La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
Llegué al día de mi nacimiento dos días tarde, o algo así: al sentir las primeras contracciones, mi madre le dijo a mi padre que ya no faltaba mucho; éste entró en pánico y para evitarse sorpresas llevó a mi madre al hospital… y ahí la dejó. Ella estuvo en trabajo de parto y luego de muchas, muchas horas y fórceps de por medio, por fin vi la luz en algún quirófano o donde sea que parieran las mujeres en el Centro Médico de Occidente a finales de los setenta.
He decidido iniciar la entrega de esta semana con esta confesión para curarme en salud y justificar, de alguna manera, llegar tan tarde a despedirme de un amigo. Vamos: si alguien llega tarde a su cita con la vida puede darse algunas libertades al momento de llegar tarde a sentarse a escribir sobre la sorpresiva llegada de la muerte, una llegada que forzosamente implica una partida. O no.
La semana pasada murió Ángel Ortuño, y al día de hoy he podido leer muchas sentidas despedidas y recuperaciones de su trabajo literario, que deberá ser revisitado una y otra vez para que llegue a ocupar el lugar que sin duda merece en el panorama de la literatura mexicana en el salto entre los siglos XX y XXI. Digo que he leído muchas, así que va la mía.
Un día, cuando trabajábamos en la redacción del periódico aquel que ya no se llama como se llamaba entonces, Mariño González me envió a la biblioteca Iberoamericana Octavio Paz para entrevistar a Ángel. No recuerdo a razón de qué, pero íbamos a publicar una página sobre el poeta Germán List Arzubide. Ángel nos recibió a le fotógrafe y a mí en su oficina —decirle oficina es hacerle un favor al cuartito compartido que tenía en los altos de la biblioteca—. Yo iba por una entrevista y recibí una cátedra del estridentismo, la vanguardia literaria más chingona de la primera mitad del siglo XX en México.
Esa tarde conocí dos de los rasgos que, para mí, más representan a Ángel: su erudición y su generosidad. No había tema que no dominara —ya sé, es un lugar común y seguramente había mil temas que no dominaba, pero, ¿a quién le importa?— y no tenía empacho de compartir su conocimiento con quien fuera que se acercara a preguntarle algo. Y de ahí se desprende otro rasgo que fue enunciado de manera precisa por Mariño la semana pasada: cada vez que uno se acercaba a Ángel terminaba aprendiendo algo. Lo que fuera, sobre literatura, claro, pero también sobre el cine de horror, sobre el metal, sobre los pasillos de la FIL donde su figura era inconfundible y donde seguro lo vamos a echar de menos.
Formado en colegios católicos, hizo del dogma divino pasto de las llamas de su ironía y su peculiar forma de ver la vida. No es casualidad que uno de los poemas que más se compartió la semana haya sido
MARGARITAS
Esta es palabra de dios.
Esta no.
Esta sí.
Esta no.
Pero no se trataba sólo de la religión. Me atrevo a decir que Ángel escapaba de la solemnidad como se huye de la peste, así se tratara del clero, la RAE, el lenguaje o la fauna política. “Que viva Fulano!/ Que viva Zutana!/ Todos los años./ Y nadie revive./ Comienzo a pensar que nos vendieron un recetario vudú falso”, publicó en su cuenta de Facebook hace un par de semanas a propósito de las fiestas patrias. Trabajador de las palabras, se decía interesado por el lenguaje incluyente porque, afirmaba, “me entusiasman quienes amplían los límites del mundo y del lenguaje”.
Ahora aparece su cuenta de Facebook en este texto y es imposible no ir de inmediato a echar un vistazo a ese museo de variedades que no es más que un baúl virtual de los intereses que movían a Ángel por los lugares más variados y disímiles que se puedan imaginar: su afición a Dorothy Parker y a Divine y al metal y al cine que casi nadie ve y a los insectos que a casi nadie le gustan; su fascinación por la vida cotidiana, los diálogos callejeros, las andanzas en el transporte público; la devoción a sus hijas. Y, por supuesto, poesía, mucha poesía: la suya, surgida aparentemente de la nada como las plantas que rompen el asfalto para instalarse donde se les da la gana, pero también la de otros, la de muchos otros. Y es que además de creador era un ávido promotor de la literatura en todas sus manifestaciones, pero sobre todo las más alejadas del reflector.
A Ángel lo veía cada año en la FIL y pocas veces más. Le seguía en Facebook y nuestra relación incluía felicitaciones en los respectivos cumpleaños —una vez me dejó un mensaje en turco… o algo que él supuso era turco—. De vez en cuando le mandaba algún meme que me encontraba por aquí y por allá y me parecía que iba a lucir mejor en su cuenta. Yo le tenía en alta estima y me gusta pensar que era recíproco. Voy a extrañar ese encuentro fugaz en la FIL y su manera de hablar, en la que era posible ver cada oración formarse en el aire, con sus comas y paréntesis y puntos y seguido o aparte.
Sería tremendamente injusto elevar a Ángel Ortuño a la categoría de santón o figurón de la literatura. Nada más alejado de su legado. Lo mejor es releerlo en la calle, en el transporte público, en cualquier parte que se encuentre lejos de los inciensos y de la seriedad.
Arriba escribí que la llegada de la muerte implicaba, por fuerza, una partida. O no: como dice el lugar común, Ángel Ortuño permanece en sus libros y en sus poemas. Por eso remato con un poema suyo sacado de Gas lacrimógeno y otras cosas que no son poemas (Cocodrilos, 2019):
(enseñanzas de la naturaleza)
Las nutrias asesinan por gusto y practican
la necrofilia.
A los árboles no les gusta que los abraces.
Por el contrario,
disfrutan cuando ahorcan a alguien en ellos.
Si te mueres,
no importa.