La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
Hace unas semanas circuló en las redes sociales un video en el que se puede ver a Beatriz Gutiérrez Müller afirmar, con superlativa candidez, que a las personas que están por cometer un delito “hay que regalarles un libro y decirles: ‘Tregua, por favor’. Lee, lee para que no ataques a nadie. Ningún lector es un agresor. De modo que a todos los agresores de estos pueblos y a los que violentan la paz de las personas, de las familias y de la nación, les decimos: ‘Toma un libro, deja de hacer lo que haces y toma un libro’. Es el arma más poderosa que tiene una nación para vivir en paz”.
La declaración de Gutiérrez Müller ni siquiera es nueva: se trata de una intervención pública que tuvo lugar en 2021. Pero eso no importa: fue magnificada por ser quien es —la esposa de López Obrador, aclaro por si algún despistado no lo sabe—, pero también por la crisis de violencia que atraviesa el país y que no tiene visos de mejora, porque la estrategia contra la inseguridad no rinde frutos y tampoco cambia ni va a cambiar. Todos los detractores de la mal llamada cuarta transformación aprovecharon para burlarse de la historiadora por la ingenuidad de la idea. Y es que, vamos, si la estrategia de “abrazos, no balazos” no ha servido de mucho, resulta todavía más difícil imaginar una estratagema bajo la consigna “librazos, no balazos”.
Ahora bien, entiendo que resulte imposible resistir la tentación de burlarse de los dichos de Gutiérrez Müller. Sin embargo, me atrevo a decir que no son sino el reflejo de una forma de pensar que no entiende de derechas ni de izquierdas y que busca concederle a la literatura en general, pero sobre todo a la lectura, súper poderes que no le corresponden y que, simplemente, no ha tenido ni tendrá nunca.
Por alguna razón que nunca he entendido del todo, una gran cantidad de gente cree de manera vehemente que la lectura hace mejores a las personas. Cada tanto se lanzan campañas —desde el Estado o desde la iniciativa privada biempensante— que buscan convencer a la gente de leer 20 minutos al día y se subrayan los efectos transformadores que puede tener —que quieren creer que puede tener, que necesitan que tenga— la lectura en una persona.
Nada más falso. Ejemplos abundan, y podemos comenzar por uno de cajón: Adolfo Hitler era un gran lector y le gustaban el Quijote y Los viajes de Gulliver, por citar dos títulos. Stalin, se sabe, no sólo leía sino que además hacía muchas anotaciones en los libros y, así como muchos de nosotros, también sentía una gran admiración por Chéjov, por ejemplo. Para todos fue un hallazgo descubrir, hace años, que Augusto Pinochet tenía en su poder una de las bibliotecas más grandes y nutridas que pueda imaginarse. Recuperando la pésima metáfora de Gutiérrez Müller, podemos decir que el dictador tenía miles de armas poderosas, pero su país estaba lejos, muy lejos de vivir en paz.
¿Ningún lector es agresor? Por favor.
La idea de que la lectura transforma a la gente está muy arraigada. Por ejemplo, hace seis años los titulares de diarios y noticieros anunciaban que, luego de ser reaprendido, Joaquín El Chapo Guzmán recibió un ejemplar del Quijote. La nota reproducía una declaración de Eduardo Guerrero, entonces titular del Órgano Administrativo de Prevención y Readaptación Social, quien dijo: “Le ofrecimos El Quijote, creemos que es un libro excelente y tenemos que empezar a darle este tipo de nociones”. ¿Cuáles nociones? Seguro esperaban que, en lugar de cavar un túnel para escapar, El Chapo decidiera emprender una cruzada contra los molinos de viento. Como sea, el colofón de esta transformación llegó después cuando, luego de despachar las aventuras del ingenioso hidalgo, el nacido en Badiraguato se siguió de largo con Una vida con propósito, libro de superación personal escrito por el pastor evangélico Rick Warren. Yo digo que para eso, mejor que no lea. Pero cada quien.
Me acordé del video de Gutiérrez Müller porque hace poco escuché una entrevista con el escritor Juan Pablo Villalobos en la que, entre otras ideas, dijo: “A México no lo va a salvar la literatura. A México lo va a salvar que haya justicia, que haya igualdad social, y eso no lo logra la literatura”. Y sus palabras me resonaron.
Yo tampoco creo en una literatura que deba cargar con la responsabilidad de transformar a la sociedad, no al menos en el sentido que desde diferentes frentes tratan de vendernos. No: leer no nos va a hacer mejores personas y mucho menos va a servir como panacea para una realidad agobiante en la que la desigualdad alimenta la violencia. Un libro no va a detener un asalto ni va a evitar un asesinato; tampoco va a pacificar al país, porque para alcanzar la paz se necesita justicia y para que haya justicia se necesitan políticas públicas que garanticen el acceso a la verdad, a la reparación del daño y a las garantías de no repetición, por ejemplo.
Más o menos por la misma línea, pero desde el periodismo escrito —otra expresión de la literatura—, se expresó Leila Guerriero hace unos días durante una de sus charlas en la ciudad. Cuestionada sobre qué puede aportar el periodismo en un proceso de pacificación, la cronista argentina dijo: “El periodismo nunca va a ser un reemplazante de la justicia. Eso es un rol del Estado que no debería permitir estas cosas”. Cambien la palabra periodismo por libros o por lectura. O no lo hagan: la idea es la misma: hay una responsabilidad que el Estado no debe eludir y suponer siquiera que un libro puede llenar ese hueco sólo por el poder de sus páginas es demagogia pura.
¿Qué sí puede hacer la literatura y, más específicamente, quienes la escriben? El mismo Villalobos añade: “Tenemos la posibilidad de transformar los discursos, proponer relatos alternativos, imaginar futuros”. En eso sí creo.