Maroma
Por Liliana Sarahí Robledo / Miembro de Maroma
“Me salí porque ya no aguantaba la carrilla” con esta frase Daniela de 13 años inició su narrativa para comunicar por qué sus padres habían decido interrumpir de manera permanente su trayectoria escolar.
Daniela es la segunda de tres hijas en la familia Jiménez. Su mamá, Martha, se dedica a la atención de todas las necesidades del hogar y su papá, Joel, es albañil que se ausenta de casa de lunes a viernes de 7:00 a.m. a 5:00 p.m. y los sábados sólo trabaja hasta medio día. Su papá es un hombre “raro” dice Irene y Gabriela, tías de Daniela:
“es como muy callado y reservado. Él solo va de la casa a su trabajo. Nunca sale y ni toma. Martha siempre tiene que estar lista de irse para la casa cuando lo ve pasar si está con nosotros en la casa (refiriéndose a la materna que está a unos pasos de diferencia). Siempre le tiene que dar de comer porque si no, así le va a la pobre. Es como parte de la rutina que tienen ellos como matrimonio”.
Daniela vive en una pequeña casa propia que heredaron del lado paterno, en la parte alta de una loma en Jiquilpan, Michoacán.
Daniela es una chica “tranquila y que no se mete con nadie. En las tardes se pone a organizarles juegos a los vecinos más chiquitos que juegan con su hermanita de seis años Valeria”, dice su tía Irene. Pero el resplandor de juego que caracterizaba a Daniela se apagó cuando entró a la secundaria. Nadie sabía por qué Daniela estaba tan callada. Un día que estaban jugando en el brincolín una de sus tías vio que Daniela estaba toda moreteada de las piernas y le preguntó que qué era lo que le había pasado a lo que ella contestó: “tía, por favor no le vayas a decir a mi mamá lo que viste, es que caí en la escuela y me golpeé, pero no quiero que se preocupe”.
En esa ocasión, su tía mantuvo el “secreto” de Daniela. A las dos semanas cuando entró al baño por casualidad vio que tenía más moretes que en la otra ocasión y decidió enfrentarla, primeramente, ante su mamá. Daniela empezó a decir varias excusas para que sus tías, su abuela, su prima, sus hermanas y su mamá que estaban reunidas no la descubrieran.
Daniela tenía miedo y estaba manteniendo en secreto lo que padecia en la secundaria. Martha, su mamá se quejaba de que Daniela ya no quería salir de la cama y que le “batallaba” mucho para que asistiera a la escuela:
“Un día la tuve que enfrentar para que me explicara qué era lo que estaba tramando. Al principio pensé que uno de sus profesores le estaba haciendo “algo” (refiriéndose a una cuestión de abuso sexual). Pero un día llegó con la mitad de su cabello cortado y soltó el llanto”, dijo su mamá.
Daniela estaba padeciendo abuso físico por parte de una de las niñas de la escuela que determinaba quienes serían las candidatas a víctimas que eran más fáciles de manipular, silenciar y golpear como forma de relacionarse y de ejercer cierto poder.
La abusadora, que nombraré como Jazmín, se escudaba de la situación de violencia armada que se vive en casi todos los municipios del estado de Michoacán (y seguro del país) y de que su hermano “andaba en la maña” para hacer atrocidades en los cuerpos de varias niñas.
Como la escuela secundaria a la que asistían está cerca de un cerro, el grupo de chicas responsables del abuso físico y psicológico encontraba rincones para que sus actos pasaran desapercibidos de los profesores; a los que también tiene/tenía amenazados. Su forma de operar durante las horas libres y en los recreos era con información de las víctimas. Según Daniela, ella le decía que sabía quiénes eran sus papás, conocía la dirección exacta de su casa y la de su abuelita porque la habían seguido en motos varias veces sin que ella se diera cuenta. Una de las frases más insistentes de Jazmín para cometer comportamientos violentos en la convivencia cotidiana escolar era: “si tu abres la boca de lo que te pasa aquí, mi hermano se encargará de ir a matarlos”.
