Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @I_gonzaleza
Hace más o menos un año escribí en este mismo espacio un texto titulado La era de la hiperpolítica. La finalidad de aquellas líneas consistía en subrayar cómo —en apenas unos pocos años— en sociedades como la nuestra ha habido un cambio fundamental: hemos dejado atrás una época en la que, gracias a la proliferación de la democracia liberal, desaparecerían prácticamente las grandes conflictividades sociales (i. e. la era de la post-política). Y así, hemos arribado a otra época en la que prácticamente todos los aspectos de la vida social tienden a politizarse y a ser susceptibles del más profundo escrutinio ideológico (i. e. la era de la hiperpolítica).
Esta especie de «cambio epocal», a partir del que opera una transformación de la esfera pública —movilizada en buena medida por la proliferación de un espacio tecno-digital—, tiene un doble filo. Por una parte, el tema político se ha reinsertado por completo en el plano de la conversación pública, otorgándole a la deliberación una importancia que no había tenido en décadas. Con ello se han visibilizado demandas y luchas que de otra manera permanecerían al margen de los distintos espacios en los que se estructuran las agendas públicas. Así, la efectividad de los procesos organizativos se mide más en relación con su capacidad para colocar temáticas en la agenda pública (ello a la par de su capacidad de convocatoria). En este sentido, no es descabellado señalar que en nuestros días se percibe un espectro movimientista que recorre el escenario nacional. Pareciera que hay cada vez más un revival de la potencia transformadora de la acción colectiva y de los procesos organizativos.
No obstante —por otro lado—, este retorno de lo público tiene una consecuencia perversa: en tanto que dicho retorno está fuertemente mediatizado, tiende a teatralizar la política y la vacía de contenido. Se vuelve forma pura, carente de fondo y, por ende, convierte a esta actividad en un espectáculo. Desde luego, este fenómeno no es nuevo. Las estrategias de simulación y las tácticas del disimulo han sido una constante en el campo político moderno.
Sin embargo, es innegable que de unos años para acá, estos procesos se han intensificado de manera exponencial. Por supuesto, en nuestro país sobran los ejemplos que ilustran lo anterior. Quizá los más recientes se encuentren en las concentraciones realizadas en el Zócalo de la CDMX (en defensa del INE / para conmemorar los 85 años de la expropiación petrolera) durante febrero y marzo de este año. Uno revisa las opiniones vertidas por tirios y troyanos y puede ver con claridad pasmosa cómo se prioriza lo banal y se desplaza al margen lo urgente.
Tanto en los medios más o menos convencionales, como en aquellos que se autonombran como “emergentes o alternativos”, el «intensísimo» debate se ha concentrado en tópicos como cuál es la facción que ha logrado tener mayor nivel de convocatoria en la disputa por la plaza pública; o si el número de asistentes se traduce necesariamente en votos para una de las dos alas en disputa rumbo al 2024. De uno y de otro lado se arrojan cifras, se acusan mutuamente de acarreo; se cuestionan los verdaderos motivos detrás de las distintas manifestaciones (i. e. la defensa de personajes indefendibles en ambos bandos); y se aprovechan todas las palestras para el denuesto y la diatriba… Pareciera que la política remite cada vez menos al conjunto de deliberaciones que sostenemos para determinar, colectivamente, en qué consiste la vida que vale la pena ser vivida. En un escenario en que lo político se torna en espectáculo el que tiene más saliva mediática traga más pinole electoral. No cabe duda.
Como quiera que sea, resulta por lo menos fascinante observar cómo la hiperpolitización de prácticamente todas las dimensiones de la vida social ha traído consigo la obliteración de buena parte de los espacios para el diálogo y el consenso. Es cierto: en nuestro país se habla cada vez más de política. Pero también es cierto que dicha conversación poco a poco se convierte, más bien —y por la vía de la polarización—, en un monólogo a dos voces. La conflictividad entre adversarios con los que se debate deviene conflictividad entre enemigos a los que hay que aniquilar. Si no se está a favor se está en mi contra. Y si se está en mi contra, entonces se está equivocado…
En fin, en marzo de 2022 cerraba aquella columna a la que aludí al principio con una conocida figura žižekiana —derivada de su lectura de Deleuze— (2006): la existencia de órganos sin cuerpo. La retomo aquí porque hoy adquiere una relevancia inusitada. Hoy nos sirve para argumentar que en un entorno de hiperpolitización atestiguamos el constante funcionamiento de los aparatos ideológicos del Estado, pero sin un Estado que los acuerpe y les de rumbo o proyecto. La política se vuelve ausencia, se torna un vacío carente de fondo y hecho de forma pura. Concluí entonces con una pregunta que, en estos días, me es cada vez más relevante:
¿el agotamiento de la post-política y la inauguración de la era de la hiperpolítica representa un verdadero cambio paradigmático; o por el contrario, ocurre lo mismo que ha pasado con otras transformaciones que se pretenden de amplia envergadura: las cosas cambian sólo para seguir siendo las mismas?