La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
Es conocimiento básico para todo aquel que ha nacido en este rincón del mundo: el nombre de Guadalajara viene del vocablo árabe wad al hidjara que, nos repiten desde pequeños, significa algo así como “río que corre entre piedras”. Sin embargo, aunque en sus cuatro fundaciones las familias españolas estuvieron brincando el río Santiago y al final se asentaron relativamente cerca del que sería conocido como río San Juan de Dios, lo cierto es que el nombre de la ciudad no tiene nada que ver con las características de la región: también nos han enseñado que la ciudad recibió ese nombre porque Nuño de Guzmán, a quien se atribuye la primera fundación, había nacido en Guadalajara, España, y, en un arrebato de nostalgia digno del Jamaicón Villegas, decidió bautizar el nuevo asentamiento con el nombre de su ciudad natal.
En estos días he estado dándole vueltas al origen y significado del nombre por dos razones: la primera, porque el martes se cumplió un aniversario más de su fundación; la segunda, porque, metidos en el asunto de los aniversarios, pasa que el viernes pasado se cumplieron 15 años de la muerte de Miguel Ángel López Rocha, que en aquel entonces tenía ocho años y murió luego de caer al río Santiago. El niño no murió ahogado: se murió a causa de la contaminación del río.
Como mi cabeza cada vez sirve menos, de pronto me acuerdo de la planta nuclear de Chernobyl, en Ucrania, que en 1986 encendió las alarmas en todo el mundo luego de que ocurriera una explosión en su reactor 4. ¿Por qué tengo tan presente la tragedia nuclear? Pasa que hace unos meses saqué de la biblioteca Voces de Chernóbil, el célebre libro de Svetlana Alexievich, considerado como uno de los libros más importantes para conocer lo que pasó en Ucrania, que en aquel entonces pertenecía a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
En el libro conocí la historia de Lyudmila Ignatenko, la viuda del bombero Vasily Ignatenko, que es, quizá, uno de los relatos más conocidos por su crudeza. Sin embargo, debo reconocer que me sorprendió ver que el relato era apenas uno y estaba al principio del libro: delante tenía todavía 500 páginas con cientos de historias y relatos.
¿Qué hace tan especial el volumen de Alexievich? Creo que la renuncia: en un medio plagado de gente que se autonombra “la voz de los que no tienen voz”, la periodista renuncia a llevar la palabra y, en cambio, deja que sean las personas quienes hagan el relato de los hechos. A lo largo de todo el libro nos topamos con testimonios y más testimonios de personas que vivieron la catástrofe nuclear de Chernobyl en primera persona. Aparecen algunos funcionarios, también científicos, pero sobre todo hay relatos de personas de a pie que se vieron afectadas por la explosión y su radiación.
Una cosa lleva a la otra y es imposible no mencionar la serie Chernobyl, producida por HBO, que en cinco episodios recrea y presenta su versión del desastre. Si bien Svetlana Alexievich no aparece en los créditos, muchos momentos que se ven en la serie parecen calcados de los testimonios del libro, entre ellos la historia de Lyudmila y Vasily. Aunque es claro que no se trata de un documental, al contrastarla con el libro es posible apreciar el esfuerzo de los guionistas por presentar un buen relato, aunque demasiado centrado en las decisiones políticas. A la serie le faltan, por ejemplo, los testimonios de niñas y niños que vivieron el desastre nuclear y le contaron sus experiencias a Alexievich. Aun con sus diferencias, desde la crónica y desde la ficción ambos materiales aportan información importante para darse una idea de la catástrofe, de la operación política en torno a ella y de cómo la vivieron las personas.
Además del libro y de la serie, últimamente he pensado en Chernobyl porque he visto una tendencia a llamar al crimen inmobiliario de Tlajomulco como “El Chérnobil Mexicano”, supongo que inspirados en las casas abandonadas y pensando en los kilómetros cuadrados de la zona de exclusión en torno a la planta nuclear. A mí en lo personal me parece un ejemplo muy pobre. En todo caso, si quieren crear un paralelismo, el Chérnobil Mexicano está del otro lado y no tiene solo casas abandonadas, sino que implica un desastre ambiental, sustancias tóxicas y daños irreversibles en la salud de miles de personas, muchas de las cuales están muriendo: el río Santiago.
La crisis ambiental y social del río se ha convertido en pretexto para la demagogia. El candidato que quiere ser gobernador acusa negligencia, promete saneamiento y al final termina su administración diciendo que hizo lo que pudo, pero que no se puede. Las “propuestas” de “trabajo” apuestan, en su mayoría, por sanear el río y por instalar plantas de tratamiento, pero pocas veces se habla de evitar que se siga contaminando y de imponer sanciones para las industrias que vierten sus desechos en él. Corrijo: siempre se habla de “duras sanciones ejemplares” para quien contamine el río, pero en la práctica campea la impunidad.
Hace quince años, cuando ocurrió la muerte de Miguel Ángel, la industria hizo hasta lo imposible por minimizar el hecho. Baste recordar lo dicho por Javier Gutiérrez Treviño, entonces presidente del Consejo de Cámaras Industriales de Jalisco, quien dijo que era mentira que el niño había muerto por la toxicidad y que, para demostrarlo, estaba dispuesto a echarse “unos buches” con agua del río. Por supuesto que no lo hizo. De entonces a la fecha, la crisis sanitaria por el río envenenado ha sido foco de atención y ha atraído la atención mundial por iniciativas como el Tour del Horror, se han emitido recomendaciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se han realizado bastantes promesas de campaña.
Muchas cosas han cambiado y al mismo tiempo, trágicamente, todo sigue igual: los contaminantes siguen ahí, el arsénico sigue ahí, el daño renal y el cáncer y la muerte de los habitantes siguen ahí. El río (contaminado) que corre entre piedras (tóxicas) sigue ahí.