La grada no se mancha

La calle del Turco

Por Édgar Velasco / @Turcoviejo

Soy aficionado al fútbol desde que tengo memoria. Durante buena parte de mi niñez mi padre nos llevó religiosamente cada quince días a ver al Atlas. Entrábamos en procesión por la puerta 4 con bandera y playera rojinegras para aprovechar la promoción de niños gratis acompañados de un adulto. Antes de ingresar al monumental estadio Jalisco merodeábamos en las inmediaciones del estadio para comer lonches de mole.

Me encanta la sensación de asistir al estadio. Si es de noche, mucho mejor. La gente, los colores, lo cánticos y los tambores afuera del estadio. Puedo recrear en mi mente, casi a la perfección, los aromas que se dan cita en un estadio lleno. Aunque soy consciente de los riesgos que conlleva, me emociona ver  la grada iluminada por las bengalas y, al mismo tiempo, oculta debajo de la humareda; las alambradas llenas de trapos y las banderas ondeando.

Aunque en una primera lectura pudiera pensarse que lo que pasó la semana pasa en Querétaro tiene que ver con lo que acabo de describir arriba, me aferro a pensar que no es así. No soy ingenuo: las barras, que llegaron hace ya muchos años a las gradas de los estadios mexicanos, se han convertido en un arma de doble filo: al tiempo que llenan de colorido el ambiente en torno al fútbol, son una bomba de tiempo que cada tanto estalla liberando presión y volviéndose a cargar. Pero lo del sábado pasado fue otra cosa. 

En México, el fútbol es un deporte mediocre. Los partidos de Primera División son demencialmente aburridos. Las directivas de los clubes han apostado por una dinámica que sólo en este país podía prosperar: una liga mediocre, con baja competitividad, con nulo crecimiento internacional y que, sin embargo, sigue embolsándose millones de pesos cada año. El formato de competencia, que sus defensores quieren ver competitivo, en realidad sólo alimenta la mediocridad. En el colmo de la medianía desaparecieron el ascenso-descenso a la Segunda División—o con el eufemismo que le quieran llamar—, el único aliciente para que los peores equipos de la liga se esforzaran un poco. Ahora ni eso. Una y otra vez hemos visto equipos desaparecer y reaparecer de nuevo, con otro nombre, o a veces ni eso, por el poder del dinero. 

En ese ambiente deportivamente mediocre, muchas veces son las barras lo único que le pone ambiente y pasión al fútbol mexicano. Pero sería irresponsable hacer una defensa de esos “grupos de animación”, como les dicen los tibios. Las barras, o al menos la gran mayoría, se volvieron un coto de poder, un animal violento solapado y consentido por las mismas directivas que se lavan las manos cuando el animal muerde. 

Esas barras, como las conocemos, tienen su origen en Argentina. Basta una búsqueda simple en Google para darse una idea de cuánto puede crecer el monstruo y cuáles pueden ser sus nefastas consecuencias, muchas de las cuales ya hemos visto más de una vez con las barras mexicanas.

Sin embargo, repito: lo que pasó el sábado en Querétaro no tiene que ver con las barras. O sí, pero no sólo.

Entre las versiones que han ido y venido la más socorrida fue la del presunto huachicolero de la barra del Querétaro que buscó a un presunto integrante del Cártel Jalisco Nueva Generación —o como sea que quiera el presidente que se llame— que estaba en la 51, la barra más conocida del Atlas. Según un testimonio recogido por Reforma y publicado al día siguiente la idea era que el primero le diera en la madre al segundo y “lo demás ya fue de regalo”.

