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Por Lourdes Limón
Mucho se habla de la admirable e incansable labor de las madres buscadoras, la organización con las que ellas hacen frente al dolor y la esperanza de encontrar a sus hijos e hijas desaparecidas. En Jalisco, desde hace unos meses, se llevan a cabo las búsquedas en campo por parte de las madres y los familiares de nuestros desaparecidos. Finalmente, Fiscalía General del Estado de Jalisco y la Comisión de Búsqueda se unen al trabajo, pero ¿Bajo qué condiciones? ¿Cuáles son los pequeños detalles que hacen evidente el que las madres y los familiares sean vulnerados por las instancias que prometen y se jactan de ayudar?
El domingo 3 de abril varias compañeras voluntarias acompañamos a las Madres Buscadoras de Jalisco, llevando comida que la cooperativa Comalli cocinó; todo lo que pueda narrar de esta experiencia es solo un acercamiento sensible a la vivencia que, de muchas formas, nos dejó sin palabras.
Llegamos después de un largo recorrido al lugar que se designó para que las madres tuvieran un espacio en donde descansar porque el sol atiza y debilita. Al llegar era evidente la presencia de militares, elementos de la Fiscalía, policías estatales y federales y hasta el grupo Ateneas. Para muchas de nosotras esta presencia fue incómoda. Nuestros encuentros con estas instancias no han sido los mejores: siempre somos violentadas, perseguidas, encapsuladas y vistas con “sospechosismo”.
El rechazo se siente en el cuerpo: el corazón palpita rápidamente, sudan las manos, todo el organismo entra en modo defensa; una sensación inmediata de querer correr, recuerdos… los golpes, la mano quebrada, las palabras nos regresan a los oídos: —¿¡Qué hacen aquí hijas de la chingada?!— Volteo a ver a mi compañera, nos miramos y sabemos que la experiencia es compartida. Podrían ser ellos… ¡son ellos! Guardamos silencio y nos acuerpamos con las miradas. Luego la distancia se encarna en la geografía de un pequeño parque, dos espacios, dos toldos, dos realidades que, aunque parecen convivir, siguen tiempos y lógicas diferentes. Y dan el mensaje claro: ACÁ NO TODOS SOMOS IGUALES.
Uno de los toldos que se hallaba en la sombra debajo de un árbol, con dos mesas y muchas sillas, en donde el personal de la Fiscalía y la Comisión de Búsqueda se encontraban frescos, comiendo “carnitas”, riendo y bromeando. Al llegar el saludo se siente hueco, frío.
A unos cuantos metros, el segundo toldo bajo el pesado sol, sin mesas, con solo tres sillas ocupadas por el personal de la Secretaría de Salud. En el terregal, tortas y comida en bolsas tiradas en el piso. Este segundo —habitado por el abandono y el descuido—, era el lugar que se dispuso para las madres, voluntarias y familiares.
En estos pocos metros de diferencia evidencié la brecha de desigualdad con la que las madres y familiares son vilipendiadas y revictimizadas todos los días, estas jornadas de búsqueda, por supuesto, no fueron la excepción. Porque están quienes, desde su uniforme y escudo, se posesionan de una mesa y sillas que con estrategia se colocan bajo la sombra y, por otro lado, las madres, los voluntarios y familiares a quienes se les concede apenas otro lugar, uno a todas luces menos digno.
El cuadro es visual y simbólicamente devastador: a pesar de una jornada de búsqueda extenuante, de horas bajo el agobiante sol, cargando “la vidente”, varilla que utilizan como herramienta y pendón junto los infaltables picos y palas, llegan de la desesperanzadora labor a sentarse en las agudas piedras, en la polvareda con el sol aún a cuesta que hace más pesada la existencia, ya de por sí marcada por el dolor e impunidad. Inmutables y ajenos, el personal de las instancias ya mencionadas, no las miran, siguen comiendo ajenos, en la comodidad de la sombra, disfrutando la tarde.
Una de las madres se pronuncia y dice: ¡nos siguen sobajando! Un sujeto de la Fiscalía se acerca a la mesa de la “elite” y solicita que nos presten una de las dos mesas que tienen para la comida, que en ese momento se encontraba en el suelo entre la tierra y el pasto seco. Sólo dicen sí, pero esto jamás sucede, hacen oídos sordos (saben bien su labor). Algunas horas después terminan de comer, reposan la comida y finalmente suben sus sillas y mesas a las camionetas, esas mesas, esas sillas, les pertenecen, jamás tendremos acceso a ellas porque acá, en la búsqueda, en las calles, en las marchas: NO SOMOS IGUALES.
Mientras ellos se entronizan en la comodidad de sus mesas y sillas, las madres comen en el piso y se sientan en piedras bajo el sol, una representación clara de que en cada momento las instancias de “apoyo y justicia”, los que en este país portan las armas, uniformes e insignias, son los que tienen más derechos.
Mientras tanto, una joven buscadora es “acarrillada” por su manera de buscar, parece ser que hay una fuerza exacta de cómo usar la varilla, “la vidente”, como ellas la llaman: un hombre le da “cátedra” (mansplaining) de cómo debe buscar, qué fuerza usar para no desgastarse. Me acerco y le pregunto: ¿tienes algún familiar desaparecido? Me contesta que cuatro. Ella busca con coraje, rabia, frente a la impunidad, pero hasta eso deben mesurar ante los “especialistas”, porque la rabia, lo sabemos todas, los incomoda. Otra compañera se acerca después de un rato y nos dice cómo, esta vez, la presencia de las instituciones solo pausa la búsqueda. Les ponen trabas.
Las madres llegan, buscan una pequeña sombra, se sientan. En sus caras hay una inmensa soledad, miran al vacío. Están cansadas, no solo de buscar, sino que en la búsqueda se topan una y otra vez esta horrible realidad en donde la desigualdad estigmatiza hasta los preciados restos que ellas buscan.
Nos cuentan sus historias, las de sus hijos e hijas, que al mismo tiempo es la historia de nuestros miedos más profundos. Ellas saben que están en ese espacio conviviendo con quienes se han llevado a sus hijos, lo dicen, son ellos quienes les han cambiado la vida, como una de ellas lo asegura: “la muerte en vida. Aun así, les queda fuerza, hacen bromas, se motivan y luego una señala: “al llegar a casa todo es depresión”. Otra nos pregunta: “¿son de fiscalía?” —respondemos que no— y entonces su semblante se transmuta y se aproxima a nosotras, nos cuenta la historia de su hijo que recuerda como una persona trabajadora y responsable, —se lo llevaron mientras trabajaba, por “no querer pagar piso”—. En una playera, una historia o cinco, toda una vida y todo el horror, como dice una de ellas “aunque sean muertos, pero regrésenoslos”, ni este martirio encuentran por parte del Estado un trato digno, empático, sensible.
Para ellas y para todas las voluntarias jóvenes mi total y absoluto respeto. Ellas seguirán incansables sostenidas por el amor.