Eria y la inmunidad de los ajolotes

#AlianzaDeMedios

La bióloga Eria Rebollar ha pasado los últimos años monitoreando poblaciones de ajolotes en México tratando de entender el secreto que esperanzadoramente guardan los ajolotes: parecen ser inmunes a Bd, uno de los hongos que han acabado con decenas de especies de anfibios.

Texto: Agustín B. Ávila Casanueva / Pie de Página

Foto: Isabel Briseño

Mientras nosotros, después de estos últimos dos años, empezamos a sacudirnos el confinamiento y levantamos los escombros de la pandemia para saber qué construir a futuro, los anfibios de este planeta llevan seis décadas inmersos en su propia pandemia global. Y los escombros no son el hábitat ideal de estas especies.

Nosotros tuvimos que blandir nuestras vacunas ante un solo patógeno, pero estos animales metamórficos son atacados por dos y responden a los nombres de Bd y Bsal, y además, no tienen vacuna. Este par de hongos se ha cargado ya noventa especies de anfibios que no volverán a ver la luz del sol. Otras 124 especies han disminuido sus poblaciones a más del 90 por ciento, y al menos el 10 por ciento de todas las especies de anfibios se han visto afectadas de alguna u otra manera.

Cuando alguno de estos hongos aterriza sobre un anfibio y empieza a crecer, reptando a lo largo de su piel, vuelve al animal aletargado y anoréxico. El anfibio empieza a tener problemas para hidratarse, regular su temperatura y para respirar. Estos síntomas van en aumento hasta la muerte del animal. La enfermedad que padecen es llamada quitridiomicosis y se ha hecho endémica dentro de nuestro país desde la década de los 70 del siglo pasado. O eso creen las y los biólogos, ya que los registros no son muy claros, pero los pocos apuntes al respecto coinciden con un decaimiento poblacional de anfibios mexicanos.

Viendo el lado bueno, a estos animales de piel perennemente húmeda no les va tan mal en México. “Bsal aún no llega a México” dice Eria Rebollar, quien lleva en este planeta un poco menos que lo que Bd lleva en nuestro territorio, “pero tenemos que estar preparados”. La doctora Rebollar ha pasado los últimos años monitoreando poblaciones de ajolotes y otros anfibios en México en busca de estos patógenos y tratando de entender el secreto que esperanzadoramente guardan los ajolotes: parecen ser inmunes a Bd. “Si tomas una muestra de la mucosa de su piel, el hongo está ahí” comenta Eria, “está presente, está activo y se reproduce. Solamente que al ajolote parece no afectarle”.

Parece que el misterio yace tanto en los propios ajolotes como en las comunidades microbianas de su piel. ¿Pero cómo pasó una bióloga de ciudad de querer enfocarse en una sola molécula dentro de un laboratorio, a salir a lagos y ríos a hacer muestreos y coordinar a su propia comunidad de investigadoras que tratan de entender la relación de una enfermedad con el medio ambiente y los humanos?

Saber tomar las oportunidades

“Casi todos mis asesores me preguntaban por qué me cambiaba de área. Lo veían como una mala decisión. Me decían que no me estaba especializando”, recuerda Eria. Y es que aunque su camino por la biología empezó de una manera bastante común –“como el 90 por ciento de los estudiantes que entran a la carrera, quería hacer biología marina”, comenta–, rápidamente divergió hacia uno de los caminos menos transitados, dentro de un mar de oportunidades.

Dentro de los primeros semestres, Eria se encontró con el mundo de la biología molecular. La parte invisible de la biología, que parece no poder estar más alejada de la grandeza de los ecosistemas. “Un grupo de amigas y yo empezamos a ir al laboratorio de Dreyfus para discutir artículos”, dice refiriéndose al doctor Georges Dreyfus del Instituto de Fisiología Celular (IFC), donde Eria se enamoró de la epigenética. “Necesitaba saber cómo funcionaban las cosas”, y en ese momento de su vida, las cosas eran específicamente los adornos moleculares que lleva colgados el ADN y que rigen su regulación. Qué gen prender, cuál apagar, cuándo.

Fue así como Eria llegó al Instituto de Biotecnología de la UNAM, en Cuernavaca para obtener el grado de Bióloga, estudiando los cromosomas de la mosca en el laboratorio del doctor Mario Zurita. En específico, Eria estudiaba a la proteína p53 y su interacción con el genoma. A esta proteína le apodan “el guardián del genoma”, ya que inhibe la aparición de mutaciones, protegiendo a sus portadores —que van desde la mosca hasta los humanos— de enfermedades como el cáncer.

