La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @TurcoViejo
Andrés Manuel López Obrador tiene orejas de pescado.
Estoy seguro que todos quienes por aquí navegan recuerdan ese sonsonete de la infancia en el que el niño berrinchudo, incapaz de lidiar con la frustración, se tapaba los oídos y repetía una y otra vez “no oigo, no oigo, soy de palo, tengo orejas de pescado”, como si aferrarse a ese mantra hiciera desaparecer no sólo la opinión sino a la otra persona por completo.
Esa, la del niño berrinchudo que se tapa los oídos y repite el sonsonete sin cesar, es la actitud que asume el presidente cuando alguien tiene la osadía de hacer cualquier tipo de crítica contraria a su “proyecto” de gobierno. Sordo a cualquier clase de crítica, lo único que sabe hacer es descalificar a quien se atreve a señalar los errores de su administración, que no son pocos.
Debo reconocer que al principio era divertido. Luego se volvió rutinario. Ahora es ofensivo. Verlo repetir una y otra vez los mismos recursos, vaciando de significado las palabras, se ha vuelto un ejercicio que requiere más riñones que otra cosa. Las llamadas “mañaneras” nunca fueron un ejercicio de transparencia, como se ha pretendido defender, sino que se volvió un ejercicio de propaganda, y de la peor.
Pero, contrario a lo que decía la cantaleta infantil, el presidente no es de palo. Todo lo contrario: tiene la piel súper delgada y sensible. Una evidencia muy elocuente de ello la acabamos de ver durante su gira por Quintana Roo, la periodista María Cristina de la Cruz le dio una repasada a los datos alegres del presidente, además de que acusó que los colaboradores de López Obrador le estaban dando mal la información. Finalmente, le dijo que las cosas en la península no están para discursos optimistas y cifras maquilladas. “No esperamos cifras alegres, que nos venga a decir lo que no es y que no corresponde con la realidad. Dígale a su CISEN, a sus autoridades, a sus funcionarios, que realmente investiguen lo que está pasando porque sólo con la verdad se van a poder encontrar soluciones”, dijo De la Cruz.
Mientras ella hablaba, el presidente no pudo ocultar su molestia. Mantuvo el gesto que le aparece cuando alguien le mete gol a su equipo de comunicación y le roba el foco de atención. “No oigo, no oigo, tengo orejas de pescado”, parece repetir mientras escucha a una reportera cansada de discursos. Pero, como no es de palo, López Obrador no se quedó con ganas de contestar: “Yo no digo mentiras y siempre hablo con la verdad. Sé que ustedes tienen una visión distinta, yo la respeto, pero voy a defender siempre mis puntos de vista”, dijo el presidente y remató: “Además, estoy acostumbrado”.
¿A qué está acostumbrado el presidente? Seguro va a decir —y sus huestes van a repetir— que está acostumbrado a dar la cara y responder. Y probablemente tendrán razón, porque es un hecho que Andrés Manuel está ahí siempre, cada mañana, para repetir un discurso de transformación que no pasa de ahí, porque en las calles las cosas dicen otra cosa.
El fracaso del presidente tiene nombres: José Luis Gamboa Arenas, Margarito Esquivel, Lourdes Maldonado, Roberto Toledo, Heber López, Jorge Camero Zazueta, Juan Carlos Muñiz, Armando Linares. Ocho periodistas muertos sólo en 2022.
Pero no son sólo esos nombres, sino los de las más de 150 personas que han sido asesinadas por ejercer el periodismo o por hacer activismo ambiental y defensa del territorio. Son las historias de las miles de personas desaparecidas y las de sus familias que las buscan.
Pero todos esos datos el presidente no los oye, no le importan. Tan no le importan, que no le merecieron una sola palabra en su berrinchuda respuesta al Parlamento Europeo. Montado en el discurso de la soberanía, dejó de lado el tema de la recomendación: el asesinato de periodistas. El presidente es el primero en no distinguir entre los periodistas de a pie —los de calle, los que viven la precarización laboral y las amenazas del crimen organizado— y el gremio de élite que, efectivamente, obedece a intereses que nada tienen que ver con el periodismo. Él es el primero en pensar que son la misma cosa: “conservadores” que están en contra de la “transformación” porque “perdieron privilegios”. Palabras vacías, huecas, sin sentido ni lógica.
Si el presidente es el primero en no entender, en no distinguir críticos de opositores y opositores de atacantes, ¿cómo podemos avanzar? ¿Qué podemos esperar de sus corifeos? ¿Cómo vamos a trascender los problemas si todo es un “o están conmigo o están contra mí porque son conservadores?
Las preguntas deberían detonar un diálogo, una discusión, un debate. Pero no hay manera. Tenemos un presidente que no oye, tiene orejas de pescado. Y que, para acabarla de chingar, no es de palo.