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Un museo en la capital de San Luis Potosí alberga los sueños y fantasías de la artista surrealista, Leonora Carrington. Su relación con la naturaleza, los miedos y el asombro por lo desconocido se expresan en esculturas, dibujos y escritos que permiten imaginar otros mundos y formas de comprender la realidad
Texto y fotos: Alejandro Ruiz
SAN LUIS POTOSÍ. – Me gusta pensar en Leonora Carrington como una viajera incansable. Una transgresora de fronteras, que brincaba a su gusto la línea tenue que existe entre la locura y la genialidad. Esa frontera ilusoria, de risa, que no existe sino en las mentes de quienes definen la normalidad. Tal vez por eso, la historia de Leonora es también el relato de lo inexplicable, y para ahondar en ella habría que desprenderse un poco de la cordura y redefinir las casualidades.
Por ejemplo, de no ser por su posición antifascista durante la ocupación nazi en Francia, a finales de los 30, Leonora no habría sufrido un colapso nervioso tras el encarcelamiento de quien entonces era su esposo: Max Ernst, quien años atrás la había introducido al mundo del surrealismo. Y, de no ser por ese colapso, el padre de Leonora no la hubiera internado en un hospital psiquiátrico, del cual escaparía en 1941 pidiendo asilo en la embajada mexicana en Francia.
De no pedir el asilo, Leonora no habría conocido a Renato Leduc, y no se hubieran casado para escapar de Europa. También, de no casarse, Leonora no hubiera viajado a México y obtenido su nacionalidad. Tampoco se hubiera reencontrado con sus compañeros surrealistas que también escapaban de la guerra. Y tampoco hubiera conocido a Edward James, otro inglés que años atrás se habría instalado en el pueblo de Xilitla, en San Luis Potosí, y quien se convertiría en el mayor coleccionista de su obra.
“De no ser por las casualidades, tal vez hoy no estaría aquí”, pienso mientras miro detenidamente Un abrazo, esa escultura enorme que Leonora labró en bronce y que ahora está en uno de los patios de la ex penitenciaría de la capital potosina.
Pienso, también, en una de las frases que Leonora escribiría en uno de sus cuentos:
“Es una cosa maravillosa ser errante en el tiempo y el espacio. Las fronteras de lo desconocido están construidas en capas. Una capa abre un abanico de otras capas, que a su vez abren nuevos mundos. Sí, yo también soy errante. Mis raíces no pueden encontrar tierra y por eso son visibles”.
Y así, errante, llego al mundo onírico de Leonora, en los pasillos de lo que alguna vez fue una cárcel.
El ojo que todo lo ve y lo interpreta
En 2004 la ex penitenciaría de San Luis Potosí se convirtió en un centro de las artes. Otra casualidad inexplicable, si se toma en cuenta que décadas atrás este edificio se usaba para coartar la libertad de quienes transgredían el orden político, social y moral del Estado.
Entre la lista de sus presos se encuentran personajes como Francisco I. Madero, Salvador Nava, así como intelectuales y disidentes políticos del siglo XX. Muchos de ellos, tras pasar por sus crujías, llegaron a elaborar planes, manifiestos e idearios políticos que aspirarían a la transformación social. Algo no muy distinto a lo que ahora hacen las y los artistas que crean y aprenden entre estas paredes.
Al centro de la construcción un panóptico se eleva. Los arquitectos que readecuaron la ex penitenciaría decidieron conservarlo. Es una torre, no muy alta, pero desde la cual se pueden observar todos los pasillos de la cárcel. Otra casualidad, si se piensa que el diseño de esta estructura fue creado por el padre del utilitarismo, el filósofo Jeremy Bentham, quien también era inglés, como Leonora.
La idea de un edificio que puede ver todo, y no ser visto a la vez, nació con el fundamento de ahorrar los gastos de prisiones, escuelas y hospitales psiquiátricos, como en el que en 1940 estuvo internada Leonora en Santander, España.