Cuando la mamá se enteró de esto no necesitó de más razones que la voz de su hija e inmediatamente lo habló con su esposo. Ambos decidieron que la trayectoria escolar no sería el rumbo para Daniela y que ambos se sentían mejor teniéndola todo el dia en casa, apoyando en las tareas domésticas y en el cuidado de su hermana menor, mientras su hermana regresaba de la prepa a la que asistía.
Además, Jazmín le dejó una amenaza previa a salirse de la escuela: “si tú hablas de nosotras, a la escuela que vayas en Jiquilpan tengo contactos que te harán la vida imposible”. Ahora Daniela en casa no sabe qué pasará por el rumbo de su vida. “Tal vez en unos años me ponga a trabajar en alguna tienda o consiga algún negocio”, dice sobre sus expectativas de vida al estar ya tres meses en casa, sin asistir a la escuela.
¿Qué será de las niñeces donde la formación escolar ya no es un rumbo de vida? Cuando sabemos que los proyectos de escolarización a largo plazo en el Sistema de Educación no son funcionales, están en disonancia con las vidas de los estudiantes, los contenidos que se promueven como estrategias de aprendizaje no siempre resultan significativos para enfrentar los escenarios de vida contemporáneos y la carencia de sueldos que motiven a los docentes a mejorar sus incidencias con las niñeces. Considero que la mayoría sabemos de que algunos docentes no siempre tienen el compromiso ético que requiere la labor educativa de promover un ambiente de armonía y enseñanza en las formas de relaciones humanas para la convivencia social.
“Es triste lo que les pasa a las niñas cuando sufren abuso o bullying por sus compañeras, pero ni podemos estar en todo y hay cosas que no me tocan, por las que no me pagan”, dice Alberto profesor de la secundaria donde asistía Daniela.
Deslindarse es una buena forma de obviar los problemas, reconocer que no podemos hacer nada y si podríamos incidir es un desgaste de energía que no está cotizado en los sueldos.
Sería grandioso que en las zonas que están desatendidas de proyectos de incidencia para el reconocimiento de las violencias se implementarán talleres de organizativos para crear referentes de posibles tácticas para atender las formas de acoso que padecen las adolescencias y construir comunidades de alianza, de acompañamiento. En una región en la se contempla una atmósfera de miedo y se usan como referentes para ejercer poder e intimidar al otro nos habla de las ausencias de sensibilidades contemporáneas que padecen las adolescencias en sus contextos cotidianos. ¿Cómo lograr que las adolescencias encuentren un refugio aspiracional en las escuelas cuando algunas de sus proyecciones se orientan a la búsqueda inmediata de un recurso económico?
Considero que el reto son la creación de comunidades de acompañamiento para subsanar los padecimientos de las adolescencias en regiones marginales de incidencias. Que se realicen intentos para erradicar situaciones que emergen de los problemas relacionales, que tengamos un grupo de estudio, que existan acciones para reconocer que cada una de las voces y padecimientos cuentan. Que exista un nicho de acompañamiento emocional y contribuya a los conflictos relacionales. Que sepamos las y los adolescentes no callen lo padecen y que encuentren sintonías, no juicios: que se promueva la convivencia lo más armónica posible como parte del contenido de enseñanza en las aulas. La escucha para encontrar tácticas ante los padecimientos de violencias, antes los silencios.
Recordar que:
“la palabra siempre lleva alas, pues así como el pájaro no puede volar indefinidamente y ha de hallar algún lugar donde posarse, también la palabra alada necesita posarse y ser oída” (Jean Lacroix).
*En el texto se juega con nombres y apellidos de ficción para proteger los trayectos que se comparten en las labores de incidencia lúdica que casi siempre quedan como anónimas.