Siendo ya una bióloga de bata consumada, la nostalgia por la ciudad la regresó al otrora Distrito Federal y a su querido IFC, pero ahora para trabajar con los arreglos cromosomales de los pollos, bajo la tutela del doctor Félix Recillas para realizar su maestría. Y aquí vino el primer regaño: ¿Para qué te cambias de área? ¿Por qué te vas para allá? Aunque Eria seguía respondiendo a ¿cómo funcionan las cosas? desde el ADN —y ahora también el ARN, su primo multifuncional—, en un mundo molecular, un giro ligero es casi inconmensurable.

“Al terminar la maestría mi plan era irme a Inglaterra, a seguir estudiando el ARN” recuerda Eria, “pero mi mamá me mandó un artículo de Valeria Souza sobre su trabajo en Cuatro Ciénegas y me encantó”.

Justo cuando empezaba a sentir que sus preguntas eran demasiado puntuales, Eria se encontró con la narración de un medio ambiente que podía ser explicado desde sus microbios, desde unas pozas con un pasado oceánico y precámbrico, y una nueva visión para poder responder cómo funcionan las cosas.

Eria recuerda que le escribió a la doctora Souza en el Instituto de Ecología y empezó a leer artículos relacionados al tema: “a pesar de haber llevado Evolución en la carrera, no entendía nada. Tuve que retomar algunas clases”. Valeria la aceptó en su laboratorio para que hiciera el doctorado y así, además de la bata, tuvo que aprender a también ser bióloga de bota. “Las visitas a Cuatro Ciénegas fueron realmente mis primeros trabajos de campo”.

De nuevo un cambio de área y paradigma, que ni se asomaba en sus planes. Que además vino acompañado de una complicación más. Las hipótesis evolutivas y de historia natural contienen demasiadas variables como para poder analizarse a mano. Eria tuvo que adentrarse en el mundo de la informática y completar la triada de las Bs de los y las biólogas: bata, bota y byte.

El modelo de trabajo la tenía fascinada:

“Salíamos al campo a tomar muestras concretas del ambiente, regresábamos al laboratorio a estudiarlas de manera experimental y luego las analizábamos en la compu. Con esto creábamos modelos con los que ahora podíamos volver al ambiente a preguntarle otras cosas”. Una manera circular de seguir avanzando.

A punto de obtener su doctorado, Eria sentía que ahora sí ya podía mantenerse en su tema, que era momento de especializarse. Así que casi no escuchó a uno de sus colegas y asesores que le dijo: “me encontré con un herpetólogo el otro día. Tiene un proyecto para ti”.

Salvar al medioambiente, al ajolote y a los anfibios

Eria quería seguir estudiando microorganismos en ambientes extremos, estudiar arqueas —que son extremófilas— y pensar en la astrobiología. Pero el que ahora le propusieran directamente cambiar de tema y de sujeto de estudio sonaba a algo que al menos tenía que escuchar.

El proyecto que el doctor Reid Harris de la universidad James Madison en Virginia, Estados Unidos, tenía para Eria estaba enfocado en estudiar a las comunidades bacterianas de la piel de las ranas tropicales y su relación con la quitridiomicosis. “Y pues pasé de las poblaciones a las comunidades. Ahora tenía un planteamiento más ecológico” recuerda Eria, “y era un campo nuevo, apenas había un artículo publicado sobre el tema”.

La ahora ya doctora Rebollar aceptó la propuesta, pero de nuevo se sentía un poco perdida. Realizó prácticas de campo en Panamá, primero por un mes y luego por seis meses, y para alguien que nunca había visto una ranita en vida silvestre, pasar del desierto a la selva resultó no solamente una revelación, sino todo un reto. “Me di cuenta que no sabía nada. Me tuve que adentrar al sistema del anfibio, entender su comportamiento, aprender la ecología de las bacterias y los anfibios”. Pero, sobre todo, tuvo que entender “la importancia de las enfermedades y la salud desde la microbiota”.

Y al enfrentarse con la enfermedad, una tan brutal como la quitridiomicosis, enfrentarse también ante la posibilidad de la extinción, de la desaparición, el punto de no retorno. Un cambio irremediable en el ecosistema. “Es desolador. Es muy triste ver lo que se está acabando, y saber que los humanos estamos influenciando este cambio”.

Después de estudiar a los microbios —bacterias, virus y hongos— que habitan la piel de los anfibios, desde la bota, la bata y el byte, Eria logró desarrollar modelos sobre cómo se desarrolla la enfermedad, en términos ecológicos, y desde ahí encontrar un poco de esperanza.

“No quería pasármela deprimida todo el tiempo, viendo los efectos de la quitridiomicosis. Necesitaba una plataforma desde la que pudiera aportar algo. Hacer conservación desde mi área”.

Con estas ideas en mente, Eria llegó al Centro de Ciencias Genómicas (CCG) de la UNAM, y de regreso a Cuernavaca. Y empezó a estudiar la microbiota de los ajolotes.