Nadie imaginaría que, en 2018, cuando el gobierno del Estado decidió abrir un museo de la obra de Carrington en lo que antes fue una prisión, también albergaría una casualidad: Que el panóptico que la vigiló durante su estancia en el psiquiátrico, ahora mire con recelo las obras de la artista, que eran parte de la colección que tenía su amigo, Edward James.
“México tiende a ser el lugar surrealista por excelencia”, dijo alguna vez André Breton, y este museo lo confirma.
Mientras camino por el museo pienso en la ociosidad de relacionar estos datos con el presente. En ese momento, otra casualidad se me revela en uno de los muros de esta prisión, donde puede leerse otra frase de Carrington, como hablándole a quien camina por este lugar para ver sus creaciones:
“Yo las hice y ahí están para que ustedes las interpreten a su manera”.
Lo fantástico
Una breve semblanza de Carrington da inicio al recorrido por la exposición. Ahí se habla del surrealismo, del contenido político de esta corriente artística que pugnaba por un arte revolucionario y antiburgués.
Después, se explica una breve biografía de Leonora, enfatizando el hecho de que ella se separó de la idea de la musa eterna, o la femme fatale, para dar rienda suelta a su creatividad e imaginación.
Entre las curiosidades que también se narran en esa semblanza, dicen que Leonora tenía un gusto particular por los gatos. Inclusive, escriben, la artista tenía una suerte de cábala en la que dependiendo si sus gatos recibían o no con gratitud a sus visitas, ella las dejaba pasar a su casa. Su fascinación por los animales no era exclusiva hacia los felinos. Caimanes, elefantes, y decenas de especies más fueron labradas en metales por la artista. Aunque algo es un hecho, los gatos ocupan el mayor número de representaciones.
La relación de Leonora y la naturaleza es parte de su pensamiento. Ella, como lo expresó en cuantiosas entrevistas, no daba un papel protagónico en el reino animal a la especie humana. Como los alquimistas, Leonora entendía que en esencia la vida que se esconde tras la cáscara de la especie era el fundamento de la existencia terrenal. Alguna vez escribió al respecto:
“Hechiceros y alquimistas sabían sobre los cuerpos animales, vegetales y minerales. Para deshacernos de la cáscara de lo que hemos olvidado y redescubrir cosas que sabíamos antes de ser nacidos”.
Por eso, los animales que representaba eran antropomorfos, o con cualidades propias del ser humano: Gatos con espadas, capas o botas; cocodrilos llevando a sus hijos a otros lugares; O aves navegando en balsas por el océano, son parte de ese mundo que, tal vez, solo Leonora comprendía, pero que sin embargo decidió compartir con el universo.
“Siempre he tenido acceso a otros mundos. Todos lo hacemos porque soñamos”, dijo.
Mientras pienso en ello, miro a una pareja de adolescentes frente a El gallo, otra escultura monumental que muestra a este animal de granja con dos manos extendidas.
Se toman selfies, ríen. Miran con detenimiento a la escultura y se abrazan.
–¿Por qué les gustó esta escultura? – les pregunto.
–No sé, mi mamá tenía gallos en la casa y me gusta que tenga manos– dice la joven con su uniforme escolar.
–A mi se me hizo terrorífica, como que salió de una pesadilla, y pues a mi me gusta lo macabro– dice el muchacho, riéndose.
Ellos siguen su camino, entre risas, rompiendo el silencio del museo. Vuelvo a pensar en Leonora, en qué sentiría ella con las declaraciones que dieron estos muchachos, y luego regreso a otra de sus frases:
“El arte es una magia que hace que las horas se desvanezcan e incluso los días se disuelvan en segundos”.
Y riéndome hacia adentro me doy cuenta de la hora. El museo ya va a cerrar. Camino hacia la salida. Afuera, la misma pareja –ahora con todo el grupo escolar– se toma una foto con sus amigos y compañeros.
–A ver, uno, dos, tres… – les dice su maestra.
–¡Leonora Carrington!– gritan los jóvenes.
“Y sí”, pienso: “Leonora sigue viva”.
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Este trabajo fue publicado originalmente en Pie de Página que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar la publicación original.