La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
«En un agujero en el suelo, vivía un hobbit».
Esta frase, corta, directa, pequeña como la especie a la que remite, es la puerta de entrada a un universo inabarcable.
«In a hole in the ground there lived a hobbit», escribió un profesor de inglés de la Universidad de Oxford en una hoja una tarde que estaba calificando exámenes. ¿Qué era un hobbit y porque vivía en un agujero en el suelo? La respuesta vio la luz un 21 de septiembre de 1937, fecha en la que apareció la primera edición de The Hobbit, un pequeño libro firmado por J. R. R. Tolkien y que habría de convertirse en un umbral para entrar a un mundo habitado por hobbits, claro, pero también elfos y enanos y hombres y reyes y orcos y árboles que hablan y caminan y hombres que cambian de formas y arañas gigantes y águilas y anillos: 19 anillos para hombres, enanos y elfos y un Anillo para gobernarlos a todos.
A mitad de la semana que termina se cumplieron 85 años de la publicación de El hobbit, el primer título publicado por John Ronald Reuel Tolkien (Sudáfrica, 1892 – Reino Unido, 1973). Del libro se sabe que fue una historia que nació como un cuento infantil para sus hijos, John, Michael, Christopher y Priscilla, y forma parte de un universo mayor en el que el Profesor venía trabajando desde muchos años atrás y que es, sin duda, una de las mitologías más importantes e inabarcables de la literatura universal, desarrollada y contenida, sobre todo, en los escritos reunidos en El Silmarillion, Cuentos Inconclusos, Apéndices —libros que vieron la luz gracias al diligente trabajo que durante muchos años realizó Christopher Tolkien organizando los archivos de su padre— y, claro está, en El Señor de los Anillos.
Afirmar que la obra de Tolkien es inabarcable suena exagerado, pero es cierto. Además del cúmulo de historias y personajes y reinos y escenarios y cantos y poemas, el escritor también se dio tiempo, por ejemplo, de trazar mapas, desarrollar genealogías, proyectar calendarios y dar forma y estructura a tres variantes de élfico con su respectiva escritura y pronunciación, a la lengua de los enanos y su escritura y la lengua negra de Mordor que nadie quiere pronunciar.
Nada más abrir El hobbit el lector se va dando una idea de lo que le espera: sin decir agua va, lo primero que se encuentra son unas runas enanas y nombres extraños como Thror y Thrain y Elrond y luego un mapa que advierte sobre dragones, el Rey Elfo y las arañas. Y luego, la frase: «En un agujero en el suelo, vivía un hobbit».
Como apuntaba líneas arriba, en su origen y concepción se trata de un libro infantil. Esto es fácil advertirlo en el ritmo y en los recursos de los que echa mano el narrador. (Por ejemplo, en los primeros párrafos escribe: «La madre de nuestro hobbit particular… pero, ¿qué es un hobbit?»; o bien, «un adulto que rondaba los cincuenta años y vivía en el hermoso agujero hobbit que acabo de describiros». Se nota, recurrentemente, el interés del narrador por generar una interacción y, en ese sentido, podría afirmarse que El hobbit es un libro para leérselo en voz alta a alguien más.)
Quizá, a estas alturas, resulte innecesario contar la trama de un libro tan conocido que, además, fue llevado hace poco al cine. Pero, vamos, nunca está demás:
El hobbit cuenta la historia de Bilbo Bolsón, un hobbit que vive plácidamente en La Comarca y que es ajeno a cualquier tipo de aventuras. Una mañana se encuentra con Gandalf, un mago que deambula libremente y es famoso por sus fuegos artificiales y que esa mañana se encuentra en busca de alguien para compartir una aventura. Bilbo decide no participar pero Gandalf tiene otros planes. Cuando cae la noche, la casa del hobbit se convierte en un salón donde se reúnen doce enanos y su líder, Thorin Escudo de Roble, un desterrado rey enano que quiere recuperar su reino en la Montaña Solitaria. Los enanos buscan un ladrón para que recupere la Piedra del Arca, la joya que devolverá la potestad a Thorin y que ahora es resguardada por Smaug, el dragón. Aunque en un principio Bilbo se niega a sumarse a la compañía, al final acepta y parte a una aventura que le cambiará la vida a él, al lector y a la literatura universal.
