Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
En días pasados la conversación pública en nuestro país giró —por algunas horas— tanto alrededor de los videojuegos como de la supuesta influencia negativa que éstos ejercen sobre la niñez y sobre la juventud. Como seguramente le ocurrió a cualquier gamer, la andanada de memes que proliferó a lo largo y ancho de toda la Internet alrededor de este tema me puso en alerta. Así que busqué de qué se trataba el asunto. Una breve pesquisa me condujo a la conferencia matutina transmitida desde el palacio presidencial el 20 de octubre de este año. Revisé con detenimiento tanto el mensaje del representante del ejecutivo como el decálogo (políticamente correcto) presentado por el subsecretario de seguridad y protección ciudadana: violencia y videojuegos; mayor prevención de los riesgos a los que se enfrenta la niñez; más y mejor convivencia familiar; menos tiempo frente a las pantallas. Y así. En fin, nada qué objetar. Así que más allá del tono regañón que se manejó en la mencionada conferencia; y de la superficialidad moralina con la que fue tratado el tema por el subsecretario, me pareció que tanto memes como mañanera quedaban situadas en el plano de lo anecdótico, quizá y a lo sumo, en el del chascarrillo.
En consecuencia, cerré el navegador y a lo que sigue (es decir, a esperar que Ubisoft publique el Battlefield 2042 y que Activision libere el Call of Duty: Vanguard. Juegazos violentísimos que giran en torno a los diversos rostros del conflicto bélico. Sobra decir que llevo cerca de un año a la expectativa de que salgan ambos títulos…).
Hasta aquí todo bien. No obstante, había algo en la narrativa que colocaba al videojuego como enemigo público que me resultaba inquietante, aunque no sabía bien qué era. Lo cierto es que el tema me dio vueltas en la cabeza prácticamente durante todo el fin de semana. Y no me dejó en paz hasta que —como dicen las y los clásicos— «me cayó el veinte». Entonces me di cuenta que mi zozobra se debía no tanto a la controversia alrededor de los videojuegos en sí, sino a las resonancias que este caso tiene con respecto a otras iniciativas que ya se han planteado antes, las cuales afirman que «respetan la libertad» y que «prohíben prohibir», pero…Siempre plantean un vistoso pero. Puedes hacerlo, pero… Eres libre, pero… ¿Me explico?
Y por favor, no me malinterpreten. No niego que hay un problema (i. e. que los videojuegos están al alcance de un par de clicks independientemente de la edad que se tenga; o que ciertos contenidos de este tipo de productos tienden a romantizar y, por ende, a normalizar lo violento). Eso no es mentira. Pero se exagera.
Porque basta asomarse a la evidencia (Bösche, 2010; Ferguson, San Miguel, Garza y Jerabeck, 2012; Sherry, 2007) para demostrar que el consumo de videojuegos de corte violento no constituye un indicador fiable para predecir, por ejemplo, el involucramiento de la juventud y la niñez en conductas violentas.
Para explicar la proliferación de la violencia en un contexto como el nuestro tiene mayor peso la conformación de una estructura que sistemáticamente incentiva el involucramiento en actividades delictivas y violentas gracias a la tremenda impunidad que prevalece en materia de impartición de justicia. Es más ominosa la imagen de Lozoya en el Hunan que un figurín que pega de brincos en el Fortnite.
Desplazar la mirada al papel que desempeñan los videojuegos como componente central de lo violento asume que el pueblo es incapaz de reflexionar críticamente acerca de su actuar. Asume también —desde el más arraigado adultocentrismo paternalista— que, por ejemplo, la niñez y la juventud requieren de una vigilancia casi policial y de un control férreo que les conduzca por el «buen camino» (es decir, el trazado por el Estado); o que las y los gamers son autómatas pavlovianos sin posibilidad de distinguir entre la virtualidad del videojuego y la realidad de lo que les acontece. Lo anterior no es menor puesto que no sólo incide en la construcción de una animadversión basada en la fuerza mediática del Estado.
Este tipo de narrativas —debido a cómo y desde dónde se emiten— orienta la hechura de políticas públicas y los modos en que éstas se instrumentan para ordenar la producción de la vida social. En consecuencia, la pregunta de fondo que es obligatorio hacerse es la siguiente: ¿los esfuerzos de política pública enfatizarán las labores de prevención, información y educación en la materia? ¿O se dedicarán a la regulación censora de los contenidos que circulan en la esfera pública? Quién sabe.
Referencias
Bösche W. Violent video games prime both aggressive and positive cognitions. Journal of Media Psychology: Theories, Methods, and Applications 2010;22(4): 139e46. doi:10.1027/1864-1105/a000019
Ferguson, C., San Miguel, C., Garza, A. and Jerabeck, J., 2012. A longitudinal test of video game violence influences on dating and aggression: A 3-year longitudinal study of adolescents. Journal of Psychiatric Research, 46(2), pp.141-146.
Sherry J. Violent video games and aggression: why can’t we find links? In: Preiss R, Gayle B, Burrell N, Allen M, Bryant J, editors. Mass media effects research: advances through meta-analysis. Mahwah, NJ: L. Erlbaum; 2007. p. 231e48.