La calle del Turco
Por Édgar Velasco /@Turcoviejo
Una de las promesas que más simpatías le granjeó a Andrés Manuel López Obrador durante su etapa como candidato presidencial fue la de regresar al ejército a los cuarteles. En 2012 incluso le puso plazo: seis meses le llevaría guardar de nuevo a las fuerzas armadas. Eran los últimos meses de la administración de Felipe Calderón y la mal llamada guerra contra el narcotráfico ya sumaba saldos preocupantes en los que el ejército y la marina tenían sus nada honrosas aportaciones. (La promesa, vaya, era mentira: se sabe que desde 2006, en una entrevista con el entonces embajador estadounidense Tony Garza, ya había adelantado que su plan era usar a las fuerzas armadas como parte de su estrategia de seguridad.)
Diez años han pasado desde entonces. A media semana, sobre aquella promesa tan recordada como incumplida, el presidente dijo: “Sí, cambié de opinión”. Esta declaración se dio en el marco del falso debate en el que se analizaba la pertinencia de entregar o no la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena).
Digo que era un falso debate porque estaba más que cantado que la Cámara de Diputados le iba a dar luz verde a una propuesta que tiene más pinta de capricho presidencial que de verdadera estrategia de seguridad. Y ahora, mientras escribo esto, la maniobra se ha consumado: el Senado de la República aprobó en lo general la reforma para entregar la Guardia Nacional a la Sedena. Con esto, el país sigue la ruta trazada: depositando cada vez más poder en una institución redimida por decreto presidencial. “Todo está consumado”, dicen que dijo un judío hace mucho tiempo justo antes de morir.
Las maromas que han dado los partidarios de la mal llamada cuarta transformación para respaldar la política militarista de López Obrador rayan en lo absurdo. Quienes en los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto condenaban la presencia de los militares en las calles, ahora aplauden el hecho de no sólo mantenerlos fuera de los cuarteles, sino de permitirles acumular más poder, más funciones y, sobre todo, más presupuesto, sin que esto se traduzca en más transparencia y rendición de cuentas. El ejército sigue siendo una institución cerrada al escrutinio público.
Mención aparte merece Claudia Sheinbaum, jefa de gobierno de Ciudad de México, quien tuiteó hace unos días: “El mando de la @GN_MEXICO_ en la @SEDENAmx significa disciplina y soberanía, siempre serán cuerpos de paz si el comandante en jefe de las fuerzas armadas es un pacifista y no reprime al pueblo”. A la morenista se le olvida —¿se le olvida?— que a López Orador le restan sólo dos años en la presidencia, pero que el fortalecimiento y la estructura que se están construyendo en torno a las fuerzas armadas van a quedarse, listas para ser usadas para un comandante que quizá no va a ser precisamente un pacifista.
Quienes estudian el fenómeno del empoderamiento de las fuerzas armadas suelen distinguir dos conceptos: militarización y militarismo. El primero, detallan, ocurre de dos maneras: 1) directa, es decir, los militares son sacados de los cuarteles para combatir, digamos, al narcotráfico y 2) indirecta, cuando corporaciones no necesariamente castrenses van adquiriendo características militares. Por ejemplo, policías municipales, que en teoría deberían ser cuerpos de proximidad con la ciudadanía, que son armados y entrenados con equipo, estrategia y tácticas militares. Daira Arana y Lani Anaya explican:
“Es relevante entender la militarización como un proceso mediante el cual diversos ámbitos de las funciones primordiales del Estado adquieren lógicas militares, los problemas se observan desde una perspectiva de amenaza o enemigo y se recurre a las dinámicas bélicas para solucionarlos”.
El segundo concepto, el militarismo, es todavía más grave —la ponderación la hago yo, porque así me parece— que la militarización. Siguiendo el texto de Arana y Anaya, el militarismo consiste en la inserción de mandos militares en diferentes frentes civiles. Lo hemos venido viendo: con el discurso de que los mandos civiles son corruptos, se entregan espacios —como aduanas y aeropuertos o proyectos de construcción— a los militares porque, en el discurso de López Obrador, éstos son incorruptibles.
Explican Arana y Anaya:
“Se puede definir al militarismo como un fenómeno que consiste en la preponderancia del poder militar sobre el poder civil en términos políticos y en donde la esfera castrense influye en la toma de decisiones políticas del Estado más allá de las del sector Seguridad y defensa. Mientras la militarización responde a las preguntas quién y cómo, el militarismo responde ‘quién decide sobre quién’ en el sistema político”.
Se puede afirmar, entonces, que la administración de López Obrador ha ido transitando de la militarización al militarismo con paso redoblado. Y eso, insisto, me parece muy grave porque se está construyendo una estructura diseñada para complacer a las fuerzas armadas. Si en Chile y en Argentina, por mencionar sólo dos ejemplos, los militares recurrieron a los golpes de Estado para hacerse del poder, pareciera que en México no va a ser necesario: todo el andamiaje para un gobierno militar se está construyendo desde el poder Ejecutivo, con la complacencia del Legislativo y la complicidad del Judicial. Sólo falta que, ciego como está por su romance castrense, Andrés Manuel López Obrador decida delegar el mando del país en un militar porque él decidió que es incorruptible.
Para profundizar en el tema de la militarización y el militarismo, les recomiendo seguir el trabajo de Ernesto López Portillo, cuyos puntuales análisis pueden seguir en su columna Ruta Crítica, y también pueden escuchar el pódcast Seguridad y Ciudadanía, coordinado por Daira Arana.