Ya con la experiencia de saber cómo se regulan los genes, cómo estudiar una comunidad de microbios y cómo interactúa con su hospedero y su medio ambiente, Eria ha pasado los últimos cinco años muestreando distintas especies de ajolotes a lo largo del Eje Volcánico Transversal, en Morelos, Puebla, el Estado de México y Michoacán, sin encontrar un solo individuo enfermo en el campo.

La aproximación multidisciplinar que utiliza Eria le ha permitido proponer que esta resiliencia de los ajolotes —vistos ya no como un organismo individual, sino como un holobionte compuesto por el ajolote y sus microbios— no es solamente generada por la microbiota, sino también por señales moleculares que el mismo ajolote secreta en la mucosa de su piel. Además “también hay factores ambientales importantes” comenta Eria, “los cambios estacionales son notorios, sobre todo de invierno a primavera”, siendo los factores más determinantes los cambios en la temperatura y el pH del ambiente.

Siendo congruente con los resultados que encuentra en su estudio, Eria sabe que el trabajo en equipo es mucho más poderoso que el individual por lo que buscó y obtuvo un apoyo del Conacyt de Ciencia de Frontera. En él, la Dra. Rebollar lidera a un grupo de trabajo compuesto principalmente por mujeres, autodenominado ‘Las chicas Ambystoma’ —en honor al género al que pertenecen todas las especies de ajolotes—, el cual acumula decenas de años de estudio de ajolotes, desde distintas universidades y centros de investigación del país.

“Los ajolotes ya no viven en ambientes prístinos. Siempre nos tienen de vecinos o incluso de inquilinos”. Es por esto que parte del proyecto de Fronteras incluye trabajar directamente con las comunidades de personas que son vecinas e inquilinas de los medios ambientes en los que habitan los ajolotes —al menos hasta ahora en Puebla y Michoacán—, así como las autoridades responsables, para poder realizar planes de conservación que puedan tener un impacto a largo plazo.

Gracias a otras colaboraciones, el proyecto también ha crecido hacia aristas no previstas. En una colaboración con el doctor Mario Serrano, investigador del CCG, se están explorando las capacidades antifúngicas del microbioma de los ajolotes para proteger plantas de tomate de otro hongo patógeno llamado Botrytis cinerea. El proyecto ha generado resultados prometedores qué tal vez se puedan trasladar a cultivos de otras plantas como las uvas, fresas, zarzamoras y frambuesas.

Para llegar al futuro, necesitamos del presente

A pesar de que sus proyectos avanzan y muestran buenos resultados, Eria sabe que va contra reloj. “Tenemos que estar listos para cuando llegue Bsal”. El otro hongo que causa quitridiomicosis. El coronavirus ya nos ha mostrado que con el nivel de migración y viajes actuales, la llegada de un patógeno como Bsal a México no es una cuestión de saber si llegará o no, sino más bien de cuándo llegará.

El nombre completo de Bsal es Batrachochytrium salamandrivorans, literalmente el devorador de salamandras. Esto anuncia qué tal vez los ajolotes y su microbiota no corran la misma suerte que han tenido ante Bd, que ante este hongo. “Pero estamos en un muy buen momento” afirma Eria, “gracias a nuestros muestreos sabemos que Bsal no ha llegado a México”.

El muestreo de las poblaciones debe de ser constante. Como toda buena enfermedad, la quitridiomicosis causada por Bsal será mucho más fácil de tratar si se detecta desde los primeros casos. Eria se ha encontrado con algunos obstáculos “es difícil convencer al gobierno de hacer muestreos cuando la enfermedad aún no ha llegado”. Pero añadiendo más habilidades a su arsenal, la también bióloga de buró ya recibió una invitación por parte del Consejo Técnico Consultivo Nacional de Sanidad Animal (CONASA) para formar parte de su equipo de trabajo y estar al tanto de la llegada de distintos anfibios al país.

Los ajolotes tal vez representen la mejor oportunidad para el resto de los anfibios del planeta de salir de esta pandemia causada por la quitridiomicosis. Pero para que siga habiendo ajolotes y podamos entender cómo es que funciona su resistencia y cómo se moldea por su medio ambiente, tienen que seguir existiendo tanto los ajolotes como el medioambiente. Para que eso suceda no es solamente necesario el estudio por parte de la comunidad científica, sino la colaboración con las comunidades humanas y sus gobiernos. Salvemos el medio ambiente, para salvar al ajolote, para salvar a los anfibios.

Que bueno que Eria Rebollar decidió no especializarse en estudiar al “guardián del genoma”, sino que decidió seguir añadiendo Bs a sus habilidades de bióloga y ahora intenta darle una nueva esperanza a los anfibios del planeta.

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Este texto se publicó originalmente en Pie de Página, se reproduce en razón de la #AlianzaDeMedios de la que ZonaDocs forma parte: 

Eria y la inmunidad de los ajolotes

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