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Construido en Ciudad Juárez con trabajo comunitario, el templo Pinole, además de un espacio de culto, se ha convertido en una plataforma social donde las comunidades originarias en la frontera comparten con otros pueblos. “Un lugar dónde bailar es rezar, orar, incluir, compartir”
Texto: Patricia Mayorga / Raíchali
Fotos: Edwin Hernández / Raúl F. Pérez / Antonio Mundaca
Ilustración: Brunof
CIUDAD JUÁREZ. – Grupos de danzantes de matachín de niñas y jóvenes mujeres indígenas rodean un camino de manta bordado con motivos rarámuri. Está colocado sobre el piso con ofrendas elaboradas por personas chinantecas, purépecha, rarámuri y mestizas. Más tarde llegan los danzantes aztecas para sumarse a la celebración eucarística para conmemorar los 25 años de trabajo de Jesús Vargas Campos, en su comunidad. Luego la explanada del recinto se convierte en danzas, comida y fiesta.
Es templo del Pinole de Nuestra Señora de Guadalupe, que construyó la comunidad rarámuri durante cuatro años en Ciudad Juárez, Chihuahua. Parecía imposible reunir el dinero para lograrlo, pero con la venta de pinole (una bebida energetizante que elaboran a base de maíz molido) reunieron lo suficiente para erigirlo en medio de la colonia Tarahumara, ubicada al poniente de esta ciudad fronteriza.
Con miles de botellas de vidrio de diferentes colores que encontraban y que les donaron, adornaron el templo con vitrales ideados por ellos mismos y lo realizaron con apoyo de expertos, como un ojo de pescado que corona la fachada sencilla, elegida por la misma comunidad, recuerda con orgullo Lorena Cano, gobernadora de la colonia Tarahumara.
Desde esta colonia construida en el cerro La Bola, que tiene inscrita le frase “La biblia es la verdad, léela”, se observa la ciudad de El Paso, Texas. Se encuentra al poniente de la ciudad y de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), tiene más de 3 mil 400 habitantes.
Hoy, esta iglesia construida con el esfuerzo de todos, es el centro ceremonial de la comunidad, donde refuerzan su identidad con danzas, rituales y convivencia. Además, este espacio lo comparten con personas de otros pueblos indígenas que viven en la misma colonia o en otras aledañas, principalmente chinantecas, zapotecas y purépechas.
La naturalidad con la que este espacio es compartido por pueblos originarios de distintos territorios, es algo que, para el exsacerdote Jesús Vargas Campos, está arraigado en la identidad de las comunidades indígenas: compartir.
“En los pueblos indígenas se ha palpado con más vigor el compartir. Aquí encontré vivo el Evangelio, en muchas historias, en muchos momentos, en muchas personas. Veo que el que nada tiene, te comparte”, explica Vargas Campos, quien llegó hace 25 años como franciscano a la colonia Tarahumara, en un proceso de inserción para vivir con las personas rarámuri y acompañarles desde el quehacer espiritual, social y comunitario.
“Si bien ya había tenido experiencias en otros lugares a lo largo de de mi proceso, siempre estuve conviviendo con la intención de servir, yo vine aquí a Juárez casualmente (…) yo quería vivir con la gente. Entonces, aquí fueron los rarámuri los que me abrieron su corazón, los que me abrieron su casa. Me decían al principio, ¿qué quieres de nosotros, porqué vienes con nosotros?. Yo soy de Guanajuato y por la orden (franciscana) llego aquí en la última etapa que está en El Paso. Venía regularmente a hacer apostolado aquí, pero esta comunidad es donde me dijeron que me necesitaban, me dieron la oportunidad de servir y apoyarlos”, relata Vargas Campos.
Jesús Vargas dejó la orden hace más de diez años. Después de 12 decidió no continuar porque él buscaba un espacio donde vivir en inserción, con la comunidad y no sólo visitarla. “Era una experiencia codo a codo, convivir en las noches, compartir la comida. La intención de vivir con los demás era lo que quería, lo demás es un regalo”.
“No fue fácil explicar a la orden, porque ya hay esquemas, hay moldes. Hay estructuras que muchas veces ahuecan el espíritu. Intenté muchas formas para continuar (en la orden). Le busqué por los mismos frailes, busqué con otros frailes (…) dije finalmente, después de dos años de búsqueda, ‘si no hay oportunidad (de continuar en la orden), lo voy a hacer’. Lo hice convencido, por eso estoy muy tranquilo, porque no me quedé con los brazos cruzados sino que le busqué.
“Creo que vine con la intención de escuchar, de no intentar cambiar muchas cosas que se buscan a veces en una evangelización (…) Fue al revés, ellos fueran los que me adentraron en su cultura y una vez que entro en su cultura, conozco a Dios desde su visión. Me enamoro de ese mismo Dios que ya lo conocía desde otra perspectiva, desde la sencillez, desde lo cotidiano”, comparte.
Con el paso de los años les acompañó, junto con otro equipo de personas, a diseñar y construir el templo del Pinole, que se convirtió en otro símbolo del arraigo para las comunidades que dejaron la Sierra Tarahumara para sobrevivir en Ciudad Juárez.
