Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
Lo he dicho antes: cuando un suceso resulta excesivamente atroz, éste suele dislocar por completo las coordenadas que articulan nuestra realidad. La magnitud de lo que acaece nos deja atravesados por algo que no sabemos cómo o dónde situar con precisión, pero que intuimos que es como un hueco frío en el vientre o un llanto desgarrador. Intentamos aferrarnos a lo sabido, y para nombrarlo recurrimos a términos como «fastidio», «malestar», o «barbarie». Pero ante la perplejidad, las palabras resultan insuficientes. Mutismo y desesperación primordial, la consternación se torna gutural ante el sinsentido.
Frente a lo abrumador de los eventos, el lenguaje, la razón, se tornan exiguos para designar lo que (nos) ocurre. Esto se vuelve aún más espinoso cuando el agravio proviene de aquellas entidades que supuestamente deberían brindarnos certezas; porque no hay que olvidar que fue el Estado. Las consecuencias de este resquebrajamiento institucional se vuelven aún más desgarradoras puesto que dislocan toda posible seguridad ontológica a la que se pudiera acceder. Alain Badiou ( 2007) le ha dado un nombre a esta especie de abismo radical; le ha denominado: acontecimiento. En última instancia, cuando el panorama es incierto, la memoria en sí, el propio acto de recordar, se erige como un ámbito de resistencia. P
or ello es crucial no olvidar que entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014, varios de los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa “Raúl Isidro Burgos” fueron emboscados por los cuerpos policiacos del municipio de Iguala, Guerrero, México, bajo las órdenes del entonces presidente municipal José Luis Abarca.
Esto trajo como consecuencia la muerte de al menos seis personas en aquella madrugada, y la desaparición forzada de 43 jóvenes adscritos a la mencionada institución escolar. Siete años han pasado ya. Y todavía desconocemos el paradero de la gran mayoría.
En aquellos meses, en México y en otros países se produjeron una serie de manifestaciones –tanto en las calles como en las redes sociales- que, con distintas intensidades, pusieron de relieve un profundo malestar social con respecto a la legitimidad del régimen político, y del Estado. En otras palabras, operó entonces un desplazamiento del lugar de enunciación de lo violento, de la realidad mexicana como tal.
Ayotzinapa en tanto acontecimiento implicó que los ejes desde los que solíamos nombrar y comprender el mundo se han desestructurado. Desde esta perspectiva, el acontecimiento Ayotzinapa implicó un resquebrajamiento crucial de un tejido social precario de por sí. Desde septiembre del 2014 y hasta ahora estamos frente a un escenario contingente, deteriorado, que ha puesto en suspenso la relación entre el Estado y la Sociedad. Pero no solo eso: también se han puesto en suspenso las condiciones de posibilidad para la vida en sí (la individual y la colectiva), para la nuda vida (Agamben, 1998).
A siete años de distancia es pertinente interrogarse ¿en dónde nos coloca el acontecimiento Ayotzinapa? A estas alturas lo anterior resulta crucial cuando menos por dos razones. La primera, y quizá la más poderosa, consiste en la imperiosa necesidad de recurrir a la memoria: no podemos darnos el lujo de olvidar. Recordar es, en buena medida, otro modo de ejercer resistencia. La segunda, aunque no menos importante, implica reconocer lo que sistemáticamente se ha intentado invisibilizar a golpe de verdades históricas.
Así, en principio Ayotzinapa constituye una ruptura, un punto de quiebre que pone de relieve el agotamiento del proyecto moderno y el límite de la vigencia de la institucionalidad derivada de éste. Es una herida que no sana. Esto no es poca cosa debido a que evidencia el fracaso de un modelo de desarrollo que prometía progreso social y económico; y que en última instancia trajo consigo la profundización de las desigualdades, la inequidad en el acceso y la distribución del poder; y la vulneración y precarización de amplios sectores de la población. ¿Lo más ominoso? Que fue el Estado.
El torbellino de indignación que sacudió hasta sus cimientos a un país adormecido por la normalización de lo violento ha puesto en duda la vigencia de la arquitectura institucional que nos gobierna. Frente a la perplejidad que nos produce lo acaecido, todo menos el olvido y el silencio. Amplios sectores de la sociedad, poco a poco, han buscado articular nuevos lenguajes, y desde el horror encontrar nuevos modos de nombrar aquello que se quiere y que, en última instancia, debería constituir uno de los ejes de la verdadera agenda nacional.
Esto es así porque «#Ayo7zinapa» no es solo un modo de nombrar.
También es un verbo que impele.
También es imaginación política.
También es reflexión y acción.
También es la memoria y también es el dolor como ámbitos de resistencia.
#Ayo7zinapa también es todo lo que parece.
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Referencias
Agamben, Giorgio. Means whitouth end. Notes on politics, University of Minessota Press, EUA, 2000.
Agamben, Giorgio. Homo sacer. Sovereing power and bare life, Standford University Press, EUA, 1998.