanos y degradantes, entre otros ilícitos relacionados con violencia policial.
La dependencia contestó que “no cuenta con información relacionada toda vez que, hasta la presente fecha, no se han presentado víctimas de delitos, cometidos por policías; no existen registros de personal policía que haya cometido alguno de los delitos antes mencionados; en consecuencia no se han otorgado medidas de ayuda inmediata; medidas de asistencia y atención; medidas de reparación integral; en conclusión no existen registros por parte de la comisión de ejecutiva estatal de atención a víctimas, desde que fue creada y hasta la actualidad”.
Sin embargo la FGE sí proporcionó información. Entre 2018 y 2023, fueron 41 las personas que denunciaron a policías: 23 por abuso de autoridad, 9 por violación, 5 por abuso sexual y 4 por hostigamiento sexual. Además, dos personas fueron asesinadas por agentes. En general, tenían entre 3 y 58 años. Salvo por el caso del homicidio de José Luis, se desconoce si a las demás personas se les brindó alguna indemnización o se les garantizaron medidas de no repetición.
De acuerdo con el Observatorio contra la Tortura, de 2018 a 2022, la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), ingresó a 12 víctimas directas e indirectas de tortura al Registro Nacional de Víctimas, sin embargo ninguna recibió alguna reparación integral: sólo dos fueron beneficiarias del fondo de ayuda, asistencia y reparación Integral por violaciones a derechos humanos cometidas por autoridades federales. No hay víctimas directas e indirectas de tortura en el Registo Estatal de Víctimas.
Tras ser torturado en 2014, Adrián tuvo un cuadro postraumático tan fuerte que le ocasionó una parálisis facial.
Aunque él acudió a la CODHEY para levantar una queja, se enfrentó con un muro de insensibilidad y burocracia. Primero cuestionaron su testimonio y luego le dijeron que el proceso tardaría unos seis meses porque no contaba con los nombres de los policías que lo agredieron. Regresó tres meses después para darle seguimiento a la queja, pero le dijeron que no procedía y como era período de elecciones “no se podía”.
Al poco tiempo leyó en el periódico un caso similar al suyo y supo que se realizaría una protesta contra la violencia policial. Se unió y acudió al Palacio de Gobierno, y ahí lo atendió una funcionaria, que en privado le pidió disculpas por lo sucedido pero dijo que no podía hacer nada salvo indemnizarlo.
“Yo le dije que no me interesaba la parte económica, lo que quería era que los policías me dejaran en paz, que no estuvieran pasando todos los días y a cada rato enfrente de mi casa, ya que tenía miedo que me volvieran a llevar para golpearme y que le hicieran daño a mi familia o algunos de mis vecinos”, recordó.
Ante todas las trabas, optó por dejar la queja de la CODHEY y trató de seguir su vida, aunque no lo ha logrado. Renunció a su trabajo y todavía le tiene pavor a policías, patrullas y retenes.
“Me siento responsable de no seguir con mi denuncia, porque desgraciadamente hasta la fecha siguen ocurriendo estas cosas”, admitió.
Adrián perdió la sonrisa que exhibía en su foto antigua. Ya pasaron nueve años, pero todavía tiene dificultades para hablar. Casi no sale y si lo hace, debe estar acompañado. Trata de vencer, cada día, el terror que lo acompaña. Está en alerta todo el tiempo. Cada vez que se ve al espejo o le intentan tomar una foto, ve las marcas físicas y emocionales.
“Veo mi cara chueca, no tengo una sonrisa como la que yo tenía…Afortunadamente no me fue tan mal como a otras personas, sigo vivo, pero sí me destrozó el alma”, concluyó.
TESTIMONIOS
* Los nombres de algunas de las personas que compartieron sus testimonios fueron cambiados.
CRÉDITOS
Texto y fotografías por Lilia Balam y Abraham Bote
Gráficas por Lilia Balam
Ilustraciones de testimonios por César Ayala
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Este reportaje fue publicado originalmente en Disidente MX. La investigación fue realizada en el marco del proyecto «Periodistas contra la Tortura» con el acompañamiento de la organización Documenta.
Aquí puedes acceder a la pieza original