Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @I_gonzaleza
Como seguramente se habrán dado cuenta, desde hace unos días buena parte de la conversación pública está copada por el nombre de un personaje conocido como «Peso Pluma». Más allá de discutir acerca de la calidad y del estilo musical de este señor, lo cierto es que el caso ha revivido un viejo ¿debate? en torno a los narco-corridos y sus derivados más contemporáneos (i. e. tumbados, alterados, bélicos, etc.). Como casi siempre ocurre —sobre todo entre las buenas conciencias— este tipo de coyunturas suele inflamar la tentación autoritaria de proscribir. Vaya, desde hace un par de décadas, tanto autoridades gubernamentales como ilustres integrantes de la sociedad civil han intentado —con muy poco éxito— impedir la difusión de este tipo de géneros musicales.
El argumento que se esgrime para lo anterior gira en torno a que los productos asociados con tales géneros sostienen un discurso que de una u otra forma hace apología de la violencia. Por ende, hay que erradicarlos —dicen—. Desde luego, es difícil que alguien pueda negar el tono apologético que prevalece en estas producciones de corte narqueril. Yo soy el primero en estar en contra de cualquier apología de lo violento.
Es más, no hay duda de que el diagnóstico es certero: de un tiempo para acá, en múltiples plataformas y medios se ha construido una narrativa cuya función ha sido la de normalizar, invisibilizar e, incluso, justificar lo violento. Los narco-corridos, innegablemente, son portadores de esta narrativa y algo hay que hacer al respecto. Insisto: el diagnóstico da en el clavo.
En cambio, el remedio yerra por completo. Así, es necesario plantearse serias reservas ante lo absurdo, facilista y peligroso que resulta la segunda parte de la premisa, es decir, aquella que postula la prohibición de éste —o de cualquier género musical— como la salida de este atolladero. Ojo ahí: quien en su ingenuidad se plantea como solución una estrategia que proscribe la música que detesta está a un paso de afirmar que, por ejemplo, el empoderamiento y la autonomía de las mujeres podrían beneficiarse de la difusión masiva de ciertas canciones de Lupita D’Alessio o de Paquita la del Barrio. Visto así suena ridículo, ¿no? A mí en lo personal, me apura que me vayan a obligar a quitar a El Piporro de mi playlist. Eso sí que no.
En fin, ¿se alcanza a ver cómo apostar por la prohibición de este tipo de dispositivos culturales es una medida destinada al fracaso? Una posición desde la que se proscribe se embelesa con la coyuntura y, al mismo tiempo, pierde de vista el carácter estructural de lo violento; confunde las causas con las consecuencias y el síntoma con la enfermedad. Más grave aún: una tendencia así suele criminalizar la precariedad y la vulnerabilidad (i. e. asocia lo violento con bajos niveles educativos y de ingreso).
En este sentido, «Peso Pluma» —como otros personajes antes que él; y como otros que vendrán después— es un síntoma de la violencia (qua acontecimiento), un espejo en el que se hace la crónica del abismo que nos habita, el trazado de un horizonte que llena los huecos de un entramado institucional en declive. Así, el acto de prohibir por prohibir se vuelve parte parte del problema; lo simplifica hasta un grado caricaturesco. De este modo, me parece necesario situar con precisión el debate. En consecuencia, más que deleitarse en el engrandecimiento o el denuesto del personaje, resulta más pertinente explorar el telón de fondo en el que éste se desenvuelve e indagar las condiciones que posibilitaron que una narrativa que normaliza, invisibiliza y justifica lo violento adquiriera tal grado de validación viral entre amplios sectores de la sociedad.
¿Por qué? Porque es precisamente en dicha reflexión donde podemos encontrar alguna escapatoria de este despeñadero. El tema a discutir no se encuentra en el consumo de éste y otros dispositivos culturales, sino en los procesos de producción y de distribución de los mismos. Es ahí donde se revela un entramado institucional sumamente erosionado. Es ahí en donde salta a la vista la incapacidad del Estado para brindar un futuro que ofrezca una mínima certeza a las y los ciudadanos (sobre todo a las juventudes). Es en dicha crisis de legitimidad y de ausencia de porvenir donde se generan condiciones para que las narrativas violentas (i. e. corridos tumbados, belicosos, series televisivas, etc.) ocupen los espacios vacíos provocados por el desfondamiento del Estado y de sus distintos aparatos. En la medida en que habitamos una era de empoderamiento estético y de la subordinación ética (como ejes en en los que transcurren nuestras deliberaciones colectivas acerca de la vida que vale la pena ser vivida), presenciamos tanto la emergencia del anti-héroe como figura a seguir; como la postulación de un horizonte de vida con acceso a un poder irrestricto pero efímero. Presentismo intenso, lo llama Valenzuela —con un tino impecable— en su El futuro ya fue…
En nuestros tiempos violentos se configura una estructura que incentiva el involucramiento de algunos sectores de la población (ricos y pobres; viejos y jóvenes; hombres y mujeres) en actividades ilícitas, violentas, que ofrecen recompensas inmediatas de manera impune. Quienes trabajamos con jóvenes nos encontramos con diversas variaciones de una narrativa que asevera: que “más vale vivir tres o cinco años a tope, con poder y dinero, que vivir una vida igual de jodida que la de padres y abuelos”. «Peso Pluma» y otros personajes como él acentúan el peso específico que tiene hoy dicha estructura en la configuración de un imaginario —cargado de inmediatez— en el que se legitima la vía violenta. No hay que perder de vista que él y otros como él representan el síntoma de algo más profundo y ominoso, de un malestar que nos ensombrece desde hace lustros. Pensar lo contrario implica suscribir una perspectiva pavloviana en la que las personas son reducidas a meros títeres que responden a un estímulo sensorial.
Al situar lo violento en el plano del consumo, es decir, en el ámbito de lo individual, se oscurece el carácter público/político de este flagelo. Y con ello, al mismo tiempo se minimiza el papel que debe jugar el Estado en materia de seguridad pública y de garantizar un mínimo de certezas. Confundir el síntoma con la enfermedad equivaldría a afirmar que para erradicar la violencia en nuestro país bastaría sustituir los narco-corridos con villancicos o con canciones de Cri-Cri (No, esperen, si uno mira bien, las canciones de Cri-Cri son terriblemente violentas, racistas y clasistas… Mejor juguemos a que Cri-Cri no).
¿Ah, verdad?