Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
«Un obrero de la extinta República Democrática Alemana consigue un trabajo en Siberia y a sabiendas que sus cartas serían leídas por los censores, propone a sus amigos lo siguiente: “Acordemos un código en clave: si les llega una carta mía escrita en tinta azul, lo que cuenta es cierto; si está escrita en rojo, es falso. Al cabo de un mes, los amigos reciben la primera carta y está escrita en azul. Dice: “Aquí todo es maravilloso: las tiendas están llenas, la comida es abundante, los apartamentos son grandes y con buena calefacción, en los cines pasan películas de Occidente y hay muchas chicas guapas dispuestas a tener un romance. Lo único que no se puede conseguir es tinta roja.”»
Slavoj Žižek
Traigo a colación el viejo chiste contado por el entrañable Slavoj Žižek en uno de sus libros y que hoy abre vistosamente esta columna porque hay una pregunta que me ronda la cabeza desde hace varios meses. Es una interrogante que me descoloca por la sútil paradoja que entraña: ¿por qué en otros países hay tanta aparente normalidad en el entorno si en realidad están atravesados por un profundo y violento caos?
En estos momentos no tengo una explicación concreta. Lo que tengo a la mano es el De la necropolítica neoliberal a la empatía radical…, uno de los textos más recientes de Clara Valverde Gefaell, el cual fue publicado por Icaria allá en la España del no tan lejano 2015. Quizá este libro nos sirva para entender un poco las coordenadas de las contradicciones de aquellos países de los que hablo. Veamos qué tanto funciona lo dicho por Valverde para comprender lo que les acontece. Es más, les propongo un trato. Yo enumero los argumentos de la autora citada y ya ustedes me dirán si éstos les hacen algún eco. ¿Va?
Así, en principio, como se puede intuir a partir del título, la obra de Valverde se enfoca críticamente en la indagación del biopoder y en el análisis de la dimensión violenta de la vida social. Todo lo anterior en el contexto del capitalismo tardío y su versión más reciente y ominosa, de la que ya he hablado en esta misma columna. Desde esta perspectiva, la autora nos invita a desmenuzar (quizá el término correcto sea «desmontar») la espinosa relación entre el Estado y la ciudadanía en, por ejemplo, España. Para ello nos plantea una hipótesis sumamente desafiante: el contrato establecido entre estas dos entidades —ciudadanía y Estado— se ha agotado; se ha vaciado del contenido que lo sostenía. Más aún: en este escenario opera un «hurto de lo público» que se enmascara de espíritu democrático. Tal como lo señala la autora:
“Para llevar a cabo este gran robo disfrazado de democracia y para que se piense que se están ocupando de la sociedad, cuando en realidad se están ocupando de sus negocios, utilizan lo que Michel Foucault llamaba «gubermentalidad». Ese concepto se refiere una manera de gobernar con tácticas para que los ciudadanos estén de acuerdo con las políticas de los gobernantes sin cuestionarlas” (Valverde, 2015: 21).
Por fortuna una realidad como la que describe Valverde (2015) nos resulta lejana. Lo que es cierto es que, precisamente, el conjunto de tácticas a las que ella alude es el que disfraza de normalidad al desasosiego que se vive en otros países. Asevera, por ejemplo, que éstas —las tácticas— suelen movilizar diversas formas de violencia, muchas de las cuales son sutiles, discretas, y operan a través del lenguaje. Discursos interminables que acuden frontalmente a la demagogia mientras que en lo oscurito transitan desde el desmantelamiento a rajatabla del entramado institucional hasta el «coscorrón coercitivo» y la «patadita por debajo de la mesa». Más aún, suelen imponer sus políticas por medio de terceros (i. e. mediante un aparato mediático reverencial que amplifica un estado de excepción que finalmente se convierte en un estado permanente). En esos otros países se premia la fidelidad obcecada y se desdeña toda alusión crítica. Aquí, afortunadamente, no es así.
Pero en esos otros países ocurre algo execrable: la vida misma se convierte en un objeto de cálculo (político). Esto es así porque en los hechos se favorece a algunos cuántos y se deja morir a los más, o mejor dicho, a los que resultan menos rentables, a los que reditúan marginalmente en términos de incrementar el capital político del poder soberano en turno. Por si fuera poco, a estos últimos se les responsabiliza de su propia situación o se les sitúa como parte de un gran y mezquino complot. En este contexto, la autora nos sugiere que la normalización del caos suele encontrar un terreno fértil en sociedades que han experimentado una violencia masiva, y en donde la reparación de las injusticias es poco menos que una ficción. Fiu. Qué fortuna estar tan lejos de una realidad así.
Como quiera que sea, tácticas como la de «gobernar sin gobernar» o la de «manipular y silenciar la historia» resultan altamente eficaces. Ello a través de la «subcontratación» de voces a modo que se encargan de vitorear el ropaje del rey. La autora asevera que: “El estado pone a los «incluidos» —Valverde dixit— a hacer su trabajo sucio sin que la mayoría de ellos sean conscientes, empezando por vigilar y controlar comportamientos y continuando con amenazar, etiquetar, despolitizar y excluir” (Valverde, 2015: 61). El logro último, casi genial, de esta especie de régimen sin régimen radica, precisamente, en lograr que «los incluidos» crean que las tareas que llevan a cabo son buenas y necesarias: la tolerancia violenta y sutil; la manipulación del lenguaje; el etiquetamiento; la vigilancia; la amenaza velada… En un régimen que gira alrededor de una narrativa cuya intención (moralina) busca imponer lo correcto la necropolítica esclavizante se presenta como libertad conspicua…
En fin, vaya laberíntico entuerto en el que se encuentran esos otros países. A veces —por curiosidad, porque aquí no es así— este asunto me preocupa. «¿Habrá alguna salida?», me pregunto. «¿Qué se puede hacer cuando no se puede hacer nada?», parafraseo a Chritchley. Quizá el truco consista en repolitizar el sufrimiento, como lo sugiere la propia Valverde (2015). Esto es así porque desde su perspectiva puede decirse que poco a poco hay cada vez más «incluidos» que dejan de creer en la idea (falsa, por cierto) de que son libres, y de que no están sometidos bajo el yugo del poder soberano. Lo que sigue entonces es averiguar ¿cómo autoorganizar el sufrimiento social? ¿De qué modo esos otros países pueden establecer —más allá del Estado en tanto sustrato burocrático administrativo— una alianza política entre todas y todos, realmente desde abajo abajo?
Quién sabe.