La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
Foto portada: Mario Marlo / @MarioMarlo
Es fácil imaginar la escena porque lo hemos visto en repetidas ocasiones en el cine y en la televisión: un día, un periodista encuentra un sobre en su escritorio o en la puerta de su casa. Luego de voltear a un lado y a otro, abre el sobre y encuentra un puñado de hojas o unas fotografías o un videocasete con información valiosísima que sirve para desentrañar una verdad o para darle la vuelta a una investigación criminal o que constituye la pieza faltante en la historia que perseguía. Nuestra sorprendida reportera muestra la información a su editor o a su jefa de información y entre todos deciden que se publica. La verdad triunfa, los malos caen, el periodista obtiene el reconocimiento de sus pares, incluso un premio.
En la realidad, al menos en la realidad mexicana, las cosas son un poco más complejas. Acá la información es usada como moneda de cambio y puede perseguir muchos objetivos, pero pocas veces el triunfo de la verdad se cuenta entre ellos.
Para empezar, casi siempre la información es obtenida de manera ilegal. Hace unas semanas vimos cómo el presidente nacional del PRI, Rafael Alejandro Moreno —mejor conocido como Alito—, era exhibido un día y otro también por la gobernadora de Campeche, Layda Sansores, quien dio a conocer una serie de grabaciones en las que se podía escuchar al político priísta comportarse, vaya, como un político priísta (o panista o morenista o perredista o movimientociudadanoista, la corrupción no distingue de colores y parafilias).
Si bien lo revelado en las grabaciones era escandaloso, la manera en la que la gobernadora morenista obtuvo los audios provocó poco o ningún comentario, aun cuando lo más probable es que dichas grabaciones hayan sido obtenidas de manera ilegal vía la intervención de las telecomunicaciones. Pero eso no importa: los mensajes habían sido enviados y los medios los habían replicado con singular contento.
Puede uno decir: bueno, ilegales y todo pero las grabaciones sirvieron para algo. “El fin justifica los medios”, dicen que dijo Maquiavelo, y en México somos muy dados a aprobar los medios siempre y cuando no nos perjudiquen y aunque los fines resulten poco claros. Por ejemplo, la mayoría de los mexicanos aprueba que las fuerzas de seguridad torturen a los detenidos para obtener la verdad, sin ponerse a pensar que la tortura como tal anula cualquier testimonio y, lo peor, que en cualquier momento el torturado puede ser esa persona que dijo “sí, que le den su calentadita”, como suya puede ser también la voz cometiendo una ilegalidad y que ahora se reproduce en portales de internet, noticiaros y redes sociales.
Pero el problema de las filtraciones tiene muchas, demasiadas, aristas.
A veces las filtraciones sirven para alimentar el morbo o ensuciar reputaciones o cambiar la percepción de una persona respecto de un caso. Un consentido de los ministerios públicos es Héctor de Mauleón, un excelente cronista de las calles de Ciudad de México y cuya prosa hace que muchas veces se nos olvide que en más de una ocasión lo que cuenta en sus columnas son filtraciones que le llegaron de manera, si no ilegal, sí poco ética y buscan incidir en la percepción de sus lectores. Y es que aunque el morbo se vista de lenguaje pulido, morbo se queda.
La semana pasada, la periodista Peniley Ramírez publicó en su espacio en Reforma información hasta ese día clasificada de la investigación que realizó la comisión encargada del caso de los normalistas de Ayotzinapa. Hasta sus manos llegó, no sabemos cómo, una copia sin testar con toda la información del caso.
¿Qué es eso de testar? Es una manera de resguardar cierta información sensible. Un ejemplo burdo, un estado de cuenta testado cubriría la dirección del titular de la cuenta, o los saldos. El expediente de un delito cubriría nombres de personas o lugares cuya revelación podría entorpecer una investigación en curso.
Peniley Ramírez, decía, obtuvo una copia sin testar y todos salieron embarrados: el exalcalde de Iguala, José Luis Abarca, por unos presuntos mensajes de texto de su hija; también las policías municipales y, quizá el dato más escandaloso porque hizo que el secreto a voces se confirmara: la información evidencia la presunta—hay que recurrir a los formalismos— participación del ejército en la desaparición y asesinato de los jóvenes normalistas, así como en el encubrimiento de los hechos. Además, el documento ofrece detalles escabrosos de la manera en que se decidieron la suerte y el destino final de los muchachos.
¿Estuvo mal que Peniley Ramírez diera a conocer la información? Por supuesto que no: luego de ocho años de impunidad, los padres de los jóvenes normalistas merecen conocer la verdad de lo que ocurrió con sus hijos y su paradero. Pero es probable que no hubieran querido enterarse de esa manera. O, si ya lo sabían porque también conocían el informe, quizá habría valido la pena tomarles en cuenta antes de dar a conocer los detalles de esa manera.
¿Debe Peniley Ramírez contar cómo obtuvo la versión sin testar? Tampoco. Su trayectoria como periodista le ha abierto puertas y le ha generado contactos como para obtener información a la que no cualquier persona tiene acceso, además de que tiene derecho a no revelar sus fuentes. Supongo, o al menos quiero suponer, que ella y sus editores sometieron la decisión de publicar o no a un ejercicio de ponderación de pros y contras. Y al final decidieron publicar porque para ellos la verdad importa. O eso quiero pensar.
Pero sería muy ingenuo pensar que quien le hizo llegar la información a la periodista lo hizo con la noble intención de desvelar la verdad. El desmadre está servido: la Fiscalía General de la República tiene un desmadre con las órdenes de aprehensión del caso y el ejército, tan inmaculado para los ojos del presidente y tan consentido del presupuesto, ha quedado exhibido en toda su ruindad.
¿La verdad? Esa no importa mucho: por lo pronto el mensaje ha sido entregado y debidamente replicado.
¿Son malas las filtraciones? No, o no tanto, o no siempre, o depende. La línea es tan delgada que corta. En el caso del informe sobre la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, la filtración ha servido para confirmar y evidenciar el cochinero, aunque el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) ya señaló que hay que tratar con pinzas la información revelada.
Así pues, no estaría de más que nos preguntáramos de dónde salió la información y con qué objetivo. Hacernos preguntas, muchas preguntas. Seguro no vamos a llegar a ningún lado, pero a veces preguntarse cosas permite ampliar la mirada, aunque las respuestas no nos gusten o, simplemente, brillen por su ausencia. Aunque, contrario a las películas, la verdad no triunfe, los malos no caigan y el periodista no sólo no obtenga premios, sino que ni siquiera logre que le den de alta en el seguro social.