Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
En estos días he vuelto constantemente al ya famoso State of Exception, de Giorgio Agamben (publicado en el 2005 por la University of Chicago Press). En dicho texto —secuela del multicitado Homo Sacer: Sovereign Power and Bare Life (1998, University of Stanford Press), el profesor italiano, adscrito a la Universidad de Verona, hace una especie de genealogía política de los contornos que ha adquirido lo que se denomina como «estado de excepción», es decir, una suspensión del orden legal en favor de un mandato sin ataduras (casi siempre con un fuerte componente castrense). Ello como una técnica gubernamental a la que se acude para hacerle frente —usualmente de manera temporal— a situaciones críticas en donde la normatividad suele estorbar a la necesidad de un proceso de toma de decisiones inmediatas. Aunque, ojo aquí, dadas sus características, este mecanismo en apariencia constitucional, encaminado a la atención de problemas públicos graves, también puede ser utilizado como un férreo dispositivo de control sobre la sociedad civil. Aguas.
Para ilustrar lo anterior, basta echar una mirada al pasado de Latinoamérica. En este sentido, hay que recordar que desde mediados del siglo XX y hasta bien entrada la década de los setenta, en esta región tuvo lugar un profundo proceso de militarización que, de una u otra manera, con varios grados de intensidad, desembocó en sendos y violentos golpes de Estado (i. e. Paraguay desde 1954; Brasil desde 1964, Bolivia en 1971; Argentina en 1976).
A partir de éstos se movilizaron tanto recursos e infraestructura «de guerra» para la imposición de gobiernos de facto —casi siempre de talante autoritario—; como para hacerse con el control de instituciones gubernamentales estratégicas que históricamente habían sido de naturaleza civil. Una de las principales consecuencias de la militarización en la región radicó en que este proceso desplegó una narrativa desde la que se evocaba tanto un principio de excepcionalidad a discreción; como la instauración de «poderes extraordinarios» que tendían a suspender «legalmente» la vigencia del derecho como tal. Así, no es descabellado señalar que la militarización del Estado constituyó, en aquellos años, un signo que marcó la emergencia de formas distintas —y peligrosas— de gestión de la vida política y de los asuntos públicos, así como de la intervención disciplinante de las fuerzas militares sobre la organización de las sociedades.
Desde luego, la historia política de cada país latinoamericano tiene sus propias particularidades. No obstante, durante aquellos años, en la región pueden encontrarse trazos generales que vale la pena poner no perder de vista a la luz de nuestro presente. En principio, por la vía de la militarización tuvo lugar una especie de alineación geopolítica de distintos regímenes a un orden social basado en el disciplinamiento, en la aniquilación sistemática de las contradicciones. En otras palabras, aseveraciones del tipo «quien no está conmigo está en contra mía» se convirtieron prácticamente en un mantra gubernamental desde el que se regulaba la vida social.
En el trasfondo, prevalecía la idea de un «re-ordenamiento» (autoritario, claro) de la sociedad basado en un Estado omnipresente, erigido como principio y como fin, cuyas instituciones estaban bajo el control (velado o explícito) de las fuerzas militares. Aunado a lo anterior emergió una doctrina —en el sentido estricto del término— asociada con la seguridad nacional. Bajo este rubro, la conspicua inestabilidad estructural padecida por los países de la región sería controlada por la fuerza de la suspensión de lo legal, y a través del disciplinamiento de la sociedad civil. Algo así como «o te cuadras, o cuello». En nuestro presente mexicano, el diazordacismo y el echeverrismo —aún sin el clásico «golpe de Estado»— son claros ejemplos de un pasado ominoso —de militarismo, no de militarización— que no podemos darnos el lujo de repetir.
En fin, para cerrar esta columna hoy es pertinente volver a Agamben. En la obra citada arriba, el profesor italiano se centra, sobre todo, en el análisis de aquellas épocas en las que el Estado de excepción ha adquirido un carácter aparentemente constitucional, siempre bajo un discurso anclado en la preservación del Estado soberano y en la seguridad pública. La clave aquí radica en que —tal como lo señala el autor mencionado— los estados de excepción no tienen nada de constitucional. Codificar el autoritarismo es anómico. Una aporía. Esto es así porque cualquier pretensión de imponer límites (temporales o espaciales) en una situación de emergencia es un esfuerzo destinado al fracaso. Más aún: si algo nos ha enseñado la Historia es que toda concentración excesiva de poder conlleva el riesgo de la más absoluta tiranía.
Ojo también ahí: si leemos nuestra contemporaneidad en clave agambeniana, podemos decir que hoy opera el tránsito de un principio de excepcionalidad basado en la militarización violenta, mediada por las armas, a un militarismo de carácter político-administrativo cimentado en la fuerza de la ley sin ley. En otras palabras, pareciera que atestiguamos un cambio prototípico en el que las fronteras entre lo público y lo privado se desvanecen, y el autoritarismo se disfraza de épica democrática; en donde el Estado de derecho se erosiona y el Estado de excepción se vuelve la regla. Se impone una lógica que busca la solución de los problemas públicos por cualquier medio posible, aún incluso si tales medios quedan fuera de la vía legal. Al mismo tiempo, con la proliferación de un estilo policial para gobernar se aprovecha la ocasión para parcelar la crítica, domesticar el disenso y erosionar las posibilidades de ejercer una ciudadanía plena. Presenciamos, pues, la emergencia de un Estado de excepción permanente, es decir, la apertura de un espacio jurídico al interior del aparato legal del Estado que, desde la Constitución, suspende el derecho. Vaya aporía. Aporía que se vuelve biopolítica cuando se piensa que una narrativa de este tipo se ha concentrado en la producción de un cierto tipo de «cuerpo social» que oblitera otros cuerpos sociales posibles. Una vez más, se impone la lógica del: «o estás conmigo o estás contra mí».
Si a esto le sumamos una tendencia en la que se privilegia la preponderancia del poder militar sobre el poder civil y sobre el rumbo y el alcance del Estado (i. e. en términos de las instancias gubernamentales sobre las que el aparato castrense ejerce influencia; o sobre cómo se distribuye el presupuesto), el horizonte se torna aún más espinoso. Afortunadamente, en América Latina hemos actuado democráticamente, con mesura, y hemos dejado atrás, hace mucho, esos vestigios provenientes del pasado.
Ajá.