Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre /@i_gonzaleza
Por ahí de 1944, Karl Polanyi publicó un interesante librito titulado: The great transformation: the political and economic origins of our time (Beacon Press, 2001). En este, el reconocido sociólogo austriaco se enfocó en el análisis de los cambios asociados tanto con la expansión del capitalismo industrial, como con la mercantilización de la sociedad, los cuales tuvieron lugar en buena parte del hemisferio occidental desde mediados del siglo XIX.
El advenimiento de una economía de mercado autorregulada —y la consecuente retirada del Estado de buena parte de sus funciones— reconfiguró, con distintos ritmos e intensidades, pero de manera profunda, a nuestras sociedades. Lo anterior trajo consigo una dislocación de los arreglos institucionales (económicos, políticos, etc.) hasta entonces vigentes: si antes el intercambio de bienes y servicios se fundamentaba en lo comunitario, y en una red de normas y obligaciones sociales, la regla ahora sería el beneficio individual y una lógica economicista anclada en las leyes del mercado.
La economía y la sociedad se volverían así esferas autónomas, cada una regida por sus respectivas racionalidades. Desde luego, este proceso —esta Gran Transformación— no estuvo exenta de desequilibrios y tensiones y uno podría decir que continúa hasta nuestros días.
Pues bien, en este contexto, ya es casi un lugar común afirmar que hoy estamos frente a una nueva «Gran Transformación», casi de la misma magnitud —o mayor— que la analizada por Polanyi. Esta alude, en buena medida, a la incorporación intensiva y extensiva de la variable tecnodigital a la producción de la vida social. La literatura existente al respecto es más que amplia. Desde los trabajos canónicos de Manuel Castells (La era de la información) y Carlos Scolari (Hipermediaciones); hasta los textos recientemente publicados por Elena Esposito (Artificial communication) e Ignacio Siles (Vivir con algoritmos), la desigual y paulatina digitalización de la sociedad está más que documentada.
No obstante, desde mi perspectiva, una de las obras más certeras respecto a este punto es el trabajo seminal y disruptivo de Paula Sibilia (La intimidad como espectáculo), quien da en el clavo con sus intuiciones. Este libro en particular me resulta crucial porque metaforiza con precisión quirúrgica nuestro presente: la diseminación y apropiación de una cultura mediática anclada en las plataformas sociodigitales ha engendrado una especie de «exhibicionismo/voyerismo digital» que banaliza prácticamente todos los ámbitos de la actividad humana; incluida la política.
En este sentido, no hay que perder de vista que la escenificación teatralizada hasta de los aspectos más privados tiende a vaciarlos de contenido. Esto adquiere tintes ominosos cuando el énfasis se coloca en un campo político como el mexicano. Así es: la espectacularización de la política tiende a banalizar de manera conspicua esta actividad. El contenido de las plataformas políticas y los proyectos de nación pasan a segundo plano. Hoy importa más la mediatización de las y los políticos, así como el entretenimiento y la publicidad disfrazados de información fidedigna. Del andamiaje ideológico robusto que dotaba de una ética discursiva a la actividad política, hemos transitado a la frase lacrimosa y prefabricada, acomodaticia y carente de sustancia, basada en el ímpetu chimoltrufiesco del «como digo una cosa, digo otra». Simulacro y simulación. Forma sin fondo. TikTok mata Twitter.
Hoy, una imagen cuidadosamente pulida para interpelar a una audiencia específica representa un mayor capital político que un universo de saberes sólidos acerca de cómo gobernar. El mensaje simplista y polarizante que conecte sentimentalmente con el desencanto ciudadano se impone ante el debate profundo y el consenso racional en torno a los grandes problemas nacionales. El discurso vacío seduce. La evaluación crítica repele. En consecuencia, se construye un imaginario fantasmático desde el que se piensa que los procesos electorales —y en última instancia, los futuros posibles— se movilizan a modo de reality show. Lo importante se trivializa. La retórica sensacionalista es reina. Dividir y vencer se erige en ley. La comunidad va en declive. La calidad del debate público pasa a segundo plano. Lo que importa es la presencia constante en las pantallas. La ciudadanía se reduce a un mero consumidor. Estética 1 – Ética 0.
Ahora bien, ¿cuáles son algunas de las consecuencias de la banalización de la política? En principio, lo más evidente es la transformación de esta actividad en un gran circo. Y esto no es un asunto menor. Sin duda, puede conducir a la toma de decisiones nefastas por parte de las y los ciudadanos (i. e. la elección de líderes que son titánicos mientras están en campaña, pero que son un costal de papas al momento de gobernar). A lo anterior habría que sumar tanto el erosionamiento de lo democrático como la despolitización de la sociedad.
Por una parte, privilegiar la forma por encima del contenido conlleva el riesgo de dejarse llevar por simpáticas ocurrencias populistas —inviables y carentes de sustento— y abandonar a su suerte la crítica y la racionalidad (o la versión más ominosa de este proceso: el enmascaramiento de intereses personales o partidistas que se presentan ante la sociedad como si fuesen el«interés público»). Así, el anclaje mediático de la política suele fomentar la polarización y la confrontación, obliterando las posibilidades del diálogo y del consenso. Adiós, democracia. Hola, oligarquía.
En última instancia, todo ello produce una estructura que incrementa la desconfianza tanto en las instituciones supuestamente democráticas como en la clase política en general. Se desgarra el vínculo entre las preocupaciones de la sociedad y la arquitectura de la agenda gubernamental, central para la arquitectura de lo democrático. De tal forma que se desincentiva el involucramiento ciudadano en los asuntos públicos, produciendo así un vacío en el campo político que suele ser llenado por algunos de los poderes fácticos. ¿Alguien dijo «crisis de representación»? No está de más señalar —con alarma— que en un país con condiciones como las nuestras no es descabellado pensar en la instauración de soberanías criminales basadas en regímenes de violencia. Ojo ahí. Este es un peligro latente. En fin, aquí lo dejo por hoy.
Con seguridad, en próximas entregas discutiré acerca de algunas otras consecuencias de la banalización de la política. Solo me resta decir que, de cara al próximo proceso electoral de 2024 —uno de los más importantes de nuestra historia reciente—, no está de más parafrasear a aquel famoso primer ministro francés y afirmar que hoy —quizá más que nunca— la política es más que un espectáculo. Por el contrario, es un asunto terriblemente relevante como para dejarlo solo en manos de la clase política.