Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @I_gonzaleza
Desde hace un par de años, con una precisión casi quirúrgica, Daira Arana y Lani Anaya nos alertaron acerca de dos procesos que tienen lugar en nuestro país —la militarización y el militarismo—; y que éstos cada vez más constituyen un profundo riesgo para una democracia tan frágil como la nuestra. De manera específica, en su texto, ellas plantean que, por un lado, la militarización remite a un incremento de la presencia de cuerpos castrenses en el desempeño de tareas distintas a las asociadas con la preservación de la seguridad nacional (i. e. en la construcción de aeropuertos o vías férreas; o en la administración de líneas aéreas comerciales). ¿Les suena familiar? Seguro que sí.
Lo anterior es crucial porque, de suyo, conlleva el peligro de que en el proceso, el ejército haga uso de una fuerza excesiva para la resolución de cualquier conflicto. Ello acorde, desde luego, con su entrenamiento bélico y sus capacidades logísticas y armamentales, que poco o nada tienen que ver con el respeto a los Derechos Humanos. Esto es así porque —tal como lo sugieren las autoras citadas— la adopción de una racionalidad militar para el despliegue de funciones gubernamentales estratégicas suele concebir los problemas como si éstos fuesen «enemigos» a los que hay que aniquilar (y no como adversarios a los que hay que convencer, como sí ocurre en las democracias más robustas). Y en nuestro país ya sabemos lo que eso significa.
En este punto, no hay que olvidar que la militarización no nos es ajena. En la historia mexicana —la antigua y la reciente— la lista de oprobios de la milicia en contra de la sociedad es amplia y crece todos los días (i. e. basta mencionar a Tlatlaya, a Tanhuato, o Tlahualpan, para ilustrar este doloroso aspecto). No obstante, hay que señalar que la participación de las fuerzas armadas en diversos aspectos de la vida social se ha intensificado desde el sangriento sexenio de Felipe Calderón y hasta nuestros días de supuestos apapachos, en los que la contabilidad macabra de homicidios dolosos alcanza ya las 160 mil muertes. ¿Alguien dijo «fallida estrategia de seguridad»? A veces las cosas cambian para seguir siendo las mismas.
Por otro lado, cuando lo que acontece tiene que ver más con el incremento del peso de la milicia en las decisiones públicas, entonces, el proceso adquiere otra textura: ya no sólo se habla de militarización, sino de militarismo, es decir, de una fuerte influencia castrense en el rumbo que toma el Estado —más allá de lo concerniente a la seguridad nacional—. Esto no es un asunto menor. Tal como lo señalan Arana y Anaya (2020), la presencia de integrantes de alto rango, provenientes de las fuerzas armadas, en el desempeño de las funciones gubernamentales, pone en evidencia el erosionamiento de, por ejemplo, los sistemas representativos asociados con una democracia más o menos sólida. Ojo ahí: no hay que perder de vista que el militarismo suele incrementar los peligros de la militarización.
Ahora bien, en la medida en que el ejército figura cada vez más en las decisiones gubernamentales, el poder castrense tiende a quedar sin contrapesos de naturaleza civil. En el extremo —nos alertan Arana y Anaya (2020)—, lo anterior puede abrir la puerta para que ciertos grupos políticos busquen el cumplimiento de sus objetivos haciendo uso, incluso, de la fuerza bélica. Debo decir aquí que deseo fervientemente estar equivocado. Pero es inevitable observar lo anterior a la luz de dos fenómenos sustanciales:
1. La proliferación de una narrativa estatal incendiaria, propagandística, que deslegitima a las instituciones democráticas, normaliza la presencia del ejército en las calles e, incluso, criminaliza a quien piensa distinto al régimen; y
2. Las elecciones federales a realizarse en el 2024, en las que tirios y troyanos que se disputarán la silla presidencial mediante el despliegue de todas las artimañas habidas y por haber. En estos términos, en el que estamos entre la espada de la militarización y la pared del militarismo, el asunto se vuelve todavía más ominoso.
En fin, cierro esta columna con una referencia nada gratuita a los 726 millones de pesos invertidos en el equipamiento de la Guardia Nacional —toletes, máscaras antigás, gas lacrimógeno, según la licitación LA-007000-999-E903-2022—. Un gasto de este tipo envía, cuando menos, una pésima señal. Ello sobre todo cuando con todo el poder mediático del Estado se sanciona de manera negativa a quienes se manifiestan en su contra. ¿Acaso es tanto el miedo que se le tiene a la crítica? ¿O para qué diantres se está preparando la milicia? No cabe duda: la forma es fondo y todo es lo que parece.
Referencias
Arana, D., & Anaya, L. (2020). De la militarización al militarismo. Consultado el 23 de enero de 2023. El texto íntegro puede revisarse en el siguiente vínculo https://seguridad.nexos.com.mx/de-la-militarizacion-al-militarismo/