En el camino la compañía se enfrenta a trolls, trasgos, arañas, elfos y vive muchas peripecias que sirven para demostrar el valor de cada uno de sus integrantes y las habilidades que ni siquiera Bilbo Bolsón sabía que tenía. No se ha llegado al primer tercio del libro cuando ocurre la escena que servirá como vínculo con el resto de la mitología creada por Tolkien.
«Cuando Bilbo abrió los ojos se preguntó si en verdad los habría abierto; pues todo estaba tan oscuro como si los tuviese cerrados. No había nadie cerca de él. ¡Imaginaos qué terror! No podía ver nada, ni oír nada, ni sentir nada, excepto la piedra del suelo».
Así comienza el capítulo cinco, “Acertijos en las tinieblas”, en donde se narra cómo el hobbit se encuentra con Gollum, una criatura que vive en las entrañas de una montaña y que tiene un anillo que lo hace invisible; un anillo que, por cierto, ha perdido; un anillo que, casualmente, ha sido encontrado por Bilbo Bolsón. Ni Gollum ni Bilbo ni el lector saben las implicaciones que tiene ese hallazgo. Pero lo sabrán.
Una vez más podemos ver ese estilo de narración oral del que ya escribía líneas arriba. Y es que, hay que señalarlo siempre, El hobbit es un libro infantil. Su tiraje inicial fue de 1,500 ejemplares, que rápidamente se agotaron. Se dice que, luego de ver el éxito y la buena acogida que tuvo el libro, la gente de la editorial George Allen & Unwin Ltd. le preguntó a Tolkien si tendría por ahí otro libro de hobbits y magos y elfos. Querían, claro, otro éxito infantil. El Profesor dijo que sí y un día la editorial tuvo en sus manos un libro enorme, grueso como él solo, que ponía por título The Lord of the Rings. Aunque tenían el precedente de The Hobbit, no quisieron correr el riesgo: el papel era caro y el mundo no terminaba de superar la crisis económica derivada de la II Guerra Mundial. Así, decidieron publicar el libro en tres entregas: “The Fellowship of the Ring”, “The Two Towers” y “The Return of the King”. Según la acogida que tuviera la primera entrega se tomarían las decisiones para las otras dos. Lo que pasó es historia: The Lord of the Rings es considerado uno de los libros más importantes del siglo XX y un clásico de la literatura universal.
Embriagados por la gran recepción que tuvo la adaptación cinematográfica de El Señor de los Anillos dirigida por Peter Jackson, la gente del cine quiso replicar el éxito y se lanzó a hacer la adaptación cinematográfica de El hobbit. La preproducción fue tan accidentada que Guillermo del Toro, quien iba a dirigirla, decidió abandonar el proyecto. Los estudios recurrieron a Peter Jackson, pero la adaptación no funcionó: de entrada, hicieron tres películas de una historia pequeña, más humilde, y en ese esfuerzo abrieron la puerta a despropósitos como, por ejemplo, el romance de la elfa Tauriel —que ni siquiera aparece en el libro— con el enano Kili, algo que seguro hizo que Tolkien se retorciera en su tumba; o el tratamiento y el papel de los orcos Azog y Bolgo, etcétera. Para poder cumplir con la cuota y convertir la historia en trilogía, los guionistas recurrieron a retazos de historias que se cuentan en El Señor de los Anillos y que no tuvieron espacio en aquella entrega. Pero no es suficiente. La adaptación de El hobbit es mala porque, como dijera el mismo Bilbo Bolsón a Gandalf, es «como un trocito de mantequilla extendido sobre demasiado pan».
Pero el libro, el libro es otra cosa. Se trata, literalmente, de un viaje, una aventura, que invita al lector a seguir sumergiéndose en el universo creado por Tolkien cuya puerta, una vez abierta, es imposible no cruzar. Una puerta que se abrió hace 85 años y todo porque un día, mientras calificaba exámenes, un profesor de inglés vio que en un agujero en el suelo, vivía un hobbit.