Maroma
Por Karina Mora / El Colegio de Michoacán
Escritora invitada en Maroma: Observatorio de Niñez y Juventud
Tengo la gran fortuna de habitar muchos mundos, y en casi todos ellos, me toca ser la persona de las preguntas; esa persona a la que los otros le acercan una duda, un comentario o una inquietud, a veces alguna confesión profunda, otras algo chusca. La verdad es que jamás lo sufro, -aunque esa sea la intención de más de alguno-. Cuando la pregunta no me gusta, igual la gozo, porque en “mi decir”, alguna cosa, alguna idea como respuesta, encuentro siempre algo de satisfacción. Tal vez me gusta oírme demasiado, o tal vez, cuando me escucho me conozco de nuevo, y me descubro pensando cosas, diciendo cosas, contando mi camino. Parte de esas inquietudes que me llegan como agua de uso, son todas las relacionadas con Miri, mi hija de seis años.
Mi maternidad es, y ha sido, motivo de muchas preguntas; que si los tiempos, que si las formas, que si el dinero, que si el cansancio, que si los hermanos, que si todo lo que hay detrás de ese mundo que obligadamente idealizamos como hermoso, sacro, puro y precioso, que además debe llenarte y hacerte feliz sólo porque sí. Y aunque en esencia no niego nada de esto -es decir, no discuto que, a momentos, así es- tampoco quiero poner una raya más a ese tigre gigante e idílico que como sociedad hemos parido a propósito de la maternidad.
Creo que ser madre es, primero que nada, morir. ¿Pero qué dice está loca? Sí, al parir, uno se muere, y luego, junto al bebe que nace, también nace una nueva mujer, una que no conocías, una que te toca descubrir al momento de aprender a cuidar a otro ser humano, una que ahora es madre. Y todo eso se hace al tiempo de un vals de muchos dolores, unos físicos, otros del alma y otros tantos que ni sabes de donde vienen. Y es que duele, te duele dejar de existir como “Kari” para nacer como mamá. Te toca despedirte de tu individualidad y tu “yo”, de tu identidad y de lo poco o mucho que habías entendido de ti misma hasta el momento de traer a otro más a recorrer el mundo.
Esto nadie te lo cuenta, nadie te lo avisa en las fiestas de espera, en los avisos de embarazo ni en las revelaciones del sexo de los bebés. Por eso siento, pienso y digo que, primariamente, la maternidad es muerte, que, aunque también es vida, lo otro hay que decirlo. Claro que esta muerte no tiene porque ser traumática ni dolorosa para todas, pero sin duda, si es una despedida. Es la despedida de una parte de ti que jamás regresará, que jamás volverás a ver. Se da una resignificación, para muchas mujeres preciosa porque dicen cobrar sentido pleno de su ser hasta ese momento, para otras, terrible y solitaria porque se han perdido a sí mismas en abismos jamás imaginados. Intensidades más, intensidades menos.
Cuando me toca hablar del tema, yo siempre me siento entre dos aguas. Caminar el mundo dándole la mano a Miranda ha sido tan retador como increíble. Yo no voy a decir que todos los sacrificios se compensan con una sonrisa, o que cuando les abrazas nada importa. No. Todo importa, todo cuenta y todo se siente igual; el gozo y el cansancio, la diversión y la impaciencia, el amor que te desborda y luego el llanto que te ahoga, en fin, la cabeza y el corazón. Pero hay una diferencia profundamente hermosa con los hijos, que siempre tiene que ver con uno y no con ellos; es verdad que en ese juego de escenarios tan diversos que a veces se usan todos en el mismo día, resultan ser ellos el aprendizaje más intenso que puedes tener en la vida. Son los hijos espejos de nuestros niños rotos y por tanto son el mal y son la cura. Por eso es que lo son todo.
Y como a este mundo vinimos a aprender, a aprender a ser y a existir en plenitud, para eso hay que trabajar mucho, hay que aprender mucho. Y aunque hay otros profesores en la vida -metafóricos como las parejas o los padres- de los hijos uno no puede emanciparse, tampoco divorciarse. Pues, aunque en efecto lo hagas y en algún punto te alejes de ellos o ellos de ti, jamás saldrán de tu corazón y de tu alma. Con los hijos no se cierra el ciclo, no hay rituales para dejarlos en el pasado, no se sueltan ni se olvidan. A lo hijos se les lleva toda la eternidad en el corazón.