Suponiendo que esta versión es cierta, se alinea con lo que se ha señalado ya desde hace mucho tiempo: el crimen organizado ha permeado muchos ámbitos de la vida cotidiana y, sin duda, el caldo de cultivo que puede representar una barra es terreno fértil. Sin embargo, para que ocurriera lo que pasó la semana pasada, en los términos en los que pasó, se necesitan demasiadas complicidades que no se han investigado y que, todo parece indicar, no se van a investigar. Porque, vamos, el encontronazo pasó dentro del estadio, en un ambiente presuntamente controlado, y no en la calle, por ejemplo. Hay testimonios de cómo los responsables de la seguridad abrieron las puertas que mantenían divididas a las aficiones, propiciando la violencia. Sintomático y revelador resultó el video donde un policía habla por teléfono mientras detrás de él pasan los rijosos como pedros por su casa. La complicidad de los elementos de seguridad debería ser castigada con fuerza y, en cambio, quedará impune con todo lo que esto implica.

Por otro lado, el grado de violencia exhibido nos pone sobre la mesa situaciones que nada tienen que ver con el origen de una barra o con el fútbol mismo. En uno de los videos que pude ver se muestra cómo un grupo de sujetos patean en el suelo a un hombre inconsciente y prácticamente desnudo: sin playera y con los pantalones y calzoncillos en los tobillos. Le patean el cuerpo y la cabeza una y otra vez sin importarles que el cuerpo no se mueva. 

Los cuerpos desnudos se repiten en las imágenes. Quizá tiene que ver con las playeras de los equipos, con arrancar ese elemento de identidad y pertenencia. Pero quizá tiene que ver también con la saña y la humillación del otro. Lo que se pudo ver el sábado tiene que ver con una violencia que se ha macerado durante mucho tiempo y que se ha visto cobijada por la impunidad y, en este caso, además potenciada por el anonimato. También entra en juego la estructura sociocultural en la que hemos sido formados. Violencias como la exhibida el fin de semana pasado tienen detrás de sí la necesidad de someter y humillar. Quien diga que esto no tiene que ver con el machismo es un ciego o un imbécil.

Como era de esperarse, la Federación Mexicana de Fútbol prefirió ponerle una Curita a un problema que requería una cirugía mayor. La cancelación de las barras en estadios visitantes, la suspensión de la directiva del Querétaro y los juegos a puerta cerrada no son sino placebos para hacer como que hacen pero sin hacer nada. El negocio queda intacto. En el colmo de los absurdos, han cacareado la incorporación del reconocimiento facial en los estadios, medida que no sólo es inútil sino que, como escribe el periodista José Soto, viene acompañada de “riesgos inherentes a la privacidad, la protección de datos personales y la violación del principio de presunción de inocencia. (…) El reconocimiento facial es una tecnología errática, invasiva y desproporcionada. Es un enorme riesgo para la seguridad de los ciudadanos”.

Con estas medidas, lejos de solucionar un problema que pasa por cuestiones sociales, económicas y culturales, vamos a tener un fútbol que no sólo criminaliza a sus aficionados, invade su privacidad y viola sus derechos, sino que además será gris en sus gradas y aburrido hasta el bostezo sobre la cancha.

En su despedida de las canchas, Diego Armando Maradona acuñó una frase: “La pelota no se mancha”. Se refería a que el fútbol nada tiene que ver con los excesos y los errores que cometen quienes lo practican. Quiero pensar que la sentencia puede llevarse hasta la tribuna: todos merecemos una grada colorida, animada, apasionada, festiva. La merecen las y los niños que gustan del fútbol, la merecemos los aficionados. Y no: la grada no se mancha. O no debería.

Comparte

La calle del Turco
La calle del Turco
Édgar Velasco Reprobó el curso propedéutico de Patafísica y eso lo ha llevado a trabajar como reportero, editor y colaborador freelance en diferentes medios. Actualmente es coeditor de la revista Magis. Es autor de los libros Fe de erratas (Paraíso Perdido, 2018), Ciudad y otros relatos (PP, 2014) y de la plaquette Eutanasia (PP, 2013). «La calle del Turco» se ha publicado en los diarios Público-Milenio y El Diario NTR Guadalajara.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Quizás también te interese leer