Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @I_gonzaleza
Vamos de mal en peor. Tengo a la mano el más reciente reporte publicado por el Varieties of Democracy Institute (V-Dem), y luego de leerlo he quedado estupefacto. No sorprendido, aclaro; sino estupefacto. Nada más. ¿Por qué? Déjenme les cuento. Desde hace varios años, en el documento referido se analiza el estado que guarda la democracia en más de 250 países en todo el orbe. Y la evidencia que ahí se recopila representa un duro golpe, puesto que resulta poco favorable para el desarrollo de este tipo de regímenes. Así, según el Instituto con sede en la Universidad de Gotemburgo, puede decirse que, en la última década, se ha dinamitado buena parte de los avances democráticos logrados socialmente en los pasados treinta y cinco años. Vaya retroceso. Es como abandonar las computadoras para regresar al ábaco. No damos una. De acuerdo con las mediciones plasmadas en el mencionado documento, se tiene que, en promedio, la democracia a nivel global cuenta hoy con características muy parecidas a las que mostraba a mediados de la década de los ochenta, en el siglo XX. Cosa preocupante.
En este contexto, la región Asia-Pacífico es la que presenta un mayor declive en este rubro, puesto que hoy se sitúa en niveles similares a los observados en 1978. Pero en América Latina no cantamos mal las rancheras: aun cuando nuestras democracias —minimalistas y precarias— prevalecen, traemos niveles parecidos a los que veíamos hacia el final de la Guerra Fría. Nada grato. De este modo, no es descabellado señalar que, en un amplio sector de los países que se analizan en el reporte, se observa un desgaste constante de aspectos que resultan centrales para la consolidación de cualquier democracia. A escala global, cada vez es más frecuente la presencia de fenómenos como: el riesgo de que decaiga la calidad de los comicios electorales; incrementos sustanciales del grado de concentración del poder político; la diseminación de información falsa por parte de instancias gubernamentales; la censura hacia medios de comunicación que emiten opiniones críticas; hay diversos grados de coerción de la libertad de expresión, así como el denuesto represivo y sistemático dirigido hacia diversos organismos de la sociedad civil, entre otros. Como se percibe, el horizonte es, por decir lo menos, ominoso.
Así, con distintos grados e intensidades, el deterioro de la democracia es más que palpable en la esfera política contemporánea. Para ilustrar este proceso basta con subrayar que —según lo dicho en el informe citado— hoy más del 70 % de la población mundial vive en regímenes autoritarios. En contraste, solo el 13 % habita en países cuyo sistema político se encuentra más cercano a la democracia (electoral/liberal). Más aún, en lo que va del siglo, 2022 fue el primer año en el que en el mundo hubo más autocracias que regímenes democráticos. Pareciera, pues, que el consenso en torno a los principios de la democracia tiende a agotarse conforme dejamos atrás los primeros decenios del siglo XXI. Y lo hace con una velocidad vertiginosa.
Por si esto fuera poco, cabe señalar que en la última década se han incrementado el descontento ciudadano y la desafección política. Y no me malinterpreten. Es evidente que cada vez es más la gente que participa —sobre todo gracias al uso intensivo y extensivo de las redes sociales— en la conversación pública. Y lo hace con una intensidad inusitada. Pero tener voz no equivale a tener influencia. La incidencia real de la efervescencia política digital difícilmente logra colarse significativamente en la hechura de las políticas públicas. Más bien, produce el efecto contrario: la ampliación de la brecha entre las agendas gubernamentales (las cuales, muchas veces, encubren una moral privada disfrazada de interés público) y las demandas y necesidades ciudadanas. A la larga, esto trae consigo un profundo desencanto con la democracia y, por ende, se produce una estructura que incentiva las tentaciones autoritarias. Ojo ahí.
En este contexto, de cara al próximo proceso electoral a realizarse en junio del próximo año en nuestro país, vale la pena mirarse al espejo de lo democrático y tomarle el pulso al tablero político. No hay que perder de vista que esta coyuntura electoral será una de las más importantes de la historia en México. Hay mucho en juego. En este sentido, una mirada a vuelo de pájaro pone de relieve cuando menos tres tendencias/tensiones que una revisión más detenida. Esto es así porque, de una u otra manera, se enmarcan en la discusión sugerida más arriba y nos obligan a prestarle atención al posible deterioro de nuestra democracia:
- El innegable fortalecimiento de los partidos políticos (i. e. en términos presupuestales, ya que entre 2018 y 2024 este crecerá en aproximadamente 54 %) versus el contrastante debilitamiento de las entidades encargadas de organizar los procesos electorales (i. e. para el 2024, el INE tendrá un recorte de poco más del 20 % de su presupuesto). Lo anterior favorece tanto el retorno de una lógica de partido hegemónico como la reaparición del híper-presidencialismo y la concentración a ultranza del poder político. Insisto: de ahí a ceder ante cualquier tentación autoritaria hay apenas un pequeño paso.
- El desencuentro entre la heterogeneidad de las demandas provenientes de la ciudadanía y una agenda estatal más bien monolítica, homogénea (que, como ya se dijo, suele disfrazar un interés privado o de clase de interés público). Esto suele incentivar el crecimiento del desinterés y la desafección política. Al mismo tiempo, genera condiciones de posibilidad tanto para la profundización social como para que entidades como las fuerzas armadas o el crimen organizado se conviertan en actores políticos con una influencia inusitada.
- La des-democratizacion de la vida política y el consecuente vaciamiento de la esfera pública. Con ello se opera un desplazamiento importante de las fuentes de autoridad y de los núcleos a partir de los que se estructuran los mecanismos de legitimación desde los que se delibera acerca de la vida que vale la pena ser vivida. Así, en el plano institucional se consolida el militarismo del régimen —lo cual es diferente de la militarización—. Y quizá lo más preocupante: el fortalecimiento de actores para-legales y narrativas ancladas en la épica del crimen organizado que inciden de manera perversa en la producción de algún futuro posible. Dichas narrativas no son inocuas. En un contexto de violencia exacerbada, esta especie de estructura para-legal emergente incrementa cada vez más su control territorial, su base social y, por ende, su poder político: incide, pues, en la hechura de los asuntos públicos.
En fin, esta mirada apresurada me deja con más interrogantes que las que tenía al principio. Desde luego, hay que apelar a los sospechosos comunes:
1. Fortalecer los mecanismos de control y equilibrio del poder;
2. Garantizar la transparencia y la rendición de cuentas;
3. Fortalecer la educación cívica y la participación ciudadana. Y así, ad nauseam.
No obstante, ante unas coordenadas como las dibujadas aquí, prevalecen preguntas del tipo: ¿cómo garantizar la gobernabilidad democrática? ¿Cómo construir un entramado institucional que atenúe las tensiones desglosadas arriba (y sobre todo, que aminore los riesgos asociados con dichas tensiones)? ¿De qué modo nos involucramos en la arquitectura de una nueva cultura política en el que las fuentes de autoridad y los mecanismos de legitimación (i. e. la democracia) están en franco declive? ¿En qué medida estamos en condiciones de articular otra —y radical— soberanía anclada verdaderamente en la ciudadanía, de modo que ésta deje de ser —por decirlo à la Žižek— el centro ausente de esta ontología política que se nos presenta como aciaga?