En realidad, al menos para mí, no es que la sonrisa que te ponen después de un regaño, ni las jugarretas que hacen buscando atención nulifiquen los días grises que no tienen mucho sentido. Sucede que es, a pesar de todo ello, que uno elige seguir, seguir sanando, seguir creciendo y entonces sí, seguirlos amando. No hay iluminación más elevada que la que alcanzas cuando después de una hora de llanto en el coche, a las tres de la tarde cuando las ciudades pululan estrés, mientras estás envuelta en sudor amargo y cargando pañaleras o mochilas, eliges no bajar del auto y salir corriendo, la iluminación llega porque después de todo eso, eliges seguir ahí, junto a ellos, amándolos. Porque así es, uno elige, siempre, seguir amándolos. Ese el verdadero trabajo de la maternidad, -al menos para mi-, no es nacer con la chispa inmaculada y casi etérea de la madre perfecta y abnegada dentro de tu corazón. Esa idealización es mayormente una falacia cruel que te lleva al abismo de la frustración y la insuficiencia. Lo otro, es una elección, dura, pero transparente y muy honesta.
Ser mamá de Miranda en estos tiempos, como muchas mujeres que acompaño y que me acompañan, ha sido como la primera vez de feria en la rueda de la fortuna. Todo lo que te imaginas que sentirás lo sientes doble y por supuesto que eso abruma. Si a esto le sumas que Miranda eligió como vientre el mío, pegado a un cuerpo y alma con deseos de independencia y sueños por cumplir, la cosa no se pone más fácil. Los señalamientos de andar incompletas por el mundo -sin papá o marido en casa- nunca se hacen esperar. La gente opina de todo, de cómo sí y cómo no, de cómo está bien esto o aquello que haces para buscar resolver la vida. Es un camino duro, donde a las madres no se les perdona la elección de parir si también quieren perseguir un sueño profesional, y tampoco se perdona a las que eligen no parir porque entonces están ahogadas en egoísmo y soberbia, y por supuesto, algún día se van a arrepentir de una decisión tan mezquina.
¡Ay! la maternidad en los tiempos del juicio y los debería. Ser madre en este momento histórico en particular me parece la aventura más grande. Si te animas, aceptas jugar a todo. Hay que buscar reconstruir a esa mujer que murió dando vida y abrazar a la nueva. Hay que amar por elección y seguir amando. Hay que sanar nuestras niñas internas para no dañar las externas. Hay que ser fuerte pero no dominante. Hay que ser suficiente pero no intimidar. Hay que ser ejemplo, pero dejarles caminar en libertad. Hay que resolver el sustento elemental y de algún modo estar en casa para evitarles daños por soledades innecesarias. Hay que enseñarles a apreciar el mundo y ser felices, pero también enseñarles que a las mujeres nos están matando y se tiene que proteger. Hay que ser moderna y abierta para ser funcional en el ahora, pero también clásica con los valores de toda la vida. Hay que tener el cuerpo de “no madre” porque luego ya se nota que has parido, pero también hay que vestirse con propiedad porque una ya es señora. ¡Puf! ¿De volar la cabeza cierto? Así somos, así caminamos en estas maternidades sociales que se supone debemos cumplir, que exigen y exigen y exigen, como si el día del parto también te entregaran unos manuales secretos de como hacer todo y cómo hacerlo “bien”, siempre bien.
Mi invitación con estas palabras no es a la queja -aunque pueda parecer lo contrario- sino a la libertad de ser madres. A recordar que el ejercicio de maternar requiere mucho amor, empatía y cuidados. Requiere honestidad y reconocimiento de lo que uno va sintiendo con el paso de los años, requiere ser vulnerable y requiere compromiso. Ojalá conectar con esas emociones y sentimientos fuera una tarea menos engorrosa y llena de juicios, pero como ya les contaba, de eso se trata la tarea de crecimiento. Finalmente, los hijos son siempre unos proyectos inacabados, hasta que aceptas que así, solo con el tiempo y la vida, se transformarán ellos solos para amanecer en su propio camino. Mientras tanto, sanemos, caminemos y amemos mucho a esos seres que nos eligieron para ver este mundo que, a pesar de todo, sigue siendo bello.