Los desafíos son fuertes, ya que en un contexto fronterizo, —en donde abundan la drogadicción, el alcoholismo y la delincuencia—, la juventud es presa fácil para quienes lideran esos negocios.
Después de vivir unos años más en la colonia Tarahumara, Vargas Campos se casó y tuvo hijos: sin embargo, aún brinda servicio de celebraciones en el templo y da acompañamiento a la comunidad.
En 2016, Vargas Campos fue nombrado comisionado para los Pueblos Indígenas (hoy es Secretaría para los Pueblos y Comunidades Indígenas) del gobierno estatal, lo que le permitió acercarse a otros pueblos originarios. Dejó el cargo al iniciar la actual administración, en 2021.
“Son pueblos autónomos que traen diferentes motivaciones. Entre los diferentes pueblos que habitan en Juárez, se respetan, pero que no ha habido así como mucha amistad todavía (…) en la Coepi y nos tocó hacer lo mismo: llevar lo aprendido con los rarámuri y empezamos a ubicar comunidades indígenas. Hoy, afortunadamente se tiene un padrón de 30 comunidades indígenas organizadas de más de 16 pueblos originarios presentes en la en la frontera”, relata Jesús Vargas.
Las comunidades indígenas que han llegado de diferente entidades del país y de la Sierra Tarahumara, luchan por mantener sus usos y costumbres, pero aún sufren una gran discriminación en esta frontera, principalmente los pueblos que llegan desde fuera de Chihuahua, quienes enfrentan diferentes barreras en las escuelas y en los espacios laborales y sociales.
Ahí radica la importancia del templo del Pinole, este espacio donde se han encontrado algunos de los pueblos indígenas que habitan en Ciudad Juárez. Los esfuerzos que impulsan ahora, por ejemplo, están encaminados a defenderse como población minoritaria haciendo sinergia entre ellos, pero el camino aún es largo para fortalecerse, explica el Jesús Vargas.
El exfranciscano lamenta que en Ciudad Juárez también haya mucho racismo, sobre todo con las personas indígenas que llegan del sur del país.
“Por ejemplo, si hay un mercado indígena y tú eres rarámuri, si te compro a tí y si tú eres mixteco, zapoteco, tú eres de Oaxaca, a ti te no te compro porque mi pueblo son los rarámuri porque son los de Chihuahua. Entonces ahí está esa discriminación también hacia otros pueblos. Pero entre ellos (rarámuri y otros pueblos) ser reconocen como indígenas y se han solidarizado entre ellos para hacerse valer”, explica Jesús Vargas.
Respecto de la relación entre los mismos pueblos indígenas y la iglesia, abunda en que no es que se logre un sincretismo, lo que viven ellos es respeto y aceptación mutua.
A las personas de pueblos indígenas que llegan a Ciudad Juárez las atrae las fuentes de empleo que, aunque no son las mejores, son opciones ante la marginación en la que viven en sus respectivos territorios. La frontera representa para ellos la tierra que les salva y les brinda mejores oportunidades.
Y es en este viaje que las personas indígenas han llevado a Juárez la resistencia, la fortaleza inquebrantable de la familia, el tequio (en Oaxaca) o el kórima (en Chihuahua), términos que significan compartir de manera incondicional.
El templo del Pinole es el mejor ejemplo de ello, fue construido de 2003 a 2007, entre hombres y mujeres rarámuri. El proceso comunitario los fortaleció. Recibieron apoyo con la venta de más de 50 mil costales de pinole, de los juarenses y de diferentes estados de Estados Unidos y de México.
En la publicación Kobishi Teopa Nana Guarupa significa “La iglesia del pinole de nuestra madre de Guadalupe“, explican que la idea de hacer el templo a base de pinole es porque se conjugan varios elementos de una comunidad indígena que sobrevive en un contexto urbano, sobre todo por lo que representa el maíz en la cultura indígena.
“El templo, más que un espacio de culto personal y aislado, es una plataforma de vida comunitaria. Aquí se fragua la unidad, la alegría, la comunidad, las relaciones. Un lugar donde bailar es rezar, orar, incluir, compartir. Aquí se grita, se escucha música, se ríe, se guardia respeto, se hacen diversas asignaciones y se dan un sinnúmero de vueltas”, narra la publicación
“La confianza ha sido fundamental, el respeto abonaron, y la apertura obligatoria para caminar en busca de un proceso y no de un resultado. Un camino (…) lleno de retos, donde no hay línea, ni partido, ni iglesia, ni credo. Sólo hay interés por la vida”, agrega.
Ahora, ante el acecho de la violencia, sobre el concreto de una tierra gobernada y dirigida por mestizos, las comunidades indígenas se niegan permanecer invisibles. Y el templo se convirtió en un ícono de trabajo comunitario que ahora comparten con algunas personas de otros pueblos originarios.
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Esta crónica forma parte de la investigación Border Fronterizos, historias de migración y violencia indígena de Oaxaca y Chihuahua, en Ciudad Juárez, realizada por Raíchali, ElMuroMx y El Universal Oaxaca con el apoyo del Consorcio para Apoyar el Periodismo Regional en América Latina (CAPIR), liderado por el Institute for War and Peace Reporting (IWPR).